Y sin embargo resulta de subyugante lectura y contemplación. No tanto por la España parcial y selectiva que nos describe, sino como reflejo de la mentalidad de un amplio sector de la intelectualidad finisecular del XIX, y del modo sesgado de observar la realidad que les rodea. Naturalmente, todo viajero suele descubrir en sus viajes aquello que lleva consigo desde antes de partir. Verhaeren y Regoyos, por supuesto, encuentran (o más bien crean) la España negra que buscan como lógica consecuencia del magma de sus propias obsesiones simbolistas, modernistas, postimpresionistas, decadentistas del penúltimo cambio de siglo. Y en este sentido todo lo que amorosamente describen en textos y grabados: primitivismo, superstición, pobreza, barbarie, tristeza dominante, culto a la muerte…, se valora precisamente por lo que supone con su mera existencia, de rechazo, de denuncia de la sociedad burguesa decimonónica, de su satisfecha seguridad y confianza en sí misma, de su optimismo progresista, en suma de su enervante filisteísmo.
Ahora bien, si es cierto la sociedad española de la época era mucho más que la España negra, que España había logrado por fin una suficiente estabilidad y equilibrio que le permitía modernizarse considerablemente, también lo es que aquella se manifestaba en numerosos aspectos. Y se mantendrá latente, y persistirá, y en coincidencia con la general crisis europea, agudizará sus aristas más morbosas. Pocos años después otro artista, José Gutiérrez Solana (éste más inclinado hacia el expresionismo), recuperará el título para su libro La España negra. Y resulta tentador comparar el primer plano de la cabeza del caballo en el grabado de Regoyos titulado Víctimas de la fiesta, en esta obra, con la de su equivalente en el Guernica de Picasso… En 1936 la España negra, con su desprecio de la vida, prevalecerá en ambos bandos contendientes, y relegará durante bastante tiempo a las demás Españas posibles.
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