lunes, 21 de julio de 2025

Yevgeny Ivanovich Zamiatin, Nosotros

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El humanismo renacentista recuperó el gusto por las ficciones que diseñan sociedades ideales, como había hecho Platón con su famosa Atlántida, dos milenios atrás. En el fondo implicaba el deseo de rehacer una pretérita Edad de Oro que añoraron tantos escritores, y que ahora, al entrar en lo que por entonces se bautizará como Edad Moderna, cree vislumbrarse en alguno de los países recién descubiertos en lejanas latitudes, como hizo expresamente nuestro conocido Vasco de Quiroga en su Información en derecho.

Tomás Moro inaugura este renovado género con su Utopía, en la que todavía mantiene un talante crítico e irónico que implica un cierto distanciamiento respecto al mundo que diseña, como se expresa incluso en el nombre que da a su país imaginario. Sin embargo sus inmediatos continuadores se nos mostrarán más enamorados de sus creaciones, y las presentan como acabadas soluciones a los problemas de las sociedades de su presente: Campanella con su Ciudad del Sol, Bacon y su Nueva Atlántida... Y de ahí la hilarante crítica al respecto que incluye el malicioso Swift en sus Viajes de Gulliver.

Con el triunfo de la ideas de la Ilustración, del inevitable Progreso (así, con mayúscula), y de las Revoluciones como medio necesario para alcanzarlo, algunos políticos comienzan a incluir la utopía en sus estrategias y en sus escritos, como Fourier con sus falansterios y, por supuesto, Marx. Las mejores utopías del siglo XIX se tiñen, naturalmente, de activismo político: la Icaria de Cabet, la Ninguna Parte de Morris. Y desde el extremo ideológico opuesto, se idealiza (se utopiza) la antigua sociedad tradicional y patriarcal, previa al triunfo de la Revolución, como hizo por ejemplo Pereda en su Peñas arriba.

Todos los anteriores, sin embargo, obedecen a posturas ideológicas marginales en el catálogo político de la Belle Époque, del tránsito del siglo XIX al XX: por entonces domina incontestable lo que podemos llamar el complejo de superioridad de Occidente, la plena seguridad en su firme avance indefinido por la senda del Progreso gracias al positivismo, al cientifismo, al capitalismo, al imperialismo, al secularismo... Los logros alcanzados son impresionantes, el esplendor de este mundo alegre y confiado, indudable. Pero cada vez son más numerosos los que perciben las fisuras, las grietas que crecen a la sombra de esta Casa Usher...

Todo este mundo se viene abajo estrepitosamente con la Gran Guerra. Se entra en una época de incertidumbres, penalidades y temores, que contribuyen a hacer admirables y creíbles las múltiples utopías que se habían formulado. Desde planteamientos socialistas, nacionalistas o capitalistas, muchos están convencidos de poseer la receta mágica que solucionará todos los problemas de la época, y establecerá una sociedad perfecta que asegure la paz, la abundancia y la felicidad de sus habitantes. Pero antes es necesario convencer a las masas, reeducar a los renuentes, y, si es necesario (como lo será), eliminar a los refractarios. Y, en ese mundo en crisis, las utopías dejan de estar en ningún-lugar, y comienzan a implantarse en la realidad.

El ingeniero naval y escritor ruso Yevgeny Ivanovich Zamiatin (1884-1937) fue uno de los primeros que dio la voz de alarma sobre este fenómeno, que luego se denominará totalitarismo. Bolchevique en su juventud, padecerá en distintos grados persecuciones, prisión y exilio tanto bajo el zarismo como bajo el comunismo. Había regresado a Rusia en 1917, tras la revolución, y emprendido una destacada carrera literaria rápidamente truncada por la creciente censura y la represión, tanto con Lenin como con Stalin, y la imposibilidad de publicar sus obras. En 1931, por mediación de Máximo Gorki, fue autorizado a marchar con su esposa al extranjero. Falleció en París en 1937.

Podríamos pensar que fue su propia experiencia personal lo que le llevó a dar una vuelta de tuerca al por entonces venerable género de las utopías: el estado perfecto ya ha triunfado, y se han establecido la paz, el bienestar y la felicidad absolutas, perpetuas... y obligatorias. Pero el poder no se conforma con su exclusivo monopolio: exige también a todos que se identifiquen con él, que lo amen. Y el lector, progresivamente descubrirá el revés de la trama: contradicciones e hipocresía, sevicias y corrupción, tiranía y despotismo... Ha nacido el género de la Distopía.

Zamiatin lo plasma en su novela Nosotros, en la que nos presenta el Estado Único, que desde hace siglos ha logrado establecer la sociedad perfecta, en la que el yo, causa de todos los males, ha sido sustituido por el nosotros. La igualdad de todos los individuos es absoluta; carecen de nombre (se identifican por una letra y un número); se ha erradicado la familia; todos viven al unísono y colectivamente, con los mismos horarios, la misma vestimenta, las mismas viviendas trasparentes, y hasta con las mismas quince masticaciones de cada bocado de la sustancia derivada del petróleo que les alimenta.

Protegidos por el Muro Verde, se ha eliminado todo aquello que suponga desorden, como las plantas, los animales, la misma tierra. Y asimismo la imaginación, los sueños, la individualidad, la libertad; de hecho, una de las más terribles enfermedades consiste en la formación de un alma en el interior de un leal número del Estado. El Benefactor, elegido por aclamación año tras año en unas elecciones a las que no concurre ningún otro candidato, rige benévola y esforzadamente el Estado, auxiliado eficazmente por la Oficina de Guardianes, por las membranas de escucha, por los encargados del control, por la Campana Neumática, por la Máquina Benefactora...

El Estado Único contrapone entropía (entendida al modo filosófico) y energía. La primera es el nosotros, el reposo, el feliz equilibrio, mientras que la segunda es el yo, el movimiento, la insatisfacción. La entropía, esto es el Estado Único, asegura la felicidad; en cambio la energía, los que lo rechazan, persiguen una libertad que les hace infelices. Y es que felicidad y libertad se oponen plenamente. El Benefactor solucionará el dilema gracias al descubrimiento del órgano de la imaginación (en el fondo, del albedrío), que puede ser extirpado fácilmente: «Seréis perfectos, seréis como máquinas; el camino a la felicidad se ha abierto del todo. Apresuraos, jóvenes y viejos, apresuraos a someteros a la Gran Operación.»

La distopía de Zamiatin resultará premonitoria de tantas locuras del siglo XX. Y son incontables las obras que derivan directa o indirectamente de ella. Naturalmente, entre todas destacan unos pocos primeros espadas: Un mundo feliz de Huxley, 1984 de Orwell, La guerra de las salamandras de Capek, Farenheit 451 de Bradbury... Muchos más desarrollarán y diversificarán el género, hasta llegar, por ejemplo, a Los juegos del hambre de Collins. Y es que la distopía como nuevo género de denuncia de los totalitarismos triunfó plenamente, pero su éxito condujo a una cierta y patente esterilización, adocenamiento, y meros propósitos comerciales en muchos de los productos literarios y audiovisuales posteriores. Pero este fenómeno es recurrente, desde siempre, en la historia de la cultura.

Nosotros fue escrito hacia 1920. Ante el rechazo tajante de las autoridades comunistas, Zamiatin enviará una copia al extranjero, y pronto se publicarán las traducciones al inglés (1924), al checo (1927) y al francés (1929). La primera edición en ruso tuvo que esperar hasta 1952 y se hizo en Nueva York. A ella corresponde la portada que hemos incluido. Aunque la primera traducción al español fue bastante tardía, ya que la realizó Juan Benusiglio en 1970, parece ser que se han publicado otras seis traducciones diferentes a nuestro idioma. A ellas agregamos hoy, sin ninguna pretensión literaria, una nueva versión que hemos perpetrado a partir de la vieja edición francesa, tampoco enteramente fiel al original.

viernes, 11 de julio de 2025

La epopeya de Gilgamesh

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C. V. Ceram, en su excelente clásico divulgador Dioses, Tumbas y Sabios, nos cuenta de las expediciones en Mesopotamia de Austen Henry Layard a partir de 1839, y su decisivo descubrimiento de la biblioteca de Asurbanipal en Nínive diez años después. El hallazgo de treinta mil tablillas de arcilla con escritura cuneiforme proporcionó una ingente información de primera mano sobre la historia y la cultura mesopotámica. Además de abundantes obras religiosas, mágicas y médica (todo relacionado), «también se hallaron listas de reyes, anotaciones históricas, noticias políticas, sucedidos e incluso poesías, cantos épicos, leyendas mitológicas, e himnos. Por último, entre todo aquel tesoro hallóse redactada en placas de arcilla la obra literaria más importante del antiguo mundo mesopotámico: la primera epopeya de la Historia universal, la leyenda del maravilloso y terrible Gilgamés, mítica figura que tenía dos tercios de ser divino y uno de persona humana.»

Pero fue George Smith el que, a partir de 1872 y en Londres, donde se habían enviado las tablillas, localizó y tradujo por primera vez la epopeya de Gilgamesh. «Por aquella época, nadie sospechaba que hubiera existido una literatura asirio-babilónica digna de ser comparada con las posteriores grandes obras clásicas de la literatura. No era aquello lo que fascinaba a Smith, científico en el fondo, sin ambición literaria y, probablemente, sin afición por las musas. Pero apenas hubo comenzado el desciframiento, quedó fascinado por la trama de la leyenda y la acción narrada, no por su forma. Y cuanto más progresaba en su tarea, más le entusiasmaba lo que allí se decía, sobre todo una alusión secundaria que hallaba al final...

»Smith había seguido apasionadamente la narración de las grandes hazañas de Gilgamés. Había leído la leyenda del hombre del bosque, Enkidu, que fue llevado a la ciudad por una sacerdotisa prostituta del templo para vencer a Gilgamés, el presumido. Pero la terrible lucha entre los dos héroes no dio una victoria, sino que Gilgamés y Enkidu se hicieron amigos y ambos realizaron juntos nuevas hazañas portentosas: mataron a Chumbaba, el terrible dueño del bosque de los cedros, e incluso provocaron a los mismos dioses al insultar groseramente a la diosa Istar, que había ofrecido a Gilgamés su amor divino.

»Y descifrando fatigosamente, Smith había leído cómo Enkidu falleció de una terrible enfermedad, cómo Gilgamés le lloraba y cómo, para no compartir igual destino, se marchó en busca de la inmortalidad. Encaminóse adonde estaba Ut-napisti, el antepasado común de todos los humanos, el único que con su familia logró eludir el gran castigo impuesto por los dioses al género humano, haciéndose así inmortal. Y Ut-napisti, el antepasado común, contó a Gilgamés la historia de su milagrosa salvación.

»Smith leía aquello con ojos encendidos. Pero cuando su excitación empezaba a transformarse en la certeza de un nuevo descubrimiento, tropezaba cada vez con más lagunas en el texto de las placas enviadas por Rassam, constatando Smith que sólo poseía una parte del texto y que lo esencial, el final de la gran epopeya, con el relato de Ut-napisti, sólo restaba en fragmentos. Pero lo descifrado hasta entonces de la epopeya de Gilgamés no le permitía callar. Al conocerse este hecho, toda Inglaterra, país muy aficionado a las lecturas bíblicas, se conmovió. Un diario muy conocido ayudó a George Smith. El Daily Telegraph hizo saber que pondría 1.000 guineas a disposición de quien hallara el resto de la epopeya de Gilgamés, marchando a Kuyunjik para buscarlo.

»Y George Smith, el ayudante del Museo Británico, aceptó aquel desafío. Lo que le pedían no era ni más ni menos que esto: recorrer miles de kilómetros, desde Londres a Mesopotamia, para buscar allí, en una montaña de escombros que en relación con su volumen apenas estaba escarbada, determinadas placas de arcilla. Llevar a cabo tal tarea era algo así como buscar la famosa aguja en un pajar. George Smith, repetimos, aceptó la propuesta de emprender tan audaz labor. Pero lo más sorprendente es que se repitió uno de aquellos increíbles golpes de fortuna que en el transcurso de las exploraciones arqueológicas se han dado tantas veces: ¡Smith halló inmediatamente las partes que faltaban de la epopeya de Gilgamés!

»Regresó a Londres con 384 fragmentos de placas de arcilla, y entre ellas estaban las que completaban el relato de Ut-napisti, cuya primera alusión tanto le excitó. Aquella historia era la descripción del Diluvio, pero no de una de esas catástrofes acuáticas que aparecen en la mitología primitiva de casi todos los pueblos, sino la descripción de un diluvio bien determinado, exactamente igual al que mucho más tarde contaba la Biblia. Pues Ut-napisti no era sino el bíblico Noé.»

* * *

Presentamos una adaptación simplificada a partir de la edición de Federico Lara Peinado (Editora Nacional, Madrid 1980.) El profesor Lara reunió y tradujo las diferentes versiones asirias, babilónicas, sumerias, hurritas e hititas de cada una de las doce tablillas que componen la Epopeya. Para facilitar el acercamiento a esta obra capital de la Mesopotamia de la primera mitad del segundo milenio antes de Cristo (aunque basada en varios poemas sumerios anteriores), se han unido y simplificado las distintas versiones del poema, y se han introducido leves cambios. No se indican las lagunas del texto, y se han seleccionado y resumido las abundantes notas del editor.

Terminamos con este párrafo del profesor José María Blázquez (1926-2016): «En el Poema de Gilgamesh —y de ahí su impresionante grandeza temática— se cuestionan multitud de facetas de la vida humana (el amor, la amistad, la muerte, la inmortalidad), que quedan más o menos simuladas tras variados elementos de acción, religiosidad o pura fantasía, que orquestan toda la narración en un perfecto crescendo de interés, narración que tanta influencia habría de proyectar sobre los textos bíblicos.»

Placa de terracota que representa la lucha de Gilgamesh
y Enkidu contra Humbaba. Siglos XIX-XVII a. C. (Berlín.)