Toda fue el autor de una abundante obra, en español, en catalán y ocasionalmente en inglés. Quizás la más valiosa desde el punto de vista historiográfico fue su Bibliografía española de Cerdeña, premiada por la Biblioteca Nacional y publicada a expensas del Estado en 1890. Pero la obra que hemos escogido es su amena La vida en el Celeste Imperio, publicada en 1887, en la que recoge impresiones y valoraciones de su estancia en China. Naturalmente, contrasta gratamente con la de Castro y Duque, que presentábamos la pasada semana: la información es de primera mano, la contrasta con otras fuentes, y el observador es perspicaz. Y sin embargo, advertimos ciertas coincidencias fruto de la época y sus valores dominantes. Así, constatamos un “complejo de superioridad” manifiesto, que le lleva a juzgar olímpicamente, en ocasiones con cierto desprecio, aquello que describe: costumbres, conductas, realidades varias de los “indígenas” (como suele denominarlos). A veces, y visto desde nuestro presente, resulta chocante cuando se escandaliza con filisteísmo burgués de la época, de ciertos comportamientos que le resultan deleznables.
También es patente la naturalidad con que asume el imperialismo dominante, la guerra del opio, y la ausencia de crítica alguna hacia los tratados desiguales; al contrario, asume los privilegios que aquellos deparan a los europeos. Resulta llamativa la siguiente frase: «No hace muchos años, los cazadores extranjeros (en Shanghai) eran causa de serios conflictos en los campos chinos, singularmente si tenían la desgracia de haber muerto o herido involuntariamente a algún indígena.» ¡Caramba, sólo se conduele de la desgracia del homicida…! Es interesante observar cómo concluye la narración, que se encuentra en el capítulo XXVII. En el mismo sentido, repetidas veces insiste en la urgencia de que España incremente su presencia, su aprovechamiento económico y su peso político en Oriente, a partir de las posesiones de Filipinas. Y puesto que han fracasado o se han perdido las acciones llevadas a cabo en este sentido en Cantón, Borneo o Anam, acaricia la posibilidad de arrebatar a China la isla de Formosa, que sólo posee parcialmente desde el siglo XVII, y cuya población autóctona está emparentada con la de la isla de Luzón. No puede sospechar que apenas una década después, será Japón la potencia que se haga con ella.
Otros pasajes son de interés: la emigración china ―con ribetes de trata― hacia California, Australia y Cuba; el papel meramente instrumental para los intereses nacionales que concede a las abundantes misiones católicas españolas, etc. Pero concluyamos con un significativo lamento que se le escapa al autor: «Desde el primer día de nuestra llegada, empezamos a mirar hacia el porvenir más o menos próximo de la vuelta a Europa, y nos consolamos pensando que cada día transcurrido es uno menos en la cuenta que fija el plazo de la liberación, que liberación es el dejar tan ingratos países donde suele perderse con frecuencia la salud para el resto de la vida, y vuelto a la vida de la libertad, es la idea de regresar al seno de la madre patria.» El libro resulta iluminador de la actitud imperialista y de sus limitaciones; y la misma falta de empatía que manifiesta resulta relevante al manifestar los valores dominantes en la sociedad occidental de fines del siglo XIX. Dominantes, pero no únicos; y criticados desde diversas y opuestas ideologías en sus mismos países.
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