lunes, 11 de noviembre de 2024

Carlos Pereyra, Tejas: la primera desmembración de Méjico

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Los mexicas, mucho después llamados aztecas, derrotaron a otros pueblos en el Altiplano, crearon su poderoso estado y desarrollaron su espléndida civilización… y sus sacrificios humanos. Los españoles, con la ayuda de los pueblos sojuzgados por los anteriores, derrotaron a los mexica y establecieron la Nueva España, y crearon una nueva y espléndida civilización mestiza... con una ávida sed de oro y un coste incalculable para las sociedades anteriores. Los criollos, aprovechando las posibilidades que les deparaban las circunstancias políticas, expulsaron a los españoles y modelaron el nuevo Méjico independiente, con su personalidad propia… y con una persistente inestabilidad y luchas intestinas que frenaron su considerable desarrollo anterior. Y finalmente los norteamericanos se infiltraron abundantemente en el norte de Méjico, y tras breve guerra lo conquistaron e incorporaron a su país, a su cultura y a su idioma… ignorantes de los cambios que el futuro les depararía.

En Clásicos de Historia nos hemos ocupado ya de este último suceso: el francés Alexis de Tocqueville predijo los acontecimientos posteriores; el mejicano progresista Lorenzo Zavala se ocupó de la atracción de inmigrantes anglosajones para poblar Tejas, antes de tomar partido por la secesión; su rival político Lucas Alamán analizó la guerra desde el punto de vista conservador y unitarista; el neoyorquino Jesse Ames Spencer nos proporcionó en su Historia la visión canónica de la guerra, desde el punto de vista norteamericano, repleta de orgullo patrio y destino manifiesto; en cambio, su paisano William Jay condenará la conquista del territorio mejicano, y la considerará una mera argucia en pro de los intereses de los estados esclavistas...

A todo ello añadimos hoy la breve obra del hispanófilo mejicano Carlos Pereyra (1871-1942), enfocada a a la confrontación con el planteamiento y narración dominante sobre el conflicto, la de los Estados Unidos. «Mientras seamos incapaces de llevar a cada aldea una antorcha, como decía el gran romántico, la verdad histórica se quedará en los archivos y triunfarán las falsedades, porque los Estados Unidos tienen una fuerza que realiza prodigios: su oro, y otra fuerza de igual potencia: su hipocresía. Lo más odioso en ellos no es el poder militar. Y no es eso lo odioso, porque la violencia reviste siempre un aspecto de belleza heroica. Lo infame es la sonrisa fraternal que asoma a sus labios cuando han golpeado con la bota; la santurronería cuando roban; la expresión evangélica cuando corrompen. De ahí la necesidad de un libro, o más bien, de muchos libros, no de uno, que inviten al quitamiento de caretas y provoquen debates.»

Pereyra publica su estudio en 1917 y considera urgente su difusión: «Si se quiere comprender toda la importancia americana de la cuestión de Tejas, basta reflexionar un poco y ver que Tejas es sólo un episodio, y que Jackson, el héroe de la cuestión de Tejas, es sólo uno de tantos personajes que en una larga serie de acontecimientos y en una larga lista de hombres, realizan el destino manifiesto, es decir, un hecho que se está desarrollando a nuestra vista. Después de Tejas, vienen California y Nuevo Méjico; a continuación, Cuba y Puerto Rico; en tercer lugar, Panamá. Y Nicaragua no será la última. La acompaña Santo Domingo. Y otras repúblicas la seguirán. Hay tela para mucha historia.»

En su día comunicamos de este autor La obra de España en América.

Hermann Lungkwitz, San Antonio de Bexar, 1857

lunes, 28 de octubre de 2024

Lorenzo Zavala, Viaje a los Estados Unidos del Norte de América en 1830

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Frances Trollope, en su Costumbres familiares de los norteamericanos, nos proporcionó una visión eminentemente negativa y conservadora de los Estados Unidos. El mejicano Lorenzo Zavala (1788-1836) nos ofrece ahora la suya, laudatoria y progresista: «Al echar una ojeada rápida sobre esa nación gigantesca, que nació ayer y que hoy extiende sus brazos desde el Atlántico hasta el Pacífico y mar de la China, el observador queda absorto y naturalmente se hace la cuestión, de cuál será el término de su grandeza y prosperidad… A la vista de este fenómeno político, los hombres de estado de todos los países, los filósofos, los economistas se han detenido a contemplar la marcha rápida de este portentoso pueblo, y conviniendo unánimes en la nunca vista prosperidad de sus habitantes al lado de la sobriedad, del amor al trabajo, de la libertad más indefinida, de las virtudes domésticas, de una actividad creadora y de una religiosidad casi fanática, se han esforzado a explicar las causas de estos grandes resultados.»

Naturalmente, estas alabanzas generalizadas en ocasiones se interrumpen y el autor deplora momentáneamente ciertas lacras, como la esclavitud y la general proscripción social (es la expresión que emplea) de los africanos y sus descendientes, libres o esclavos «que la excluye de todos los derechos políticos, y aun del comercio común con los demás, viviendo en cierta manera como excomulgados.» Sin embargo, el radical Zavala parece proponer como solución, no la integración, que considera exigiría un proceso prolongado y conflictivo, sino la deportación de la población negra a África, a la que en realidad era una colonia norteamericana, Liberia.

Otros aspectos vidriosos, como el expansionismo territorial, son en cambio ensalzados por el autor. «Diez mil ciudadanos de los Estados Unidos se establecen anualmente en el territorio de la república mejicana, especialmente en los Estados de Chihuahua, Coahuila y Tejas, Tamaulipas, Nuevo-León, San Luis Potosí, Durango, Zacatecas, Sonora, Sinaloa y Territorios de Nuevo Méjico y Californias. Estos colonos y negociantes llevan con su industria los hábitos de libertad, de economía, de trabajo; sus costumbres austeras y religiosas, su independencia individual y su republicanismo. ¿Qué cambio no deberán hacer en la existencia moral y material de los antiguos habitantes estos huéspedes emprendedores?... La república mejicana vendrá pues dentro de algunos años a ser amoldada sobre un régimen combinado del sistema americano con las costumbres y tradiciones españolas.» Sin embargo, Zavala decidirá no aguardar: participará en la secesión de Tejas, donde poseía múltiples intereses, y aceptará el cargo de vicepresidente del gobierno promovido por Estados Unidos.

Lucas Alamán, que coincidió y se enfrentó repetidas veces con Zavala, lo retrata así en su monumental Historia de Méjico desde los primeros movimientos que prepararon su independencia en el año de 1808 hasta la época presente: «D. Lorenzo de Zavala, natural de Yucatán, por cuya provincia había sido diputado en las Cortes. Era Zavala hombre de obscuro origen y en sus principios se dedicó a la medicina: entregóse al mismo tiempo a la lectura de los filósofos del siglo pasado, estudio más a propósito para corromper el corazón que para ilustrar el espíritu, y esto le hizo aspirar a engrandecerse entrando en la carrera de las revoluciones, para lo que le abría camino el estado de cosas de España y el efecto que éste producía en América; sus primeros pasos no fueron sin embargo felices y fuese por algún conato sedicioso, o por facilidad en hablar y escribir, fue mandado preso por orden del capitán general de Yucatán al castillo de San Juan de Ulúa. Salió de éste para ser nombrado diputado, y en España se alistó entre los más exaltados, mas habiendo querido establecer en Madrid una nueva secta masónica, fue expelido de la que lo había admitido y su nombre se fijó en las columnas del templo. La revolución de Méjico presentó nuevo y más espacioso campo a su ambición, y sin esperar a que terminasen las Cortes sus sesiones extraordinarias, pasó a Francia con el fin de volver a su país. Para Zavala como para otros muchos, los empleos e influencia política a que aspiraba, no eran más que un escalón para llegar a la riqueza, considerando el poder tan sólo como instrumento de hacer dinero y no teniendo por reprobado ningún medio de adquirirlo.»

Y más adelante: «Las concesiones (de tierras en Tejas) se multiplicaron más allá de toda consideración de prudencia, y como los que las obtenían eran aventureros extranjeros o especuladores mejicanos que no tenían medios de hacerlas valer, las fueron enajenando a ciudadanos de los Estados Unidos, hasta establecerse en Nueva York un banco para la venta de tierras en Tejas, que era el punto que llamaba entonces la atención, en que tuvo no pequeña parte D. Lorenzo de Zavala, por las concesiones que se le habían hecho. Para evitar el mal que de aquí debía resultar, el gobierno en 1830, apenas establecida la administración del general Bustamante, considerando éste como el negocio más grave de la república, hizo uso de la facultad que le reservó la ley de colonización y prohibió que se avecindasen dentro de ciertos límites los nativos de la nación limítrofe... Las ventas de tierras cesaron por efecto de estas providencias, que fueron uno de los motivos de la revolución contra el gobierno de Bustamante en 1832, no disimulando Zavala su despecho y deseo de venganza contra los que le habían cerrado este camino de hacer fortuna… (Y) es bien sabido cómo los colonos intentaron hacerse independientes, haciendo causa común con ellos Zavala, quien infiel a su patria, murió entre los enemigos de ésta.»

La Casa Blanca en 1830

lunes, 14 de octubre de 2024

Frances Trollope, Costumbres familiares de los norteamericanos

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«Es imposible que una persona honrada no se exaspere al ver la diferencia enorme que separa la conducta y los principios de los norteamericanos. Ellos condenan los gobiernos de Europa, porque, según dicen, favorecen al poderoso y oprimen el débil. Contra esto oiréis declamar en el Congreso, gritar en las tabernas, argumentar en todos los salones, disparar sus burlas el teatro, y hasta lanzar desde el púlpito sus anatemas; escuchad, y observad después la conducta de los hombres que tanto declaman; los veréis levantando con una mano el gorro de la libertad y con otra azotando a sus esclavos; los veréis una hora explicando a su populacho los derechos imprescriptibles del hombre, y a continuación arrojando de su asilo a los hijos del suelo, a quien han jurado protección y amistad con tratados solemnes.»

La que escribe lo anterior es la británica Frances Trollope (1780-1863). Durante unos cuatro años de estancia con su familia en los Estados Unidos, sobre todo en Cincinnati, ha intentado emprender diversas actividades lucrativas, sin éxito. A su regreso a Inglaterra, en 1832, hace balance de su experiencia e inicia la que va a ser una abundante producción literaria. Su juicio es duro: «Sospecho que lo ya escrito probará hasta la evidencia que no me gusta la América… hablo de la población en general, tal cual se encuentra en la ciudad y en el campo, como se ve entre el rico y el pobre, en los estados donde hay esclavos y en los estados donde no los hay. De esa generalidad digo que no me gusta. No me gustan sus principios, no me gustan sus costumbres, no me gustan sus opiniones.»

Sin embargo, estas características tan extremadamente negativas que atribuye a los norteamericanos (mal educados, irrespetuosos, avariciosos...) constituyen en buena medida la visión estereotipada con la que los consideran las clases elevadas británicas: varones que fuman, escupen y cuyo único afán es enriquecerse; mujeres recluidas en casa y abducidas por fanatismos religiosos. Y al mismo tiempo, la autora no deja de ofenderse por la visión igualmente estereotipada, con la que los norteamericanos la perciben como inglesa. Se cumple en esta obra la que podríamos considerar la maldición de los libros de viajes: en buena medida el país imaginario que lleva el autor en su equipaje, las expectativas que le han llevado a emprender el viaje, se sobrepone e incluso sustituye al país real. Ya hemos incluido numerosos ejemplos en Clásicos de Historia

Trollope, sin embargo admira mucho de los Estados Unidos. Además de reconocer la abundancia de avances técnicos y mécanicos, el uso del vapor en la navegación fluvial, la general calidad de sus establecimientos hoteleros, el tono más civilizado de Nueva York, la autora se extasía con los variados paisajes naturales norteamericanos. Los valles fluviales, las montañas, la portentosa vegetación, y especialmente las cataratas de la región de los grandes lagos, le sobrecogen y son descritos de forma muy atractiva, con talante plenamente romántico. El resultado final de la obra puede considerarse contradictorio: Trollope se reconoce conservadora, y sin embargo deplora la esclavitud (aunque considera mejor el servicio doméstico esclavo al libre.) Defiende un mayor papel social de las mujeres (como el que ella lleva a cabo), y rechaza el mismo concepto de igualdad democrática que impregna con fuerza todo el país.

Domestic Manners of the Americans resultó un éxito editorial. Reimpreso y traducido a las principales lenguas con rapidez, fue objeto de considerable polémica. En los Estados Unidos se publicó, sin permiso de la autora, el mismo año de su salida a luz; aunque se edita fielmente el texto, se le antecede con un prólogo denigratorio, que hemos incluido como apéndice en esta edición digital. En la Europa sumida en los enfrentamientos entre liberales moderados y radicales, la obra fue mejor recibida por los primeros que por los segundos. Un ejemplo de ello lo tenemos en las notas del traductor español Juan Florán, emigrado muy joven con la caída del Trienio, a la sazón liberal exaltado (aunque más tarde se moderará considerablemente).

Cincinnati en 1840

lunes, 30 de septiembre de 2024

Jesse Ames Spencer, Historia de los Estados Unidos desde su primer período hasta la administración de Jacobo Buchanan

Desconocido.
Daguerrotipo norteamericano

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Tomo II |  PDF  |  EPUB  |  MOBI  | 

Jesse Ames Spencer (1816-1898) fue un clérigo episcopaliano natural de Nueva York, al que ciertos problemas de salud le apartaron todavía joven de un ejercicio convencional de su ministerio parroquial. Por ello, y tras un viaje por Europa, Egipto y Palestina (sobre el que publicó más tarde el correspondiente libro), se centró en tareas docentes y literarias en las que acabaría destacando. A lo largo de su vida publicó numerosas obras, sobre todo de temática clásica (editó numerosos textos), religiosa, e histórica. Sin embargo, le fue bastante difícil en un principio su dedicación en exclusiva a tareas intelectuales.

Gregory M. Pfitzer, en su Jesse Spencer as Historian, señala cómo «resultó complicado dar con un trabajo intelectual serio que le proporcionara un salario digno. En 1854 entró en un período que él mismo describe como días oscuros durante el cual se vio obligado a escribir anuncios para artículos tales como betún para el calzado, imperdibles o cerveza de jengibre. Aunque desanimado por este infra dignitate, dependía, no obstante, de su escasa remuneración. Y añadió: En aquella situación, me vi necesariamente obligado a dirigir mi atención hacia otros terrenos... Junto con varias ocupaciones literarias diversas, comencé, en 1854-1855, la preparación de una obra extensa y laboriosa, a saber, la Historia de los Estados Unidos, desde el período más antiguo hasta el presente, que se publicará por entregas, con finos grabados en acero…

»Spencer creía que los historiadores norteamericanos tenían la obligación de adoptar un enfoque activo hacia el pasado. Consideró que debía recordar a los lectores la responsabilidad que conllevaba vivir su destino como norteamericanos en la década de 1850. Creía que la Providencia había trazado un rumbo especial para los norteamericanos, pero disponer de dicho plan no significaba tenerlo seguro. Los norteamericanos no podían sencillamente quedarse sentados, pasivos, como si una ignotas fuerzas controlaran su futuro; debían actuar basándose en sus convicciones morales para que no se desviarse del camino correcto. Por tanto, los historiadores no sólo habían de preservar la memoria del pasado; tenían que utilizar el pasado para mover a los ciudadanos a actuar en el presente y en el futuro.»

Esta Historia de los Estados Unidos es, naturalmente, obra de su tiempo: se centra fundamentalmente en los asuntos políticos y bélicos, tanto en su pasado colonial como en su vida independiente. Abundan las referencias a leyes y reglamentos, a disputas jurídicas, a reivindicaciones y derechos, operaciones militares y matanzas varias. Sin embargo no faltan algunos interesantes episodios en los que se incrementa lo puramente narrativo. Por ejemplo, la historias de Pocahontas, las brujas de Salem, el complot negro de Nueva York…

El autor se limita a afirmar en el arranque de la obra que «el único gran objetivo que me he propuesto ha sido presentar una narración veraz, imparcial y accesible sobre el origen, crecimiento y progreso de esta poderosa República que ahora ya se extiende de océano a océano, y que avanza, año tras año, a pasos agigantados, hacia un mayor poder e influencia entre la familia de naciones.» Pero naturalmente, es una obra cumplida, inadvertidamente nacionalista, cuyo planteamiento deriva evidentemente del Destino manifiesto del pueblo norteamericano, que justifica tanto la expulsión de los habitantes que quieren seguir siendo súbditos del rey de Inglaterra, las matanzas y deportaciones de la población india, el sistema esclavista y la discriminación de la población libre de color, las enormes ganancias territoriales por acuerdos políticos que dejan de lado a sus habitantes (Luisiana, Oregón) o directamente por la fuerza (Florida, Tejas, Nuevo Méjico, California).

Publicada esta Historia con anterioridad al estallido de la guerra civil, recoge perfectamente el conflicto latente entre el Norte y el Sur, y no sólo a causa de la esclavitud. Lógicamente, las ediciones posteriores de esta obra la amplían con la presidencia de Abraham Lincoln, la guerra, la abolición de la esclavitud y la presidencia de Johson. En cambio, la traducción española de 1873 agrega un interesante texto del ilustre periodista y editor Horace Greeley, que dirigió el New York Tribune, y que publicó asimismo The American conflict: a history of the Great rebellion in the United States of America, en dos volúmenes. Esperamos incluirlo en algún momento en Clásicos de Historia.

lunes, 16 de septiembre de 2024

Benjamín Franklin, Esclavos y razas (Textos 1751-1790)

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Benjamín Franklin (1706-1790) fue uno de los más influyentes ilustrados de las trece colonias británicas de América, y luego de los Estados Unidos. En su día José Luis Comellas lo caracterizó como «científico, revolucionario y patriota norteamericano. Activo miembro de las logias masónicas, recibido triunfalmente en París poco antes de la Revolución, es uno de los símbolos de la llamada Revolución Atlántica, o vinculación existente entre los procesos de transición al Nuevo Régimen en América y Europa. Con su aire pueblerino y sus gustos sencillos, Franklin causó sensación en la Francia de fines del XVIII, y fue considerado como el prototipo del hombre natural roussoniano.»

A diferencia de otros famosos ilustrados, Franklin no se limitó al terreno intelectual: su vida presenta una poderosa vertiente práctica con la que toma parte activa de los acontecimientos, tanto en su faceta de exitoso editor y periodista, como mediante el desempeño de diversos cargos: concejal, juez de paz, miembro de la asamblea de Pensilvania, director de correos, representante de las colonias ante la corte de Londres a lo largo de veinte años, embajador en Francia tras la independencia durante casi diez años, gobernador de Pensilvania… Su fama internacional fue enorme, y se tradujeron a los principales idiomas europeos muchas de sus obras; pero en los Estados Unidos su reconocimiento público adquirió un nivel extraordinario, prácticamente al nivel de George Washington. Su firma aparece tanto en la Declaración de Independencia, en la Paz con Inglaterra y en la definitiva Constitución.

Pero en esta entrega de Clásicos de Historia nos limitaremos a recoger unos pocos pero representativos textos sobre la abolición de la esclavitud. Aunque Franklin fue propietario de esclavos a lo largo de su vida, y sus periódicos publicitaron anuncios de ventas de negros y avisos de fugas de esclavos, su actitud en este aspecto evolucionó progresivamente, y se interesó por iniciativas para la educación de los esclavos y de los negros libres, y por la mejora de sus condiciones. En sus últimos años se posicionó radicalmente en contra de la esclavitud y fue elegido presidente de la Pennsylvania Society for Promoting the Abolition of Slavery and for the Relief of Free Negroes Unlawfully Held in Bondage.

El primer texto que comunicamos es de 1751 y se titula Observaciones sobre el crecimiento de la humanidad y el poblamiento de los países. Tuvo una gran difusión y sus planteamientos influyeron en Adam Smith, en Malthus, y a través de éste en Darwin. Podemos observar la valoración negativa de la esclavitud pero principalmente por considerarla poco rentable, ya que comporta un coste superior al de los trabajadores libres. Y asimismo, se pueden observar en el documento las ideas de Franklin sobre las razas.

Otros textos posteriores hacen referencia a las tareas y manifiestos de la sociedad abolicionista antes mencionada. Resulta interesante el Proyecto para mejorar la condición de los negros libres, con admirables propósitos filantrópicos… pero con un talante que en el mejor de los casos podemos considerar paternalista.

El último artículo que publicó Franklin, a menos de un mes de su muerte resulta especialmente atractivo. Habiéndose presentado una petición en la Cámara de Representantes del Congreso en contra del tráfico de esclavos, intervinieron en los correspondientes debates diversos defensores de la esclavitud y de la trata. Franklin los parodia fingiendo el discurso de un gobernante argelino a favor de la piratería y la esclavitud ejercidas en perjuicio de los europeos, con los mismos argumentos con los que se justificaba en el Congreso la realizada contra la población africana.

Hemos incluido también unas Observaciones sobre los salvajes de la América del Norte, en las que se critica algunas de las condiciones a las que se somete a la población india.

Emblema de la Pennsylvania Society for Promoting the Abolition of Slavery, hacia 1789, con el llamativo lema "Trabaja y sé feliz".

lunes, 2 de septiembre de 2024

Alejandro Manzoni, Historia de la columna infame

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Friedrich Spee von Langenfeld (1591-1635), jesuita alemán, fue uno de los primeros intelectuales que condenaron la tortura en los procedimientos judiciales, en una época en que su uso era común en la mayor parte de Europa. En su Cautio criminalis circa processus contra sagas (1631) escribió el siguiente párrafo, luego muy difundido en los territorios hispánicos, gracias a su inclusión por Benito Jerónimo Feijoo en el tomo sexto de su Teatro crítico universal (1734):

«¿Para qué fatigarse en buscar con tanta solicitud a los hechiceros? Yo os mostraré dónde se encuentran. Prended a los capuchinos, a los jesuitas, a todos los religiosos; sometedlos a cuestión de tormento, y veréis cómo confiesan que han incurrido en el crimen de hechicería. Si algunos negaren, reiterad el tormento tres y cuatro veces, que al fin confesarán. Raedles el pelo, exorcitadlos, repetid la ordinaria cantinela de que el demonio los endurece; proceded siempre inflexibles sobre este supuesto y veréis cómo no queda uno solo que no se rinda. Hartos hechiceros tenéis ya; pero si queréis más, prended a los obispos, canónigos y doctores: con la misma diligencia lograréis que confiesen ser hechiceros; porque ¿cómo podría resistir la tortura esta gente delicada? Si todavía deseáis más, venid acá, yo os pondré a vosotros mismos en el tormento y confesaréis lo mismo que aquéllos. Atormentadme luego vosotros a mí, y no hay duda que resultaré también reo del mismo delito por confesión propia. De este modo todos somos hechiceros y magos.»

Aunque Spee se refiere a la inicua persecución contra la brujería que obsesionaba a buena parte de la Cristiandad desde hacía algo más de un siglo, su crítica era generalizable a otros muchos casos, ya que los tormentos eran usuales en muchos procedimientos judiciales. De todos modos, existía una considerable diferencia en su aplicación según países, jurisdicciones, costumbres legales, y las mismas circunstancias concretas en que se debían aplicar.

Por la misma época en que se publicaba la obra del jesuita alemán, el Milanesado estaba azotado por una gravísima epidemia de peste, con incontables muertes y la consiguiente alarma social. Para calmar la agitación, las autoridades se sintieron impelidas a descubrir y condenar unos supuestos responsables, acusados de provocar la peste mediante malignos ungüentos que, impregnando calles y casas, habrían extendido el contagio a toda la población. Sospechas y acusaciones sin fundamento llevarán ante la justicia a un cabeza de turco, uno de los muchos comisionados de sanidad reclutados con urgencia por la epidemia. Y el uso indiscriminado, e incluso ilegal, de la tortura en los consiguientes interrogatorios, en busca de cómplices, le hará implicar a más inocentes: un barbero como responsable de la fabricación de los untos, conocidos varios, hasta alcanzar a un capitán hijo del castellano de Milán…

Pues bien, Alejandro Manzoni que desarrolla parte de la trama de su famosa novela Los Novios durante la epidemia, preparó este ensayo histórico sobre dicho escandaloso proceso, que incorporará como apéndice a su novela a partir de la edición corregida de 1842. La titula La Columna Infame, en referencia a la que se erigió, para perpetua memoria, en el solar en el que se alzaba la casa del barbero citado, derruida por sentencia judicial. Una lápida recordaba los delitos y las atroces condenas impuestas a los acusados. El monumento fue eliminado en 1778.

Los vergonzosos métodos de indagación judicial que aquí se recogen no son, sin embargo, excepcionales en la historia. Hemos visto casos semejantes en Seis renegados ante la Inquisición, de Bartolomé y Lucile Bennassar, y en el Tratado sobre la tolerancia de Voltaire. Y podríamos señalar paralelos con los juicios de Salem (1692) o los del complot negro de Nueva York (1741), a los que tendremos que volver en alguna ocasión.

Grabado de la época

lunes, 19 de agosto de 2024

Alejandro Manzoni, Los novios. Historia milanesa del siglo XVII

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En sintonía con la anterior entrega, proseguimos en estos días veraniegos con otra novela romántica ambientada en unos dramáticos acontecimientos históricos. I promessi sposi (1827) es la obra cumbre de Alejandro Manzoni (1785-1873), y una de la más destacadas de la narrativa decimonónica en cualquier idioma.

La obra transcurre durante la guerra de los Treinta Años, en el Milanesado hispánico (del lago de Como a la capital), durante el problemático episodio de la sucesión del ducado de Monferrato, disputado por franceses, saboyanos y españoles. El argumento desarrolla las sucesivas adversidades que sufrirán los enamorados del título, malévolamente perseguidos y separados durante casi dos años. Manzoni incluye y hace participar de la acción a distintos personajes históricos, pero el verdadero protagonismo recae en las calamidades y acontecimientos de esa época. Hambre, guerra, peste y muerte —los cuatro jinetes del apocalipsis— intervienen sucesivamente en el devenir de la novela.

Marcelino Menéndez Pelayo (Estudios y discursos de crítica histórica y literaria) valoró así esta obra: «Universal aplauso ha valido a Manzoni su novela I Promessi Sposi, uno de los dos libros italianos más leídos en este siglo. A decir verdad, Manzoni, que era ante todo un lírico, no parecía nacido para el género de Walter Scott. La acción de I Promessi Sposi es un poco lánguida, y los personajes principales no interesan grandemente; pero si la obra no es un dechado de novela, como algunos (con error, a mi juicio) pretenden, es a lo menos un libro elocuente y conmovedor, de los que hablan al corazón y al entendimiento. Notaré, sobre todo, cuatro episodios, el de la monja de Monza, modelo de análisis psicológico, el de la conversión del Innominado, el del tumulto de Milán y el de la peste. En muy pocos libros de esta centuria pueden encontrarse páginas que se acerquen a las citadas.»

Las abundantes versiones al español enumeradas por el Diccionario Histórico de la Traducción en España nos hablan del éxito persistente de la obra: «El clérigo Félix Enciso Castrillón fue el primero en castellanizar la obra con el título Lorenzo, o Los prometidos esposos. Suceso de la historia de Milán del siglo XVII (Madrid, Cuesta, 1833), pero su total falta de respeto al original, parafraseado y censurado sistemáticamente, la despojan de valor; le siguió la versión mucho más fiel del liberal Juan Nicasio Gallego (Barcelona, Bergnes de las Casas, 1836-1837), realizada a instancias de Aribau, y cuya larga fortuna —debida a la agilidad y elegancia del estilo— se prolongó hasta todo el siglo XX, a menudo bajo forma de plagio (a este último tipo pertenece, entre otras, la firmada por Javier Olondriz en 1956, mientras que son meras reelaboraciones suyas las de Florencio S. Yarza y Javier Costa Clavell, respectivamente de 1931 y 1972).

»La primera traducción basada en el texto definitivo de 1840 fue la de José Alegret de Mesa (Los prometidos esposos), que incluyó también la Historia de la Columna Infame (Madrid, Cabello y Hermano, 1850), aunque, al igual que las anteriores, omitió la Introducción ideada por Manzoni para presentar la obra como reescritura personal de una crónica anónima. Su excesiva literalidad impidió que tuviera nuevas ediciones (salvo dos plagios aparecidos anónimamente en París, en 1852, y en Sevilla, en 1876), cosa distinta a lo ocurrido con otra versión, castiza y parafrástica, de Gabino Tejado, aparecida en 1859 (Los novios; Valencia, Imprenta Católica de Piles), y objeto de reediciones hasta los años 60 del siglo XX bajo el patrocinio de la Iglesia (Viada i Lluch refundió el texto para la editorial barcelonesa La Hormiga de Oro en 1933).

»En el año de la muerte del escritor, Manuel Aranda y Sanjuán tradujo nuevamente la novela, incluyendo por vez primera la Introducción y añadiendo grabados de diversos artistas (Los novios; Barcelona, La Ilustración, 1873-1874); sin embargo, pese a su pulcritud, nunca llegó a reimprimirse, y otro tanto ocurrió en el siglo XX con dos nuevas versiones ligadas a la letra original, la de Ramón Sangenís (Los novios; Barcelona, Fama, 1952) y la de Amando Lázaro Ros (Los novios; Madrid, Aguilar, 1961; editorial que había venido reimprimiendo la versión de Gallego).

»Las primeras décadas del siglo XX, en cambio, habían visto aparecer la única y excelente traducción catalana de la obra debida a Maria Antònia Salvà (Els promesos. Història milanesa del segle XVII; Barcelona, Editorial Catalana, 1923-1924, revisada por Francesc Vallverdú en 1981), mientras que las últimas aportaron dos nuevas traducciones en castellano atentas al estilo y al ritmo de la prosa original, la de Esther Benítez (Madrid, Alfaguara, 1978) y la de Nieves Muñiz (Madrid, Cátedra, 1985), ésta acompañada por amplio estudio introductorio y aparato de notas. A ellas se ha sumado en 1996 la versión gallega de Xavier Rodríguez Baixeras (Vigo, Galaxia), mientras que falta aún una traducción al euskera.»

Hemos escogido la traducción de Juan Nicasio Gallego (1777-1853), de 1836, aunque hemos utilizado su reedición en la benemérita Biblioteca Clásica (1880). Esta versión de Gallego se realizó por iniciativa de Buenaventura Carlos Aribau (1798-1862), admirador de Los novios desde años atrás, como se observa en el arranque de su más conocida obra, la Oda a la patria (1833): «A Déu siau, turóns, per sempre á Déu siau; / O serras desiguals, que allí en la patria mia...», evidentemente inspirado en la sentida despedida cuando los protagonistas se ven obligados a abandonar su pueblo natal, en el capítulo VIII de la novela.

Ercole Calvi, Familia de pescadores de Lecco, en el lago de Como