viernes, 3 de abril de 2020

François Bernier, Nueva división de la Tierra por las diferentes especies o razas humanas que la habitan


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Es poco digno el concepto moderno de razas humanas, cuyo origen muchos tratadistas sitúan en la breve obra que comunicamos. Desde antiguo se había reconocido nuestra enorme diversidad, que causaba asombro en Plinio el Viejo: «Ver cuán diferentes son los razonamientos, el lenguaje y las palabras entre los hombres, de suerte que un forastero o extraño de una nación, al que es de ella le parece no ser hombre; y ver también, que supuesto que en nuestro rostro hay diez miembros, o pocos más, apenas se hallarán dos entre tantos millares de hombres, que el uno no se diferencie del otro; cosa que cuando quisiese hacerla un gran artífice, aun no podría en pocas figuras.» Esta enorme variedad es inclasificable, y por tanto prefiere adentrarse en una atractiva relación de seres prodigiosos: arismaspos, androginos, cinocéfalos, monoscelos, astomos… Múltiples viajeros posteriores visitarán, si no países remotos, estas páginas de la Historia Natural, como hizo siglos después nuestro improbable conocido, Juan de Mandeville.

Pero la antigüedad cristiana subrayó el origen común de la humanidad, hija de Adán y Eva. Y así Isidoro de Sevilla aborda el problema de forma distinta: «Gens es una muchedumbre de personas que tiene un mismo origen o que proceden de una nación distinta de acuerdo con su particular identificación como Grecia y Asia. De ahí su nombre de gentilidad.» Y a partir de los tres hijos de Noé y sus descendientes acabará por contar hasta setenta y dos o setenta y tres gentes diferentes, de las que emanan todos los pueblos existentes, que enumerará con morosidad en el libro IX de las Etimologías. Posteriormente, viajeros, comerciantes, piratas y conquistadores recorrieron mares y continentes y mantuvieron esa capacidad de asombro ante la inagotable variedad humana.

Pues bien, en un momento determinado François Bernier, del que ya hemos comunicado sus aventuras en la India del Gran Mogol, tiene la idea de racionalizar ―estamos en el siglo de Luis XIV― la frondosa maraña de grupos humanos, y dejarla reducida a cuatro únicas razas. Atiende a las características física, especialmente del rostro, y no a a sus capacidades y temperamentos, como se generalizará más adelante. Tampoco acuña todavía las que pronto serán denominaciones canónicas, pero de algún modo se encuentran implícitas la de blancos, negros y orientales. Añade un poco sorprendentemente una cuarta raza, la de los lapones, de la que asegura haber visto sólo dos individuos. Y tras valorar la existencia de una raza de aceitunados en América, generosamente la incluye en la nuestra.

Todo esto asemeja una mera ocurrencia, traída un tanto por los pelos, sin elaborar ni desarrollar, destinada a llenar unas pocas páginas en Le Journal des Sçavans del 24 de abril de 1684. Podría ser prueba de ello el hecho de que agota pronto su argumento, y en elegante quiebro pasa a tratar de la hermosura de las mujeres, partiendo del hecho de que «ciertamente, se encuentran bellas y feas en todas partes», y en todas las razas, como ejemplifica con la ajada galantería de la época. Parece, pues, un poco excesivo considerar este mero, vulgar, casi inane divertimento como punto de partida del racismo moderno, existente desde tiempo atrás en su vertiente práctica, pero que aun tardará en gozar de una construcción ideológica que lo justifique e impulse, como ocurrirá a partir de la sombría obra de Gobineau y su Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas.


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