Escriben Martín de Riquer y José María Valverde en su clásica Historia de la literatura universal: «Escasas noticias se tienen de Tito Lucrecio Caro (c. 98-55 a. de J.C.), de quien testimonios tardíos bastante suspectos nos informan de que se suicidó y de que redactó su famoso poema en los intervalos de lucidez que presentaba su locura. De la naturaleza (De rerum natura) quedó a su muerte en estado inconcluso y falto de revisión, tarea a la que, según se cree, se entregó Cicerón. Se trata de una epopeya científica y filosófica escrita en verso hexámetro, en la cual Lucrecio, con un vigor y a veces una destemplanza impresionantes, desarrolla de un modo personal las ideas físicas, morales y religiosas de su maestro Epicuro, a favor de las cuales intenta un ferviente proselitismo. Lucrecio, que abomina del arte insubstancial y que no lleve en sí una intención superior al mero placer literario o a la pura experiencia intelectual, cree que la poesía es un agradable recurso engañador, un halago o cebo para atraer al lector a unas ideas de carácter científico y filosófico en las que cree ciegamente y que quiere imponer, aun en pugna contra el más común opinar de sus contemporáneos y en franca oposición a las creencias religiosas del vulgo, al que en el fondo desprecia.
»Su exaltado entusiasmo y la intensidad de su sentimiento hacen que lo que pudiera haber degenerado en una fría exposición filosófica se eleve a una brillante interpretación poética, llena de episodios vigorosos y que desborda incluso cuando desarrolla temas abstrusos y apunta genialmente en medio de disquisiciones prosaicas. Lucrecio ha dado a su libro este aliento poético con toda conciencia y con preocupación de escritor, a pesar de su creencia en el valor accidental de la poesía. Afirma en una ocasión: “No se me oculta cuán oscura es la materia; pero, con agudo tirso, una gran esperanza de gloria hirió mi corazón y, a la vez, le infundió un dulce amor a las Musas; instigado por él, con vívido pensamiento recorro ahora los descaminados parajes de las Piérides, de nadie antes hollados. Pláceme descubrir fuentes intactas y de ellas beber; pláceme coger flores recientes y tejer para mi sien una insigne guirnalda, como nunca las Musas ciñeron la frente de un hombre”. La poesía de Lucrecio, trasunto de un drama personal, es, en efecto, de visión límpida y da una extraordinaria vida a todo cuanto cae en sus manos y a cuanto fantasea su intensa imaginación. El estilo de Lucrecio es rudo y sus versos no son perfectos (sin duda por haber muerto el poeta antes de poder limar su obra); la austeridad se impone a la belleza formal y la concepción del arte, típicamente arcaizante, se vincula a la obra de Ennio.»
Presentamos la ya venerable traducción en endecasílabos blancos de José Marchena (1768-1821), obra de juventud, elogiada por Menéndez Pelayo, su primer editor. En su Historia de los heterodoxos españoles escribió: «No era Marchena bastante poeta para hacer una traducción clásica de Lucrecio, pero estaba identificado con su pensamiento; era apasionadísimo del autor y casi fanático de impiedad; y, traduciendo a su poeta, le da este fanatismo un calor insólito y una pompa y rotundidad que contrasta con la descolorida y lánguida elegancia de Marchetti y de Lagrange. Los buenos trozos de esta versión son muy superiores a todo lo que después hizo, si es que la vanidad de poseedor no me engaña.»
Recientemente se preguntaba el afamado traductor Jordi Fibla sobre esta versión: «¿Vale la pena leerla? Uno de los aspectos más interesantes del libro que sobre el abate publicó Menéndez Pelayo es la ecuanimidad con que señala los fallos y aciertos de la traducción. Sí, contiene errores que claman al cielo, pero también logros que rozan lo sublime. Marchena hace suya la filosofía epicúrea de Lucrecio, se mete en su piel, por así decirlo, y, en 1791, traduce De rerum natura en unos versos que se me antojan más modernos que buena parte de lo que se escribía bien entrado el siglo XIX.» Y concluye: «Para Menéndez Pelayo “traducir no es ceñirse a poner en una lengua los pensamientos o los afectos de un autor que los ha expresado en otra. Débense convertir también en la lengua en que se vierte el estilo, las figuras; débesele dar el claro oscuro del autor original”. Y también: “Añadiremos que ninguno es buen traductor sin ser excelente autor, y que todavía es dable ser escritor consumado y menos que mediano intérprete”. En definitiva, a la pregunta de si vale la pena leer la traducción del poema de Lucrecio que hizo José Marchena en su juventud, respondo que sí, y lo mismo digo de la obra que Menéndez Pelayo, en sus antípodas ideológicas, escribió sobre él.»
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