María Soledad Arredondo, en su Armas de papel. Quevedo y sus contemporáneos ante la guerra de Cataluña (1998), estudió y comparó varias obras publicadas como maniobra de propaganda, a raíz de la rebelión catalana de 1640, de las que ya hemos comunicado las especulares Proclamación católica de Gaspar Sala, y Aristarco de Francisco de Rioja. De todos ellos, escribe la autora citada, «La rebelión de Barcelona es el más conocido, tanto por la personalidad de su autor, como por sus características literarias (...) Por otra parte, la obra de Quevedo marca diferencias en cuanto a su gestación, porque se escribe desde la prisión de León, aunque el autor pretenda con ella situarse en el bando del régimen que lo ha encarcelado. La proximidad temporal de La rebelión de Barcelona con el Aristarco oficial, y con la Idea del principado del cronista real Pellicer, pone de relieve la singularidad del escrito quevediano, que sobresale aún más al compararlo con los de sus colegas: su obra pretende sumarse a la propaganda pro-castellana y pro-olivarista, pero desde fuera, porque Quevedo ya no forma parte del equipo bien entrenado por el valido en 1635. Por eso, frente a un Pellicer, con el que entonces coincidió y cuya respuesta cuenta con toda la documentación y las facilidades previsibles en su cargo, Quevedo ha de limitarse a glosar el Aristarco. Esta circunstancia puede explicar el tono estridente de su opúsculo, frente al persuasivo o argumentativo de los otros polemistas.»
Y más adelante: «Quevedo... se refiere al texto de Rioja al comienzo de La rebelión de Barcelona, y lo hace en términos más elogiosos aún que Pellicer. Lo alaba por su argumentación, por su erudición y por su estilo, y considera que la obra es definitiva para responder a los catalanes. No obstante, el texto proporciona a Quevedo la ocasión para participar en una polémica de la que estaba forzosamente apartado. Es muy probable que no conociera los textos más urgentes y locales que precedieron a la respuesta oficial, e, incluso, que las relaciones y noticias del curso de la guerra le llegaran con retraso; así que la difusión de una respuesta que bebía en las fuentes más próximas al poder le brindaba la oportunidad de manifestarse sin riesgos para su delicada situación personal. Como él mismo dice, nada tiene que añadir; su propósito es sólo acompañar al Aristarco, desde su relegada posición, para que los catalanes, que no obedecieron al docto, padezcan al ignorante. Puede que la captatio benevolentiae no sea, en este caso, falsa: Quevedo debía de ignorar detalles de la guerra, no poseía argumentos nuevos que aportar a la polémica y por eso ha de limitarse a infligir padecimientos a los catalanes, en un texto insultante, burlesco en ocasiones, cuyas precisiones proceden casi siempre del pasado, antes de su encarcelamiento en 1639: los hechos de armas de Leucate (1637) y Fuenterrabía (1638), la presión continuada de Francia, las desdichadas Cortes de 1626 en Barcelona o la anécdota del catalán Ferrer, cuya herejía (de 1624) extrapola en La rebelión de Barcelona a la totalidad de los catalanes.»
Y termina afirmando que «La rebelión de Barcelona es el más literario de los seis textos [estudiados], porque su autor no participa en la guerra ni desde el frente de batalla, ni desde la oficina de propaganda. Comparado con los textos contemporáneos ―memorial, tratado, diálogo o relación― el de Quevedo es la manipulación de un refrán; no suministra datos, sino que intensifica consignas para congraciarse con el poder, gracias a su pericia literaria. En conclusión, las armas de papel, que de poco sirvieron en una guerra larga y dolorosa, son, en cambio, muy elocuentes para descubrir matices personales de una ideología común. Con la perspectiva del tiempo, la belleza de las palabras y el ingenio de los autores que supieron domeñarlas representan la contribución de la literatura a la política de su época. En 1640 se aprecia el declive de una hegemonía española, que todavía contaba con brillantes autores para defenderla.»