viernes, 17 de febrero de 2017

José Gutiérrez-Solana, La España negra

Autorretrato

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Un viejo conocido nuestro, don Jorgito el Inglés, ejemplarmente traducido por Azaña, nos deleitó con la descripción de una España que era, al mismo tiempo, la de su tiempo y la suya propia, fabricada desde el romanticismo, desde los prejuicios británicos, y sobre todo desde la misma emanación avasalladora de su personalidad. El gran pintor José Gutiérrez-Solana (1886-1945) publica en 1920 La España negra, en la que lleva a cabo un proceso comparable de construcción de la realidad. Tras una pesadilla en la que se ve a sí mismo cadáver, emprende un animado aunque deslavazado viaje que le conduce por Santander, las dos Castillas, Aragón y Zamora. Y en todas ellas contempla y describe una sociedad intemporal de máscaras y autómatas de mecanismos rotos. La crítica y condena es patente, los dicterios son gruesos y tajantes. Y sin embargo… cierta paradójica combinación de distanciamiento y ternurismo disfrazado, impide que la caractericemos de inmisericorde.

Camilo José Cela, en su discurso de recepción en la Real Academia Española (1957) lo expresó así: «Solana se fabricó, a su imagen y semejanza, un mundo en el que vivir, otro en el que agonizar y aún otro, trágico y burlón, en el que morir. Los personajes, los temas y los escenarios de Solana hacen eclosión, como la flor que se abre, en sus primeras páginas y ya no le abandonarán hasta su muerte. Sus chulos, sus criadas, sus mendigos, sus sacamuelas, sus charlatanes, sus boticarios, sus carreteros, sus pellejeros, sus modistillas, sus horteras, sus soldados, sus organilleros, sus criminales, sus cajistas, sus monstruos, sus enfermos, sus encuadernadores, sus verdugos —aquellos verdugos que, ¡vaya por Dios!, iban perdiendo la afición—, sus chalequeras, sus peinadoras, sus tullidos, sus traperos, sus curas, sus zapateros y sus cigarreras, toda la abigarrada fauna ibérica de la que quiso rodearse, formó, en apretadas filas, en compacto y bullidor batallón, tras Solana, que gozaba, como un niño que descubre y que se inventa el mundo, sabiéndose escoltado por tan fiel —y saltarín y entrañable— guiñol de cristobitas de carne y hueso.»

Y más adelante: «El mundo de Solana en este libro —no olvidemos su título— es aún más sombrío que en los anteriores y su musa parece como gozarse en bucear la España más amarga, más estática, más seca y monstruosa.» Y aún después: «Quisiéramos ahora añadir que este viejísimo mundo en que Solana se movía y hacía moverse a sus criaturas, fue, en él, un mundo inventado, un mundo creado y vuelto a crear, desde el principio al fin y una vez y otra, para su mejor y más emocionado reflejo: un mundo estrenado —en su tiempo— por él; un mundo de primera mano, no obstante su aspecto de trasnochado bazar de chamarilero o de abigarrado y sangrante escaparate de casquero. Pudiera decirse que la España de Solana —o, mejor, la sola España de Solana— no es España o, dejémoslo aún más claro, no es toda España. Probablemente, no se encontrarían razones lo bastante sólidas para contradecir o, al menos, desvirtuar tal aseveración. Y, sin embargo, tampoco podría negarse —quien este argumento esgrimiera— a admitir que la España de Solana sí fue, en su macabra violencia, en su doliente desnudez, un poco el alcaloide de la España eterna, de la España que duerme —a veces con hambre saltándole en la panza— con la cabeza debajo del ala sin plumas y, en la cabeza, las más estrafalarias y descomunales figuraciones.»

Y Gregorio Marañón, en su discurso de contestación aporta esta consideración: «¿Cuál era la limitación de Solana, la de sus libros como la de su pintura? Sin duda, su sinestrismo, o sea, la incapacidad de ver, en el panorama del mundo, todo aquello que no fuera infeliz, funesto o aciago. Este sinestrismo es distinto de lo que hoy se llama tremendismo. El sinestrismo es una actitud nativa, del espíritu y no de los ojos, no exenta de ternura, llena de profundidad filosófica, que si unas veces parece descarada, otras encubre una intención ascética. Mientras que el tremendismo es un gesto artificioso, superficial y casi siempre insincero, hecho de deliberada batahola para impresionar a los demás. No hay confusión posible. El sinestrismo es una noble actitud, que ya aparece en la Biblia, que tiene su gran esplendor, de verdadero espíritu de siglo, en la Edad Media, como apunta Cela, en relación con Solana, y que se extingue después, por lo menos como actividad colectiva, a medida que la humanidad progresa y se hace más fuerte y más alegre.»


El cartel del crimen (1920)

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