martes, 11 de noviembre de 2025

Herrad de Landsberg. Hortus deliciarum. Calcos de las miniaturas

Autorretrato

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Durante la guerra franco-prusiana, apenas unos meses después de los acontecimientos de que va a tratar, el periodista francés Alfred Marchand publicó en París Le siége de Strasbourg 1870. Allí describe y lamenta el asedio que sufrió la capital alsaciana por parte del ejército prusiano, y las irreparables pérdidas para la cultura que supusieron los bombardeos de la Biblioteca y la Catedral:

«La destrucción de la Biblioteca de Estrasburgo constituye una pérdida irreparable para la ciencia. La colección, compuesta por más de 200.000 volúmenes, era, por tanto, una de las más ricas de Europa y la más rica de Francia, después de la Biblioteca Nacional de París. Lo que le confería un valor extraordinario era la gran cantidad de obras raras, manuscritos preciosos e incunables que allí se recopilaban.» Y tras enumerar un buen número de éstas, concluye: «Estos son los tesoros de manuscritos y libros raros que atraían a eruditos de toda Europa cada año, y que un soldado, obedeciendo a un plan bárbaro, redujo a cenizas en un día de ira y ceguera. Su nombre lamentablemente permanecerá ligado a la quema de esta colección única.»

Entre las obras definitivamente perdidas se encontraba un famoso códice conocido como el Hortus deliciarum, redactado e ilustrado a lo largo de su vida por la abadesa del monasterio de Hohenburg, Herrad de Landsberg (1125-1195). Alfred Woltmann, unos años después de su irreparable desaparición, lo describía así:

«Consistía en 324 hojas de pergamino, la mayoría en folio grande, con 636 dibujos a pluma a color... Según el prefacio, Herrad había compilado la obra como una abejita a partir de diversas flores de la literatura sagrada y filosófica. Su contenido era un breve relato de la historia bíblica, pero en los lugares apropiados siempre se incluía lo que los filósofos han investigado a través de la sabiduría mundana, que también fue inspirada por el Espíritu Santo. Ocasionalmente se incluían extractos sobre astronomía, geografía, historia natural, filosofía, artes liberales, cronología y poemas en verso leonino y troqueos rimados. El conjunto pretendía ser un compendio de valiosos conocimientos desde la perspectiva de la educación femenina de la época, para ser utilizado por las monjas como punto de partida para la enseñanza de las jóvenes confiadas a su cuidado. El libro pretendía ser útil y entretenido para el grupo de vírgenes de Hohenburg, como afirma el poema introductorio.»

Era, por tanto, una auténtica enciclopedia escolar, lo que hoy consideraríamos un exhaustivo repositorio de materiales didácticos en los que lo textual y lo gráfico se asociaba estrechamente. Y es que las miniaturas tenían un valor muy superior al de unas simples ilustraciones, meros adornos de los contenidos escritos como todavía hoy ocurre en algunos libros de texto. Al contrario, los gráficos de Herrad explicaban, desarrollaban y completaban la información escrita; formaban parte esencial de la obra. Un buen número de las miniaturas del Hortus podríamos considerarlas auténticas infografías. Y no es una excepción en su tiempo: la pintura románica es básicamente narrativa.

Pues bien, esta admirada joya quedó destruida en 1870. Tampoco es un hecho infrecuente en la historia del Arte. Fue el mismo destino de las memorables pinturas murales del monasterio de Sijena, en Aragón, apenas unos años posteriores al Hortus, y por una causas comparables: en este otro caso, el incendio provocado del monasterio por las columnas milicianas de Barcelona durante la guerra civil. Pero si de estas pinturas nos queda un completo respaldo fotográfico (aunque en blanco y negro), y ciertos restos (calcinados, decolorados, incompletos y deslocalizados todavía hoy en Barcelona), del Hortus sólo quedan los numerosos calcos que se realizaron durante el siglo XIX por encargo de diversos estudiosos.

En esta entrega de Clásicos de Historia se ha pretendido reunir un buen número de calcos y copias diversas de las miniaturas del Hortus. Las hemos tomado principalmente de tres viejas obras. Christian Moritz Engelhardt publicó en 1818 un libro sobre Herrad con una serie de láminas en las que incluyó una selección de los muchos calcos que había obtenido del Hortus, pero en su mayoría meros fragmentos y personajes aislados. Auguste de Bastard en 1869, como parte de una muy extensa colección a la que dedicó muchos años, publicó otros cuidadosos calcos, escogiendo a diferencia del anterior grandes miniaturas completas, muchas de las cuales ocupaban toda una página en el códice. Por último, y tras el incendio de la Biblioteca de Estrasburgo, Alexandre Straub comenzó la impresión y comentario de todos los calcos conocidos del Hortus, en sucesivas entregas. Iniciada la tarea en 1879, sólo concluyó en 1899 , cuando se reunió y publicó la obra de conjunto, aunque ya a cargo de Gustave Keller.

Por nuestra parte, nos hemos limitado a reordenar las copias de las miniaturas de acuerdo con el orden original en que aparecían en el Códice, folio a folio. En ocasiones hemos reproducido, uno tras otro, varios calcos de distinta mano de la misma miniatura, lo que puede resultar sorprendente... e instructivo. La mayoría, procedentes de la exhaustiva obra de Straub y Keller, son meros dibujos sin iluminar, y muchas de escasa calidad: sólo los de las otras colecciones fueron cuidadosamente coloreados. Por último, hemos traducido buena parte de los comentarios de estos dos canónigos alsacianos, que proporcionan interesantes explicaciones sobre los aspectos formales, simbólicos y de contenido vario de las miniaturas.

Concluimos con las propias palabras de Herrad de Landsberg: «Este libro titulado Jardín de las Delicias, yo, una pequeña abeja, lo he compuesto, bajo la inspiración de Dios, con el jugo de diversas flores de la Sagrada Escritura y obras filosóficas, y lo he construido por amor a vosotras (sus educandas), como si fuera un panal para honra y gloria de Jesucristo y de la Iglesia. Por lo tanto, os animo a buscar a menudo en este libro el dulce fruto que contiene, y a reconfortar vuestro espíritu cansado con estas gotas de miel para que, nutridas por la dulzura espiritual, podáis transitar con seguridad por las cosas transitorias de este mundo, y para que yo misma, teniendo que atravesar los peligrosos caminos de este mar agitado, sea preservada por vuestras poderosas oraciones de todo afecto terrenal y llevada con vosotras hacia el cielo, en el amor de Cristo, vuestro amado.»

sábado, 1 de noviembre de 2025

Hans Holbein el Joven, Danza de la Muerte

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       Jof señala la oscuridad del cielo que se retira, donde los relámpagos de verano brillan como agujas plateadas en el horizonte.
       —¡Los veo, Mia! ¡Los veo! Allá, contra el cielo oscuro y tormentoso. Están todos allí. El herrero, Lisa, el caballero, Raval, Skat y Jons. Y la Muerte, el severo guía, les invita a bailar. Se toman de las manos y bailan en una larga cadena. El primero va la Muerte con su guadaña y su reloj de arena, pero Skat se balancea al final con su lira. Bailan alejándose del amanecer en una danza solemne hacia las tierras oscuras, mientras la lluvia les lava el rostro y limpia la sal de las lágrimas de sus mejillas.
       Guarda silencio. Baja la mano. Su hijo, Mikael, parece escuchar sus palabras. Ahora, gatea hasta Mia y se sienta en su regazo. Dice Mia, sonriendo:
       —Jof, tú con tus visiones y tus sueños.

Así concluye El séptimo sello, la subyugante película de Ingmar Bergman.

Memento mori. La muerte está presente en la vida de los hombres, que desde la antigüedad (Gilgamesh en busca de la inmortalidad) recuerdan y lamentan que han de morir. En la Baja Edad Media, quizás por el catastrófico siglo XIV con su encadenamiento de hambrunas, epidemias y guerras, se difunde una creación cultural llamada a perdurar con gran éxito durante muchos siglos, la Danza de la Muerte. La Muerte, representada por un esqueleto que lleva un reloj de arena (todas hieren, la última mata) o una guadaña, obliga a entrar en su danza a personajes de toda la escala social, por más que muchos de ellos se resistan. Esta creación tendrá múltiples manifestaciones: poéticas, pictóricas, musicales, teatrales…, las cuales gozarán de gran difusión gracias al desarrollo de novedosos sistemas de impresión.

En cualquier caso, como es natural, cada obra de este tipo obedecerá a los valores, a las preocupaciones y a los gustos de su época, lo que las hace tremendamente variadas. Es evidente que poco tienen que ver la muy influyente Danza macabra de los muros del Cementerio de los Santos Inocentes de París (destruida en 1669), con una finalidad exclusivamente religiosa y moralizante, en comparación con la divertida serie de grabados que pergeña hacia 1815 el genial Thomas Rowlandson; su tratamiento del tema es exclusivamente satírico… e indudablemente comercial.

Pues bien, el genial artista Hans Holbein el Joven (1497-1543) trazó con este tema una serie de dibujos para ser grabados en madera por Hans Lützelburger, de reconocida pericia. Sin embargo la muerte le sorprendió a este último pronto, en 1526, cuando llevaba talladas 41 planchas, y parece ser que le restaban aun otros diez dibujos de Holbein. Aunque se piensa que se realizaron y vendieron diversas impresiones posiblemente sueltas, el éxito de la serie llegó cuando dos avispados impresores de Lyon, los hermanos Trechsel, se hicieron con los bloques grabados por Lützelburger, y los publicaron en forma de libro con el título Les ſimulachres & historiees faces de la mort, autant elegammẽt pourtraictes, que artificiellement imaginées,

Aunque el volumen se compone de unos prolijos textos sobre la muerte, a cargo del humanista y poeta Jean de Vauzelles (1495-1563), el éxito de la obra se debió a las 41 composiciones de Holbein, xilografiadas por Lützelburger. Vauzelles se limitó a acompañar cada grabado por un cita bíblica en latín (muchas traídas por los pelos), y una sencilla cuarteta en francés sobre el protagonista de cada escena. En esta edición son los únicos textos que conservamos. El interés por la obra debió ser considerable. Así, en la edición de 1545 se añaden ocho nuevos grabados que según algunos corresponden a los originales de Holbein que Lützelburger no llegó a realizar. Y todavía se agregan dos más en 1562, con lo que se completarían las 51 composiciones que habría trazado Holbein.

En cualquier caso, el rápido deterioro de las planchas fue la causa de la muy diferente calidad en las sucesivas impresiones. Y también explica, dado el prestigio que conservaba la colección, la abundancia de imitaciones, remedos, y sobre todo desde el siglo XVII, copias realizadas con una técnica totalmente diferente, el aguafuerte, que da lugar a unos resultados que poco tiene que ver con los originales.

La colección de Holbein tiene, naturalmente, un enfoque ideológico determinado: es un hombre del Renacimiento y de la Reforma. Algunos personajes se resistente vivamente a ser arrebatados por la muerte, mientras que otros parecen aceptar el trance o simplemente no lo advierten. Algunos eclesiásticos son evidentemente criticados: el Papa, que es una de las tres escenas en las que junto a la Muerte aparecen demonios, o la Monja que dirige la mirada a su galán descuidando sus devociones. Las otras dos escenas en las que figuran también pequeños demonios son la del Regidor que no protege a los pobres como es su obligación, y la del jugador de cartas; pero esta última corresponde a las adiciones de 1545.

Para esta edición he escogido el ejemplar que perteneció al cardenal Mazarino, que fue cuidadosamente iluminado a mano en el siglo XVII. Actualmente pertenece a l’Institut de France. Es cierto que el color enmascara la limpieza de trazo de los grabados (la xilografía viene a ser al grabado como la línea clara al cómic), pero el resultado me ha parecido bastante interesante. A pesar de todo, y para compensar, he incluido en Apéndice una serie ejemplos de los grabados originales sin iluminar, tomados de la colección de The Cleveland Museum of Art.

martes, 21 de octubre de 2025

Augustin Cochin, Las sociedades de pensamiento y la democracia. Estudios sobre la Revolución Francesa

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Augustin Cochin (1876-1916) fue uno de tantos millones de víctimas de la Gran Guerra, la tragedia que de algún modo podemos considerar como el dantesco final de la etapa histórica inaugurada en cierto sentido por la Revolución Francesa. Y al estudio de esta última dedicó sus esfuerzos, aunque lo prematuro de su muerte hizo que sólo se centrase básicamente en el estudio de dos cuestiones: la campaña electoral de 1789 para elegir a los representantes en los Estados Generales, y el gobierno revolucionario de 1793. Realizó su tarea de un modo profundamente innovador que, naturalmente, no gozó de gran reconocimiento entre el establishment académico de su tiempo.

En primer lugar, fue uno de los introductores del método sociológico en la Historia. Se basa en Durkheim, aunque despojándolo de su determinismo. Da así un paso adelante desde la ya entonces ritualizada historia positivista, centrada en la escrupulosa recogida de datos, pero también dependiente del relato y del personaje. En segundo lugar, Cochin se sitúa outside de la canónica reverencia a la Revolución por parte del nacionalismo francés, lo cual le depara suspicacias varias y una injusta identificación con los Barruel y legitimistas partidarios del Antiguo Régimen, anhelantes por descubrir planes y conspiraciones tenebrosas de los revolucionarios (especulares, por cierto, de los que sus contrarios atribuyen a los tiránicos reyes, nobles y clérigos).

Pero lo que nuestro autor realmente pretende es la comprensión del fenómeno, los procedimientos colectivos mediante los que se actúa, la difusión y el conflicto social de las ideas y propósitos con los que buscan justificarse... Propondrá el concepto de la sociedad de pensamiento (o de la idea) para explicarlo, y comprender el discurrir de los acontecimientos. Y es que la tarea del historiador no es la del juez de instrucción o el moralista que absuelven o condenan, no es la del calificador de concurso que reparte premios y castigos. De algún modo Cochin se adelanta a la famosa invocación de Marc Bloch: «Robespierristas, antirrobespierristas, por piedad, decidnos simplemente quién fue Robespierre.»

La obra que comunicamos es póstuma; se publicó en 1921. Recoge ensayos, artículos, conferencias y un prólogo, varios inéditos, escritos entre 1904 y 1912. El conjunto es significativo: se ocupa en primer lugar de la emergencia y desarrollo de la nueva intelectualidad de los filósofos, es decir, de los ilustrados a los revolucionarios. En segundo lugar, de su actuación concreta en un momento clave: la elección de representantes para los Estados Generales de 1789; la estudia detenidamente en Bretaña y en Borgoña. Y por último, en el ensayo que titula La crisis de la historia revolucionaria, defiende la obra de Hippolyte Taine (1828-1893) del ataque que le dirigió el entonces santón reconocido de los historiadores de la Revolución: Alphonse Aulard (1849-1928).

François Furet estudió la figura de Cochin en un artículo luego incluido en Pensar la Revolución Francesa. Lo valora así: «Lo que la obra de Cochin tiene de extraordinario, y creo, de excepcional, es la coexistencia del tema de su estudio con el carácter teórico de su reflexión. Cochin no se interesa por el problema planteado por Tocqueville que es el del balance revolucionario a largo plazo; no ve en la Revolución un proceso de continuidad institucional, social y estatal entre el Antiguo Régimen y el nuevo; lo que desea entender, por el contrario, es la explosión del acontecimiento, la ruptura del entramado histórico, todo aquello que empuja hacia adelante durante seis o siete años, como un flujo irresistible, el movimiento revolucionario, su dinámica interior: lo que en el siglo XVIII podría haberse llamado su resorte. No es, pues, por casualidad si dedicó su vida de archivista a ofrecer y a publicar, como Aulard, materiales sobre el Comité de Salud Pública y sobre el jacobinismo. Cochin está interesado por el mismo problema que Aulard o Mathiez; al igual que ellos considera que el jacobinismo es el fenómeno central de la Revolución, pero él intenta conceptualizar su naturaleza en vez de ver simplemente en él la matriz de la defensa republicana

Y más adelante: «El jacobinismo no es, pues, para Cochin un complot, o la respuesta política a una coyuntura, o incluso una ideología: es un tipo de sociedad, cuyas tensiones y reglas es necesario descubrir para comprenderla, independientemente de las intenciones y de los discursos de los actores. En la historiografía de la época y directamente en la historiografía de la Revolución Francesa, esta manera de plantear el problema del jacobinismo es tan original que fue o incomprendida, o enterrada, o ambas cosas a la vez.» Y quizá podamos trasponer esa mirada perspicaz de Cochin a los políticos, intelectuales y activistas de aquel tiempo, que Furet analiza detenidamente, y aplicarla a los políticos, intelectuales y activistas de nuestro presente.

Comité revolucionario del año II, por Jean-Baptiste Huet


sábado, 11 de octubre de 2025

Manetón, Historia de Egipto (fragmentos)

Un neokoros del culto a Serapis (s. III de C.)

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«Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia.» ¿Recuerdan a Roy Batty? Esta es la maldición de la Historia: acontecimientos y personas que los llevaron a cabo, ideas y proyectos que les obsesionaron, monumentos y libros en que se solazaron, modas y aficiones que apasionaron a generaciones enteras… casi todo se ha ido por el desagüe del tiempo, y sólo conocemos la vaga espuma que lo sobrenada. Una espuma ciertamente ingente e inabarcable (como el universo, como el individuo), pero incompleta, fragmentaria y engañosa, fuente de las múltiples interpretaciones, polémicas y diatribas en que de siempre han divertido sus ocios los historiadores.

Pues bien, en esta entrega comunicamos una de estas lágrimas que no se confundieron en la lluvia, los fragmentos salvados de la obra que escribió en griego Manetón, sacerdote de Serapis en Heliópolis, en el siglo III a. de C., para informar de la historia de Egipto a las gentes cultivadas del recién estrenado y extenso mundo helenístico. Desde la sucesión de las dinastías y sus hechos principales, hasta el propio nombre helenizado de sus faraones, pasarán a ser de común conocimiento desde oriente a occidente. Algo semejante respecto a Babilonia realiza por entonces el caldeo Beroso, en una obra también perdida, que siglos después cierto falsario tentará su reelaboración.

Presentamos una traducción propia de la edición que en 1940 publicó William Gillan Waddell (1884-1945), que incluía, junto a los abundantes fragmentos conservados de la Historia de Egipto, los escasos de otras obras de Manetón: El Libro Sagrado, Epítome de las doctrinas físicas, Sobre el ritual y la religión antiguos..., así como de algunas falsamente atribuidas. Todas ellas en sus originales griego o latino y traducción inglesa. También incluyó abundantes notas y una interesante introducción, que incluimos oportunamente, y de la que extraemos a continuación algunos párrafos.

«Entre los egipcios que escribieron en griego, el sacerdote Manetón ocupa un lugar único debido a su época comparativamente temprana (siglo III a. de C.) y al interés de su temática: la historia y la religión del antiguo Egipto. Sus obras en su forma original poseerían la mayor importancia y valor para nosotros ahora, si pudiéramos recuperarlas; pero hasta el afortunado descubrimiento de un papiro, que transmita el auténtico Manetón, podemos conocer sus escritos sólo a partir de citas fragmentarias y a menudo distorsionadas preservadas principalmente por Josefo y por los cronógrafos cristianos, Africano y Eusebio, con pasajes aislados en Plutarco, Teófilo, Eliano, Porfirio, Diógenes Laercio, Teodoreto, Lido, Malalas, los Escolios de Platón y el Etymologicum Magnum.

»Al igual que Beroso, que es un poco anterior, Manetón da testimonio del crecimiento de una mentalidad internacional en la época alejandrina: cada uno de estos “bárbaros” escribió en griego un relato de su país natal; y es emocionante pensar en su esfuerzo por tender un puente sobre el abismo e instruir a todos los pueblos de habla griega (es decir, a todo el mundo civilizado de su tiempo) en la historia de Egipto y Caldea. Pero estos dos escritores son únicos: los griegos, de hecho, escribieron de vez en cuando sobre las maravillas de Egipto (obras que ya no existen), pero pasó mucho tiempo antes de que apareciera un sucesor egipcio de Manetón: Ptolomeo de Mendes, probablemente bajo Augusto.

»Los escritos de Manetón, sin embargo, continuaron siendo leídos con interés; y su Historia de Egipto fue utilizada con fines específicos, por ejemplo, por los judíos cuando entablaron una polémica contra los egipcios para demostrar su extrema antigüedad. Los escritos religiosos de Manetón nos son conocidos principalmente por referencias en el tratado de Plutarco Sobre Isis y Osiris.»

Fragmento del Mosaico del Nilo. Palestrina (Italia), siglo I a. de C.

miércoles, 1 de octubre de 2025

Horace Greeley, La Administración Lincoln y la Guerra Civil (1860-1865)

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Horace Greeley (1811-1872) fue un prestigioso periodista y editor, que participó activamente en la vida política y cultural norteamericana. Su periódico New York Tribune, el de mayor circulación en el país, influyó poderosamente en la actuación de los partidos Whig, primero, y Republicano más tarde. Ideológicamente se le puede considerar afecto a un liberalismo radical, promotor de las entonces consideradas medidas avanzadas: socialismo, feminismo, abolicionismo, vegetarianismo, templanza (lo que derivará en la ley seca)… Aunque opuesto al presidencialismo expansionista de Jackson, animó a la colonización del Oeste con el lema: «Go West, young man, and grow up with the country».

Durante la Guerra Civil apoyó a Lincoln, incitándole desde el principio a acabar definitivamente con la esclavitud. Sin embargo, tras la batalla de Gettysburg en julio de 1863 comenzaron a distanciarse Lincoln y Greeley. El editor participó en algunas bienintencionadas e infructuosas iniciativas para lograr la paz, dando lugar a cierta desconfianza por parte del primero. Al iniciarse la campaña para la reelección del presidente, Greeley no la apoyó demasiado calurosamente, aunque tuvo que reconsiderar su postura ante la ausencia de cualquier otro candidato republicano.

Tras el asesinato de Lincoln, Greeley se enfrentó cada vez más con sus sucesivos sucesores republicanos, Andrew Johnson y Ulysses Grant. Acusó de corrupción a la Administración Grant, y rechazó el mantenimiento de las medidas de reconstrucción, al considerar que sólo perseguían afirmar el dominio del poder ejecutivo sobre el legislativo y los Estados. Se opuso a la reelección de este último en 1872, y se presentó a las elecciones como candidato a la presidencia por parte del nuevo partido Liberal Republicano. Manifestó sus deseos de reconciliación tras la guerra y defendió el fin de la ocupación militar del Sur. Obtuvo un 43,8 por ciento del voto popular, pero tan sólo 66 de los 352 votos electorales. Falleció poco después, y el nuevo partido desapareció.

En agosto de 1863 O. D. Case & Company había encargado a Greeley la redacción de una historia de la guerra. Al año siguiente publicó el primer volumen de su monumental The American conflict: A History of the Great Rebellion in the United States of America, 1860-64: Its causes, incidents and results: Intended to exhibit especially its moral and political phases, with the drift and progress of American opinion respenting Human Slavery. From 1776 to the close of the War for the Union. El segundo apareció dos años después. Fue un rápido éxito, y hacia 1870 ya se habían vendido un total de 225.000 ejemplares.

Esta obra fue compendiada (o más bien extractada) y traducida en 1870 por Enrique Leopoldo de Verneuill, y agregada como libro octavo de la Historia de los Estados Unidos desde su primer período hasta la administración de Jacobo Buchanan, de Jesse Ames Spencer (1858). La obra había sido reimpresa numerosas veces en Estados Unidos, y ediciones posteriores habían agregado una continuación (libros octavo y noveno), a cargo del historiador Benson J. Lossing (1813-1891), pero el traductor español no dispuso de ella o la rechazó, y la sustituyó por la obra que nos ocupa.

domingo, 21 de septiembre de 2025

DeBow, Langdon, Van Dyke: Defensa de la esclavitud. Un panfleto antiabolicionista norteamericano de 1860

J. D. B. DeBow

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Alguien dijo que la guerra se hace con dinero, dinero y dinero. Pero también con propaganda. La guerra civil norteamericana no fue una excepción, y hoy traemos a Clásicos de Historia una buena muestra de ello, el panfleto sudista antiabolicionista cuyo título podríamos traducir libremente como Los habitantes del Sur que no poseen esclavos también tienen interés en el mantenimiento de la esclavitud. Se publicó a últimos de 1860 (si no se falseó la fecha) cuando ya se daba por descontado el inicio de la guerra. Claire Roth, en su To Rend the Union Into Fragments: The 1860 Association, Propaganda, and the Secession Crisis (2024) escribe:

«Para persuadir a otros estados esclavistas a separarse, los secesionistas de Carolina del Sur tuvieron que presentar la secesión como una respuesta moderada y racional al fanatismo del Norte. Debían mitigar la percepción de la secesión como extrema y radical, al tiempo que iniciaban un movimiento que sí que lo era (...) La secesión debía presentarse como el proyecto de líderes confiables y racionales que apelaban a la mayoría no radical del Sur blanco. Revisar la necesidad del movimiento secesionista de una fachada moderada abre la puerta a una clave olvidada para su éxito: la maquinaria propagandística con sede en Charleston, conocida como la Asociación 1860. Un grupo de esclavistas de élite se unió en el otoño de 1860 para formar la organización, y bajo la apariencia de moderación, sofisticación y civilidad, trabajó para lograr la secesión y la creación de una república esclavista mediante la orquestación y ejecución de una campaña de propaganda sostenida y cohesionada (...)

»La propaganda de la Asociación 1860 impulsó el éxito del movimiento secesionista, especialmente la ansiada unanimidad blanca de Carolina del Sur, al basarse en los principios de la ideología esclavista para afirmar la secesión como la única opción viable para los sureños blancos ante la percepción de una creciente agresión norteña. Estos propagandistas se dirigieron a plantadores, pequeños propietarios de esclavos y no propietarios de esclavos con una amplia gama de argumentos y lograron una amplia atención mediante la circulación de panfletos por todo el Sur y la cobertura secundaria en los periódicos locales. Esta propaganda presentó la secesión no solo como la única salida para el Sur, sino como una medida racional y defensiva.» Y más adelante:

«A lo largo de tres meses del otoño y principios del invierno de 1860, la Asociación 1860 publicó y distribuyó seis panfletos, reeditándolos a menudo en múltiples ediciones. Cientos de miles de ejemplares de estos panfletos salieron de las prensas de vapor de Evans & Cogswell. Sus títulos, como «Solo el Sur debería gobernar el Sur», «La ruina de la esclavitud en la Unión, su seguridad fuera de ella» y «El interés en la esclavitud del sureño no esclavista», ofrecen al lector una idea clara del mensaje que difundían los panfletos. «Solo el Sur», de John Townsend, probablemente fue el que tuvo mayor impacto en el movimiento secesionista, pero cada panfleto apeló con fuerza a un tema específico para un público específico, manteniendo la unidad de mensaje en las seis publicaciones.»

El quinto folleto es el que comunicamos en esta ocasión. Su autor principal fue James Dunwoody Brownson DeBow (1820-1867), nacido en Charleston aunque establecido en Nueva Orleans desde donde creó y dirigió diferentes periódicos y revistas; fue también director de la Oficina de Estadística de Luisiana y superintendente del Censo de los Estados Unidos durante la presidencia de Franklin Pierce (1853-1857), demócrata antiabolicionista. En este panfleto se centró en demostrar que los no propietarios de esclavos del Sur estaban también interesados en luchar contra la abolición, ya que aun los blancos más pobres tenían un reconocimiento social y un nivel económico manifiestamente superior a los de sus equivalentes del Norte, gracias a la existencia de la esclavitud. Se proponía así atraerlos a la causa de la secesión, con una mezcla de halagos, promesas de mejora y un racismo patente:

«El no propietario de esclavos del Sur conserva el estatus del blanco y no es considerado inferior ni dependiente. No afirma que la Declaración de Independencia, cuando dice que todos los hombres nacen libres e iguales, se refiere al negro por igual. No propone que el voto del negro libre tenga el mismo peso que el suyo en las urnas, ni que los niños pequeños de ambos colores se mezclen en las clases y los bancos de la escuela, ni se abracen amistosamente en sus juegos al aire libre. Nunca se le ocurre que un hombre blanco pueda degradarse tanto como para jactarse en una asamblea pública, como se hizo recientemente en Nueva York, de haberse acostado con una negra. Y su ira patriótica aplastaría de un golpe al negro libre que se atreviera, en su presencia, como se hace en los Estados libres, a calificar al padre de la patria de sinvergüenza

Pero el miedo tiene un gran valor propagandístico, y DeBow no rehúsa pulsar esa tecla: «Si se produce la emancipación, como sin duda ocurrirá a menos que se rechacen ahora las intrusiones de las mayorías fanáticas del Norte, la mayoría de los propietarios de esclavos escaparán de la degradante igualdad que resultará, mediante la emigración, para la cual tendrían los medios, al disponer de sus bienes personales; mientras que los no propietarios de esclavos, sin estos recursos, se verán obligados a quedarse y soportar su degradación. Esta es una consideración decisiva. En las comunidades del Norte, donde el negro libre es uno de cada cien de la población total, a menudo se le reconoce y se le considera como una plaga, y en muchos casos incluso su presencia está prohibida por ley. ¿Cuál sería el caso en muchos de nuestros estados, donde uno de cada dos habitantes es negro, o en muchas de nuestras comunidades, como por ejemplo las parroquias de los alrededores de Charleston y de Nueva Orleans, donde hay entre veinte y cien negros por cada habitante blanco? Por muy bajo que esta clase de gente al emanciparse se hundiera en la ociosidad, la superstición y el vicio, el hombre blanco obligado a vivir entre ellos, por el dominio que se ejercería sobre él, se hundiría aún más, a menos que como es de suponer prefiriera la muerte.»

Pero es que, además, la secesión del Sur resultaría altamente beneficiosa para todos sus habitantes, ya que sostiene que por entonces el Norte arrebataba al Sur más de doscientos millones de dólares anuales de sus beneficios, posibilitando la acumulación de capitales de los estados del Norte. En la nueva Confederación «nuestros derechos y posesiones estarían seguros, y la riqueza, retenida en casa, se podría utilizar para construir nuestras ciudades y pueblos, extender nuestros ferrocarriles y aumentar nuestros envíos, que ahora se ven recargados con tarifas u otros tributos involuntarios o voluntarios, a otros destinos; la opulencia se difundiría entre todas las clases y nos convertiríamos en la nación más libre, más feliz, más próspera y más poderosa de la tierra.»

Otra táctica propagandística clásica es hacer que tus contrarios te den la razón. Y DeBow lo lleva a cabo mediante la inclusión de dos textos de autores procedentes del Norte. El primero es un artículo publicado en el Boston Courier, firmado con el seudónimo Langdon, que justifica moral, jurídica y políticamente el derecho de los Estados a separarse de la Unión, basándose en el hecho que la soberanía permanece en el pueblo de cada uno de ellos, y del mismo modo que en su día decidieron federarse y ceder ciertas competencias al poder central, pueden de igual modo decidir la secesión.

Más curioso resulta el tercer texto incorporado al panfleto (posiblemente sin autorización de su autor). Henry Jackson Van Dyke (1822-1891), de Pensilvania, fue un afamado pastor presbiteriano y profesor de teología que por esas mismas fechas pronunció en Brooklyn un sermón en el que expuso su absoluto rechazo al abolicionismo, ya que apoyándose en la Biblia considera la esclavitud querida por Dios. Puesto que fue rápidamente difundido, resultó lógico que DeBow decidiera incluirlo en su panfleto. Ahora bien, antes era preciso podarlo de ciertas partes significativas. Por un lado, y en paralelo a sus dicterios de fanáticos calumniadores aplicados a los abolicionistas del Norte, afirma que también «los demagogos y los egoístas del Sur han sido violentos y abusivos, y que los periódicos que se declaran defensores de los intereses del Sur, con un espíritu que puede calificarse de poco menos que diabólico, han difundido cada escándalo de la forma más agravada e irritante.»

Pero es que, además, Van Dyke tenía la seguridad de que si el embate del abolicionismo persistía se iba a provocar la secesión del Sur, y eso es algo que rechazaba con rotundidad, pues consideraba que sólo sería el inicio de múltiples calamidades: «En semejante caos, no nos engañemos pensando que estaremos en completa paz y seguridad. La contienda en cuya peligrosa orilla parecemos estar no puede ser meramente geográfica, con todo el Norte por un lado y todo el Sur por el otro. Es un conflicto que extenderá el espíritu de la división en cada estado y en cada vecindario del país. Los oradores abolicionistas pueden hablar de lo que nosotros los del Norte haremos y no haremos, como si todo el pueblo se hubiera inclinado para adorar la imagen que ellos mismos han erigido. Pero otros hombres, además de ellos, reclamarán el derecho a hablar; será necesario preservar otros intereses, además de la causa sobre la que arrogantemente suponen que se asienta la victoria y que la sonrisa del cielo descansa.»

Naturalmente DeBow mantiene y celebra el discurso sobre la bondad de la esclavitud y la maldad del abolicionismo, y simplemente suprime los pasajes en los que Van Dyke critica a los habitantes del Sur y rechaza rotundamente la secesión. En esta edición hemos identificado y repuesto los párrafos suprimidos.

Una última reflexión. Resultan llamativas las coincidencias del argumentario al que se acudió en el panfleto para justificar la esclavitud y la secesión, con los que actualmente se usan para justificar otros pretendidos avances sociales del presente como el aborto (defensa de los derechos del propietario, y defensa de los derechos de la mujer, en oposición, negación o indiferencia ante los derechos del esclavo o los derechos del nasciturus). Lo mismo ocurre con la defensa de la secesión: los Estados de Norte nos roban, argumentaban los sudistas; España nos roba, argumentan los nacionalistas catalanes. Y aún más: se debe defender una imaginada idiosincrasia racial o nacional amenazada entonces en los Estados Unidos por negros, católicos y judíos; o en España ahora por emigrantes, forasteros e incluso turistas...

Eyre Crowe, Venta de esclavos en Charleston (1854)

jueves, 11 de septiembre de 2025

John L. O'Sullivan, El destino manifiesto (artículos)

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Paul Johnson, el autor del desmitificador Intelectuales, escribe en su historia de los Estados Unidos: «Hacia la década de 1830 la idea de que el destino de Norteamérica era absorber todo el oeste del continente, además de su centro, comenzaba a arraigar. Era un impulso nacionalista e ideológico, pero también religioso: la sensación de que Dios, la república y la democracia exigían de consuno que los norteamericanos se expandieran hacia el oeste, para colonizar y civilizar, para imponer los ideales republicanos y la democracia (...) El asunto fue debatido en el Congreso, sobre todo en la década de los estrepitosos cuarenta, como se los llamaría después, y que lo fueron, sin duda, por el estrépito con que los norteamericanos vociferaban su deseo de conquistar más tierras. Un congresista lo consignó en 1845 con estas palabras: “La Providencia concibió este continente como un vasto teatro en el que habría de poner en escena el gran experimento del Gobierno Republicano bajo los auspicios de la raza anglosajona.”

»El primero que usó la expresión “destino manifiesto” fue John L. O’Sullivan en la Democratic Review, en 1845, en un texto en el que se quejaba de las intervenciones extranjeras y de los intentos de “limitar nuestra grandeza e impedir la realización de nuestro destino manifiesto, que es el de ocupar en su plenitud el continente que la Providencia nos ha concedido para el libre desarrollo de nuestra descendencia, que año tras año se multiplica por millones.” (Y en otro periódico:) “...nosotros, el pueblo norteamericano, somos el pueblo más independiente, inteligente, moral y feliz sobre la faz de la tierra.” Este hecho, y la mayoría de los norteamericanos consideraban que era un hecho, proporcionaba la justificación ética que necesitaba el deseo de expandir la república que promovía semejante felicidad.»

John L. O’Sullivan (1813-1895) fue un influyente periodista y político demócrata, admirador del desaforado presidente Jackson. Fundó en 1837 The United States Magazine and Democratic Review y colaboró en otros muchos periódicos (siempre partidistas) como el Morning News de Nueva York. Acérrimo partidario del imperialismo norteamericano, para el que ideó su lema más difundido, apoyó todos los proyectos de expansión territorial: la anexión de Texas, la guerra con Méjico, la cuestión de Oregón (“¡de todo el Oregón, mal que les pese!”), las expediciones del general Narciso López con el objeto de incorporar Cuba a los estados del Sur... Estas últimas le depararon varios procesos por su violación del Acta de Neutralidad, sin consecuencia alguna. Al contrario, fue nombrado embajador en Portugal, cargo que ocupó entre 1854 y 1858. Durante la guerra civil tomó partido por la Confederación, de la que hizo propaganda activa desde Europa. No regresó a los Estados Unidos hasta 1879.

Presentamos cinco de los editoriales de su revista que, naturalmente, se publicaron sin firma entre 1837 y 1847: El principio democrático, La gran nación del futuro, Anexión, Engrandecimiento territorial, y La Guerra. En ellos encontraremos perfectamente formulados muchos de los fundamentos ideológicos del imperialismo norteamericano: un nacionalismo exacerbado y orgullosos, un radicalismo liberal que rechaza cualquier élite, una desconfianza arraigada respecto a las interferencias de los poderes federales en los distintos Estados, una templada defensa de la esclavitud, bien teñida de acérrimo racismo... Así, confía en que la población negra deje de ser necesaria en un futuro, y pueda ser expulsada hacia las Américas hispanas, ya que éstas son «de sangre mezclada y confusa, y libres de los prejuicios que entre nosotros prohíben rotundamente la mezcla social».

En su defensa del expansionismo, sin embargo, pide prudencia a las voces que tras la anexión de Texas, reclaman la de México y la del Canadá, e incluso la de Irlanda. Aunque sí defiende la incorporación del territorio hasta el Pacífico, es partidario de un dominio “blando” de los restantes países hispanos, basado en la economía y en los intereses comerciales. Tras la derrota de México asevera: «La raza mexicana ve ahora, en el destino de los aborígenes del norte, su inevitable destino. Deben fusionarse y desaparecer ante el vigor superior de la raza anglosajona, o perecer por completo. Podrán posponerlo por un tiempo, pero llegará el momento en que su nacionalidad acabe. Se puede observar que, mientras la raza anglosajona ha invadido la zona norte y la ha purgado de una vigorosa raza indígena, los españoles no han logrado ningún progreso considerable en el sur. La mejor estimación de la población de México es de 7 millones, de los cuales 4 millones y medio son indígenas de pura sangre y sólo 1 millón de europeos blancos y sus descendientes. A partir de estos datos, es evidente que el proceso, que se ha llevado a cabo en el norte, de expulsar a los indígenas o aniquilarlos como raza, aún no se ha llevado a cabo en el sur.»

Fue Julius W. Pratt el que determinó que fue O’Sullivan el acuñador original de la expresión “destino manifiesto”, en los editoriales que aquí presentamos. Lo hizo en 1927, en un artículo titulado The Origin of “Manifest Destiny” publicado en The American Historical Review; lo incluimos también en esta entrega.

 John Gast: American Progress (1872)