Escribe José Luis Comellas en su El último fin de siglo. Gloria y crisis de occidente 1870-1914 (Barcelona 2000, pp. 57-58): «El mismo año en que Boucher de Perthes daba a conocer el resultado sobre sus investigaciones sobre restos prehistóricos, Charles Darwin, no sin vencer fuertes dudas y escrúpulos, publicaba El origen de las especies, uno de los libros que causaron más profunda sensación de todos los tiempos. El mismo día de su salida el libro se agotó, y conoció sólo en un año seis nuevas ediciones, pronto traducidas a todos los idiomas del mundo civilizado. Como escribe Papp, en toda la historia de la ciencia hay muy pocos investigadores (…) que lograsen una repercusión tan poderosa (…). Merced a su labor, llegó a su término en la segunda mitad del siglo pasado, para el mundo de las estructuras vivas, una profunda innovación de ideas semejante en sus alcances a la revolución copernicana que se produjo en el siglo XVI. En una encuesta realizada a fines del siglo XIX entre personas cultas sobre cuáles eran las diez obras más influyentes del siglo, El origen de las especies resultó ser la única que figuraba en todas las listas.»
»Charles Darwin era médico, miembro de una familia profundamente religiosa. Pronto se aficionó a la zoología y a la minerología; por tal afición más que por su profesión participó en la famosa expedición del Beagle, y frente a las costas americanas del Pacífico comenzó a intuir su teoría de la evolución de las especies, que tardó media vida en madurar. Darwin llegó a la conclusión de que unas especies animales pueden evolucionar hacia otras, porque los caracteres transmitidos de padres a hijos admiten una cierta holgura que no supone una reproducción exacta. Si esta holgura obra siempre ―por causas exógenas― en la misma dirección, una especie puede evolucionar hasta transformarse incluso en una especie distinta. Las tres leyes o fuerzas de la evolución son a) la adaptación al medio ―intuida ya por Lamarck―, que premia a los individuos mejor sobre los peor adaptados a las condiciones exteriores; b) la selección natural: los miembros más dotados tienden a dominar sobre los menos, y por eso a reproducirse más fácil o frecuentemente; c) la lucha por la existencia: los individuos más capacitados expulsan, suprimen o devoran a los menos capacitados.
»Darwin fue prudente. Dudó mucho antes de publicar su obra, y cuando lo hizo, destacó más la idea de progreso, es decir de mejora, la idea-clave de la época, sobre la propia teoría de la evolución como tal. Y dejó al margen al hombre, criatura excelsa, cuyo origen es difícil de explicar. Sólo al final de su vida, espoleado por sus propios partidarios y obligado a definirse contra su deseo, publicó su Descent of Man, en que admitía la posibilidad de que el hombre procediese por evolución de los simios, sin negar por eso su especial y hasta divina dignidad (…). Mucho más lejos llegaron sus discípulos, dispuestos a difundir el evolucionismo como arma arrojadiza, y a burlarse de los tradicionales. La teoría darwiniana tenía una faz optimista, acorde con la idea del progreso, de la mejora constante del universo entero y del hombre mismo hacia formas superiores; por otro lado resultaba humillante, y hería la dignidad humana en lo más sagrado, hasta hacer del hombre un simple descendiente del mono. El escándalo duró muchos años. El darwinismo acabó siendo un símbolo de una concepción progresista de la vida, del materialismo y de humillación para los tradicionales y conservadores. Resulta extraordinariamente revelador que Karl Marx y Friedrich Engels dedicaran el primer tomo de El Capital a Darwin, que nada tenía ciertamente, ni por temperamento ni por ideología, de marxista.»
El Beagle en el estrecho de Magallanes |
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