lunes, 1 de septiembre de 2025

Pedro Sarmiento de Gamboa, Historia de los Incas

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Soldado desde joven, Pedro Sarmiento de Gamboa (1532-1592) se estableció en las Indias en 1555, brevemente en México y definitivamente en el Perú. Desarrolló una importante carrera como marino, descubridor, geógrafo, cosmógrafo, escritor abundante, e incluso tuvo sus puntas de nigromante, lo que le deparó de joven algunos breves conflictos con la Inquisición. Entre los cargos que desempeñó estuvo el de Cosmógrafo general del Perú, el de Gobernador y Capitán general del Estrecho (de Magallanes), y el de Almirante de la Flota de Indias, poco antes de su muerte.

Tomó parte o dirigió importantes expediciones: descubrimiento de las islas Salomón y Vanuatu en Oceanía (1567-1569), la detallada exploración y estudio de todo el Perú dirigida por el virrey Francisco Álvarez de Toledo (1570-1575), la persecución del corsario inglés Francis Drake (1577), y las destinadas a la ocupación y control de la América austral (1579-1586), de luctuoso final, con episodios como el del Puerto del Hambre, y su propio apresamiento por Walter Raleigh cuando regresaba a España (1586). Liberado por los ingleses, fue capturado por los hugonotes franceses que lo mantuvieron en prisión hasta ser rescatado por Felipe II en 1589.

Como otros de los pioneros descubridores de América, Sarmiento de Gamboa fue un abundante escritor, en muchas ocasiones con fines meramente prácticos: relaciones de sus expediciones, memoriales, cartas, etc. Entre las conservadas destaca la Relación i derrotero del viage i descubrimiento del estrecho de la Madre de Dios, antes llamado de Magallanes, y la Segunda Parte de la Historia General llamada Yndica, la cual por mandado del Excmo. Sr. Don Francisco de Toledo virrey gobernador y capitán general de los reinos del Perú, y mayordomo de la Casa Real de Castilla compuso el capitán Pedro Sarmiento de Gamboa, que hoy comunicamos.

Llevó a cabo esta última con el objetivo de justificar plenamente desde la ética y el derecho de gentes la conquista española, al quedar demostrado (en su opinión y en la del virrey) la injusticia de las conquistas y gobernación de los incas sobre todo el Perú, además de la tiranía y falta de derechos de su último soberano Atahualpa, que ocupó el trono en medio de una cruenta guerra civil. Naturalmente, el resultado venía implícito en el propósito, y Sarmiento muestra una muy limitada simpatía por los incas, a diferencia, por ejemplo de Bernardino de Sahagún respecto a los pueblos de la Nueva España. Pero su método de trabajo fue similar, como indica el propio Sarmiento, con entrevistas a un gran número de informantes:

«Y así examinando de toda condición de estados de los más prudentes y ancianos, de quien se tiene más crédito, saqué y recopilé la presente historia, refiriendo las declaraciones y dichos de unos a sus enemigos, digo del bando contrario, porque se acaudillan por bandos, y pidiendo a cada uno memorial por sí de su linaje y del de su contrario. Y estos memoriales, que todos están en mi poder, refiriéndolos y corrigiéndolos con sus contrarios y últimamente ratificándolos en presencia de todos los bandos en público, con juramento por autoridad de juez, y con lenguas expertas generales, y muy curiosos y fieles intérpretes, también juramentados, se ha afinado lo que aquí va escrito.»

Pero esta obra formaba parte de un plan mucho más ambicioso, dividido en tres partes según Sarmiento, o en cuatro según explica su patrocinador y mandante, el virrey Francisco Álvarez de Toledo en carta a Felipe II, de la que entresacamos lo siguiente:

La primera parte consistiría en «la descripción y sitio de lo que es y está entre estos dos mares del Sur y del Norte, desde el Estrecho de Magallanes hasta el Nombre de Dios por entrambas costas con autoridad de testigos que lo han navegado, y dispuesto ante Juez, y asimismo la descripción de la tierra por provincias distintas que hay en medio... La segunda parte es del estado que tenía esta tierra, ritos, idolatrías y gobierno antes que fuese tiranizada de los doce incas... La otra parte es de la tiranía y gobierno y conquista que tuvieron doce Incas en ochocientos años que duró su poder y sucesión... La cuarta parte es la descripción e historias de los españoles, y la más falta de verdades en lo que estaba escrito y más dificultosa de sacarla en limpio, y que podía ser de más utilidad.»

La segunda parte (muy breve) y la tercera constituyen la obra que presentamos. En 1572 ya estaba lista y se realizó una elegante copia manuscrita que fue remitida al rey, y que por avatares de la historia acabó en la Biblioteca universitaria de Göttingen, en la Baja Sajonia. Allí pasó desapercibida hasta su hallazgo en 1893, al catalogarse los manuscritos de la universidad. El doctor R. Pietschmann la editó en 1906. En su prólogo elogia la preocupación de Sarmiento por documentarse a fondo, y concluye: «Debemos reconocer, si queremos ser justos, que antes de Sarmiento no describió nadie el nacimiento de los Incas y la formación de su imperio de manera más sintética y clara, ni con mayor espíritu crítico.»

Incluimos en esta edición digital las Notas que incluyó en su temprana (1907) traducción al inglés el profesor Clements Markham, bastante crítico con Sarmiento. El historiador argentino Roberto Levillier atribuye esta actitud a «la excesiva fe de Markham en la imagen idealizada que del imperio incaico trazó Garcilaso, tan diversa en mil aspectos de la que emana de los demás cronistas, de las Informaciones y de la Historia Índica; y procede también de su insuficiencia, documental pues creía conocer las Informaciones, y sólo había leído fragmentos insignificantes.»

Felipe Guaman Poma de Ayala, Nueva Crónica y buen Gobierno

jueves, 21 de agosto de 2025

Francis Yeats-Brown, La jungla europea

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La primera guerra mundial fue el final de una época; pero también su lógica (aunque no necesaria) consecuencia. La amalgama de liberalismo, capitalismo, imperialismo y positivismo secularizador fraguó y cristalizó en unos nacionalismos exacerbados más o menos racistas y eugenistas. La Gran Guerra fue la culminación, el enfrentamiento aparentemente definitivo en pos de la supremacía, entre unas naciones ricas, orgullosas de sus logros y convencidas todas ellas de su propia superioridad. Las consecuencias fueron atroces; la destrucción humana, material y moral tuvo tales dimensiones, que no hubo en realidad vencedores, sino grados diversos de vencidos.

La misma civilización europea, sin renunciar en absoluto a sus notas características derivadas de la modernidad, se encontró ante la necesidad de transmutarse, dotándose de nuevos paradigmas que proporcionaran nuevas explicaciones totales de la realidad, y que propusieran, como certezas absolutas, proyectos políticos rigurosos para resolver de forma definitiva las lacras y conflictos de las sociedades mediante su movilización permanente. Nacieron así los primeros totalitarismos: el comunismo, el fascismo, el nazismo... Y así al nacionalismo se le unió la ideología como origen de conflictos, lo que los hizo más complejos: la lealtad nacional convivió (muchas veces con dificultad) con la lealtad ideológica.

El periodo de entreguerras fue el caldo de cultivo perfecto en el que se incubó todo lo anterior. El desprestigio total de lo viejo, la persecución de soluciones revolucionarias, la asunción de la violencia como medio necesario para alcanzar ese nuevo mundo perfecto que se propone, trazaron un camino patente, al mismo tiempo temido y deseado, hacia la catástrofe, la reanudación de la guerra interrumpida con el armisticio de 1918. Tras el inicio de la gran depresión, durante los años treinta, la angustia o esperanza por lo que se ve venir crece de manera definitiva. En Clásicos de Historia incluimos en su día a tres españoles que nos transmitieron su personal mirada y reflexión sobre esta conflictiva Europa: el periodista Manuel Chaves Nogales, el catalanista Francisco Cambó, y el comunista Andrés Nin.

A ellos se les une ahora Francis Yeats-Brown (1886-1944), que podemos considerar un acabado ejemplo de las contradicciones de su tiempo: firmemente británico pero cosmopolita (nació en Italia, hijo de un cónsul inglés); militar, periodista y escritor; racista y eugenista (como los tradicionales radicales de izquierda) pero conservador que flirtea con el fascismo y el nazismo, los admira y recomienda... mientras no supongan un perjuicio para Gran Bretaña; deplora el maltrato a los judíos, pero acepta buena parte de la propaganda antijudía; en fin, profundamente atraído por la filosofía y tradiciones orientales, pero acérrimo defensor del Imperio Británico (y no deja de advertir alguna contradicción al respecto: «somos hipócritas en este asunto: excluimos a los indios de nuestros clubes, mientras esperamos que glorifiquen nuestro Imperio.»)

En La jungla europea, publicada en 1939, podremos observar cómo el mundo —y las mismas personas, como el autor— se sumieron en una confusión general en la que los valores, creencias y lealtades se trocaban con gran velocidad. La visión simplista, de buenos y malos perfectamente separados, que ha acabado haciéndose dominante, especialmente en los mass media y entre políticos y profesores, tiene poco que ver con lo que nos transmiten los documentos de la época, incluso cuando obedecían a estrictas intenciones de agit-prop. Es lo que tienen las llamadas memorias histórica o democrática, es decir, la manipulación del pasado para dominar el presente.

* * *

Aunque fue un abundante escritor, la fama de Yeats-Brown se asentó sobre todo en su libro The Lives of a Bengal Lancer (1930), en el que narra su vida, con poco más de veinte años, en el 17.° Regimiento de Lanceros Bengalíes en la Frontera Noroeste de la India Británica, en los años anteriores a la Gran Guerra. El libro fue un auténtico best seller, lo que propició su conversión en una película de aventuras, con el mismo título (En España, Tres lanceros bengalíes), dirigida por Henry Hathaway y protagonizada por Gary Cooper. Aunque fue nominada en 1935 a siete premios Óscar, sólo ganó uno, el de Asistente de dirección. Yeats-Brown siempre deploró las considerables libertades que se habían tomado con su obra.

En una reseña periodística de la biografía que publicó su primo John Evelyn Wrench en 1948, cuatro años después de su muerte, se sintetizaba así la vida de nuestro autor:

«Para el mundo en general, Francis Yeats-Brown es probablemente más recordado como el autor de Bengal Lancer, pero como soldado, aviador, periodista, autor y estudioso de la vida y el pensamiento orientales, fue un hombre de amplios intereses y profundo conocimiento, y un colaborador original en muchos campos. En este estudio sobre él realizado por su primo, Sir Evelyn Wrench, se le ve como cadete en Sandhurst y luego como joven subalterno en la India, sensiblemente consciente de los peculiares problemas que planteaba ese gran país, problemas tanto materiales como espirituales, a cuya consideración aún dedicaba su mente al final de su vida. Tras ser transferido al Real Cuerpo Aéreo en los primeros años de la Primera Guerra Mundial, fue capturado por los turcos y sufrió muchas privaciones antes de regresar finalmente a Inglaterra en 1918.

»Tras un período adicional de servicio en la India, se dedicó a la escritura y al periodismo, convirtiéndose en colaborador habitual del Spectator y, ocasionalmente, de otras publicaciones sobre diversos temas. También comenzó a escribir libros, y Sir Evelyn Wrench, con la ayuda de sus cartas y notas, ofrece un fascinante relato del trabajo que produjo Bengal Lancer, además de describir su amistad con Lawrence de Arabia, Henry Williamson y otras figuras literarias de la época. La agitación internacional de los años treinta lo llevó a centrarse en el problema de asegurar la paz, pero cuando llegó la guerra, regresó a la India para escribir Martial India, un relato de la contribución del Dominio a la lucha. Poco después de regresar a Inglaterra, falleció en 1944, tras una vida cuyo colorido y diversidad no lograron ocultar a sus familiares y amigos la búsqueda fundamental de la realidad que subyacía en todas sus actividades.»

* * *

Emery Kelen (1896-1978) y Alois Derso (1888-1964) fueron dos dibujantes húngaros de origen judío que trabajaron juntos desde 1922. Antes de establecerse en Estados Unidos, colaboraron desde Ginebra con la revista norteamericana Ken, de la que efectuamos en su día una selección de sus ilustraciones, que titulamos Antes de la catástrofe. Caricaturas políticas en la revista Ken. 1938-1939. Los dos ejemplos que reproducimos aquí, publicados en marzo y junio de 1938, pueden servir de óptima ilustración de La jungla europea. Muestran el contraste y la tensión entre una cierta visión idílica y la dura situación real de Europa, que muchas veces aparece en las páginas de Yeats-Brown.

NUEVA LILIPUT.
Halifax dice a Chamberlain:
«No le tengas miedo, lo conozco muy bien… ¡Es vegetariano!»

LA DECADENCIA DE OCCIDENTE
Halifax refiriéndose a Chamberlain:
«No disparen al pianista. Lo hace lo mejor que puede.»

lunes, 11 de agosto de 2025

E. A. Wallis Budge, La literatura de los antiguos egipcios

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El autor de esta entrega fue uno de los numerosos egiptólogos europeos que a lo largo del siglo XIX lograron una extensa información directa de la antigua civilización egipcia, más allá de la información conservada en las fuentes clásicas y bíblicas. Resulta sorprendente la rápida acumulación de conocimientos de todo tipo que se consiguió a partir de los estudios de Champollion, a principios de ese siglo. Quizás debamos atribuirlo a que el interés por las culturas del Próximo Oriente estuvo acompañado estrechamente por el imperialismo occidental, que facilitó los recursos necesarios para la investigación arqueológica in situ... y para el saqueo generalizado de un patrimonio desconocido o poco valorado en sus países de origen.

E. A. Wallis Budge (1857-1934) desarrolló una exitosa carrera en el afamado Departamento de Antigüedades Egipcias y Asirias del Museo Británico, para el que realizó numerosas misiones para la adquisición de antigüedades en Mesopotamia, y sobre todo en Egipto. Entre ellas destaca el fabuloso Papiro de Ani, del siglo XIII a. de C., uno de los mejores ejemplos de Libro de los Muertos. También logró adquirir para el Museo casi un centenar de las tablillas que contienen las conocidas como Cartas de Amarna, del siglo XIV a. de C., que recogen la correspondencia diplomática de Egipto con los países vecino de Oriente, en tiempos de Akenatón.

Budge fue también un prolífico escritor, autor de más de cien obras. Junto a los libros y artículos estrictamente académicos y científicos, otros tuvieron un propósito de alta divulgación. La popularidad que adquirieron estas viejas culturas antiguas en su tiempo (y no digamos desde el descubrimiento de la tumba de Tutankamón) le aseguraban un abundante público lector de cierta cultura.

La obra que presentamos pertenece a este grupo. Naturalmente la egiptología ha avanzado considerablemente desde sus tiempos, y además, como es lógico, Budge es hijo de su época. Encontraremos numerosos resabios victorianos, prejuicios muy de la época, algunos deudores de los afanes difusionistas de Petrie y Ellioth Smith, otros de Frazer y su Rama Dorada, como el que la magia fue predecesora de la religión. Posiblemente sus traducciones han quedado un tanto anticuadas hoy en día...

Y sin embargo La literatura de los antiguos egipcios, publicada en 1914, sigue siendo una obra interesante y atractiva para acercarnos a la cultura inmaterial egipcia: lo que pensaban, lo que creían, lo que valoraban, lo que querían. De manera ordenada, se ocupa de los textos de las Pirámides, historias de magos, el Libro de los Muertos, la historia egipcia de la creación, leyendas sobre los dioses, literatura histórica, autobiografías, cuentos de viajes y aventuras, cuentos de hadas, himnos a los dioses, literatura moral y filosófica, composiciones poéticas... Y todo ello empedrado con numerosos textos originales.

viernes, 1 de agosto de 2025

Joaquín Costa, Reconstitución y europeización de España. Programa para un partido nacional

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En una muy difundida historia de la España contemporánea publicada inicialmente en 1966, y que tras sucesivas ampliaciones acabará llamándose España 1808-2008, el británico Raymond Carr presentaba así el fenómeno del regeneracionismo:

«Al igual que la guerra de Crimea en Rusia, la humillación de la derrota en 1898 obligó a los españoles a un examen de conciencia. ¿Podía explicarse la catástrofe en términos de un pecado original patrio que corrompía las instituciones importadas de afuera o, acaso, según sostuvieron los defensores de la Leyenda Negra, había sido España excluida de aquellas corrientes de progreso que condujeron a otras naciones hacia la prosperidad y el poder? Ello originó un debate acerca del problema de ser español, que ha llegado hasta nuestros días y que cambió el lenguaje de la vida política (...)

»Al principiar el siglo, la regeneración era un tema acerca del que todos escribían ensayos, desde el cardenal-arzobispo de Valladolid hasta Blasco Ibáñez, el novelista republicano; desde profesores hasta poetas; desde los herederos de la tradición serena de Jovellanos hasta los charlatanes políticos; desde los nacionalistas catalanes hasta los patriotas castellanos. Mientras los republicanos celebraban reuniones de regeneradores, el Congreso Católico debatió “la participación del clero en el trabajo de la regeneración patriótica”. Todos fueron regeneradores a su modo.»

Y más adelante: «Podemos tomar como símbolo del regeneracionismo radical de los intelectuales a su figura más destacada, Joaquín Costa, hijo de un campesino aragonés (… Además de notario,) Costa era un historiador social y del derecho de gran valor y todavía mayor laboriosidad. Trabajaba diecisiete horas diarias y su obra abarca más de cuarenta volúmenes. Intensamente patriota, estaba obsesionado por la búsqueda de las raíces históricas del atraso español, y el desastre de 1898 fue lo que dio a su crítica, severa y largamente meditada, su carácter de urgencia y también un público.

»El programa de Costa era noble pero ingenuo. El sistema vigente era malo; bastaba destruirlo e invertir todas sus premisas. España debía dejar de ser gobernada por “quienes deberían estar entre rejas en Ceuta, en un manicomio o sentados en los bancos de una escuela”. ¿Quiénes, entonces, debían gobernar? Las masas neutras, cuya calificación residía en el hecho de que nunca habían ejercido el poder político. El gobierno parlamentario en manos de los oligarcas —el término fue popularizado por Costa— no había hecho nada (...)

»En febrero de 1899, bajo la presidencia de Costa, se formó la Liga Nacional de Productores en Zaragoza, donde ya en noviembre de 1898 se habían reunido las Cámaras de Comercio bajo la presidencia de Basilio Paraíso, otro reformador que representaba a la burguesía mercantil. Había que movilizar a las “clases productoras” contra los oligarcas en una cruzada por la modernización de España. Creía que el dinero ahorrado reduciendo los presupuestos de la Marina, del Ejército y de la administración pública debía invertirse en el fomento de la agricultura y de la industria; las abstracciones de los políticos debían ser sustituidas por un “programa de realizaciones”: por una educación moderna y técnica, y por la reforma agraria. 

»Costa estaba condenado al fracaso porque no existía una clase nueva que pudiera responder a su llamamiento. Las clases neutras no eran más que un poderoso mito político: no había más reservas que las que empezaban a movilizar socialistas y anarquistas con objetivos muy diferentes. Por otra parte, el movimiento regeneracionista de Aragón se dividió en grupos de intereses, cada uno de los cuales tenía su propia solución: así, los agricultores de Costa y las Cámaras de Comercio de Paraíso solamente podían unirse contra la alta finanza, el Banco de España y los gastos militares. La Unión Nacional terminó su carrera de nueva organización de la clase media en una campaña contra los nuevos impuestos del presupuesto de Villaverde. La que decía ser una organización independiente y reformista quedó desacreditada como grupo de presión de tenderos movidos por el egoísmo.

»Costa siguió siendo una figura sombría y pensativa, un Goya del mundo económico y político, que recordaba a España su “falta de aptitudes para la vida moderna”. Cuando se derrumbó su plan de un tercer partido independiente, no pudo trabajar útilmente con partido político alguno a pesar de su paso por el republicanismo; era “el gran fracasado”, el hombre para el cual la política, en España, había dejado de ser un instrumento para la mejora de la sociedad.»

Pues bien, comunicamos esta semana la obra publicada en 1900, a nombre de el Directorio de la Liga Nacional de Productores (aunque su autoría debe atribuirse básicamente a Joaquín Costa), con la que se quiere impulsar ese nuevo movimiento político que aunque nacido en Aragón, tiene una apreciable implantación por toda España. En él se recogen, a partir del iniciático mensaje de la Cámara Agrícola del Alto Aragón (Barbastro, noviembre de 1898); el programa de la Asamblea Nacional de Productores (Zaragoza abril 1899); los cuatro manifiestos de la Liga Nacional de Productores (Madrid abril, junio, julio y noviembre 1899), y otros artículos, conferencias y ensayos de Costa.

Sin embargo, ni el partido nacional que promueve Costa llegará a nacer, ni los vagos compromisos que alcanza con Silvela y otros políticos de los partidos del turno, llevan a ninguna parte. Y la diversidad de sociedades (agricultores, contribuyentes, maestros, propietarios, comerciantes, industriales, mineros, obreros, ateneos, de Amigos del País…) que lo apoyan no alcanzan a vertebrar una auténtica organización política. Y lo que es más, los dos principales promotores, Costa y Basilio Paraíso, divergen prontamente el uno del otro.

El influyente periodista (y costista) Mariano de Cavia, un par de años después, al aludir a Paraíso en uno de sus habituales artículos de El Imparcial, no puede evitar clavarle un rejón: «Don Basilio Paraíso, catalanista consorte y corifeo de... Iba a decir de la Unión Nacional, pero ante los restos de aquel que fue movimiento generoso y ante los extravagantes rumbos por donde a tientas y a tropezones marcha Don Basilio, a este descarriado varón sólo se le puede diputar hoy por corifeo de la Desunión Nacional.»

En su día comunicamos en Clásicos de Historia otra obra capital de Costa: Oligarquía y caciquismo como la forma actual de gobierno en España: modo de cambiarla.

Dibujo de Joaquín Moya en Gedeón, Madrid 7 de marzo de 1900

Basilio Paraíso y Joaquín Costa se reflejan como Sagasta (fusionista) y Silvela (conservador) en un espejo de La Veneciana, empresa creada por Paraíso en 1876.

lunes, 21 de julio de 2025

Yevgeny Ivanovich Zamiatin, Nosotros

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El humanismo renacentista recuperó el gusto por las ficciones que diseñan sociedades ideales, como había hecho Platón con su famosa Atlántida, dos milenios atrás. En el fondo implicaba el deseo de rehacer una pretérita Edad de Oro que añoraron tantos escritores, y que ahora, al entrar en lo que por entonces se bautizará como Edad Moderna, cree vislumbrarse en alguno de los países recién descubiertos en lejanas latitudes, como hizo expresamente nuestro conocido Vasco de Quiroga en su Información en derecho.

Tomás Moro inaugura este renovado género con su Utopía, en la que todavía mantiene un talante crítico e irónico que implica un cierto distanciamiento respecto al mundo que diseña, como se expresa incluso en el nombre que da a su país imaginario. Sin embargo sus inmediatos continuadores se nos mostrarán más enamorados de sus creaciones, y las presentan como acabadas soluciones a los problemas de las sociedades de su presente: Campanella con su Ciudad del Sol, Bacon y su Nueva Atlántida... Y de ahí la hilarante crítica al respecto que incluye el malicioso Swift en sus Viajes de Gulliver.

Con el triunfo de la ideas de la Ilustración, del inevitable Progreso (así, con mayúscula), y de las Revoluciones como medio necesario para alcanzarlo, algunos políticos comienzan a incluir la utopía en sus estrategias y en sus escritos, como Fourier con sus falansterios y, por supuesto, Marx. Las mejores utopías del siglo XIX se tiñen, naturalmente, de activismo político: la Icaria de Cabet, la Ninguna Parte de Morris. Y desde el extremo ideológico opuesto, se idealiza (se utopiza) la antigua sociedad tradicional y patriarcal, previa al triunfo de la Revolución, como hizo por ejemplo Pereda en su Peñas arriba.

Todos los anteriores, sin embargo, obedecen a posturas ideológicas marginales en el catálogo político de la Belle Époque, del tránsito del siglo XIX al XX: por entonces domina incontestable lo que podemos llamar el complejo de superioridad de Occidente, la plena seguridad en su firme avance indefinido por la senda del Progreso gracias al positivismo, al cientifismo, al capitalismo, al imperialismo, al secularismo... Los logros alcanzados son impresionantes, el esplendor de este mundo alegre y confiado, indudable. Pero cada vez son más numerosos los que perciben las fisuras, las grietas que crecen a la sombra de esta Casa Usher...

Todo este mundo se viene abajo estrepitosamente con la Gran Guerra. Se entra en una época de incertidumbres, penalidades y temores, que contribuyen a hacer admirables y creíbles las múltiples utopías que se habían formulado. Desde planteamientos socialistas, nacionalistas o capitalistas, muchos están convencidos de poseer la receta mágica que solucionará todos los problemas de la época, y establecerá una sociedad perfecta que asegure la paz, la abundancia y la felicidad de sus habitantes. Pero antes es necesario convencer a las masas, reeducar a los renuentes, y, si es necesario (como lo será), eliminar a los refractarios. Y, en ese mundo en crisis, las utopías dejan de estar en ningún-lugar, y comienzan a implantarse en la realidad.

El ingeniero naval y escritor ruso Yevgeny Ivanovich Zamiatin (1884-1937) fue uno de los primeros que dio la voz de alarma sobre este fenómeno, que luego se denominará totalitarismo. Bolchevique en su juventud, padecerá en distintos grados persecuciones, prisión y exilio tanto bajo el zarismo como bajo el comunismo. Había regresado a Rusia en 1917, tras la revolución, y emprendido una destacada carrera literaria rápidamente truncada por la creciente censura y la represión, tanto con Lenin como con Stalin, y la imposibilidad de publicar sus obras. En 1931, por mediación de Máximo Gorki, fue autorizado a marchar con su esposa al extranjero. Falleció en París en 1937.

Podríamos pensar que fue su propia experiencia personal lo que le llevó a dar una vuelta de tuerca al por entonces venerable género de las utopías: el estado perfecto ya ha triunfado, y se han establecido la paz, el bienestar y la felicidad absolutas, perpetuas... y obligatorias. Pero el poder no se conforma con su exclusivo monopolio: exige también a todos que se identifiquen con él, que lo amen. Y el lector, progresivamente descubrirá el revés de la trama: contradicciones e hipocresía, sevicias y corrupción, tiranía y despotismo... Ha nacido el género de la Distopía.

Zamiatin lo plasma en su novela Nosotros, en la que nos presenta el Estado Único, que desde hace siglos ha logrado establecer la sociedad perfecta, en la que el yo, causa de todos los males, ha sido sustituido por el nosotros. La igualdad de todos los individuos es absoluta; carecen de nombre (se identifican por una letra y un número); se ha erradicado la familia; todos viven al unísono y colectivamente, con los mismos horarios, la misma vestimenta, las mismas viviendas trasparentes, y hasta con las mismas quince masticaciones de cada bocado de la sustancia derivada del petróleo que les alimenta.

Protegidos por el Muro Verde, se ha eliminado todo aquello que suponga desorden, como las plantas, los animales, la misma tierra. Y asimismo la imaginación, los sueños, la individualidad, la libertad; de hecho, una de las más terribles enfermedades consiste en la formación de un alma en el interior de un leal número del Estado. El Benefactor, elegido por aclamación año tras año en unas elecciones a las que no concurre ningún otro candidato, rige benévola y esforzadamente el Estado, auxiliado eficazmente por la Oficina de Guardianes, por las membranas de escucha, por los encargados del control, por la Campana Neumática, por la Máquina Benefactora...

El Estado Único contrapone entropía (entendida al modo filosófico) y energía. La primera es el nosotros, el reposo, el feliz equilibrio, mientras que la segunda es el yo, el movimiento, la insatisfacción. La entropía, esto es el Estado Único, asegura la felicidad; en cambio la energía, los que lo rechazan, persiguen una libertad que les hace infelices. Y es que felicidad y libertad se oponen plenamente. El Benefactor solucionará el dilema gracias al descubrimiento del órgano de la imaginación (en el fondo, del albedrío), que puede ser extirpado fácilmente: «Seréis perfectos, seréis como máquinas; el camino a la felicidad se ha abierto del todo. Apresuraos, jóvenes y viejos, apresuraos a someteros a la Gran Operación.»

La distopía de Zamiatin resultará premonitoria de tantas locuras del siglo XX. Y son incontables las obras que derivan directa o indirectamente de ella. Naturalmente, entre todas destacan unos pocos primeros espadas: Un mundo feliz de Huxley, 1984 de Orwell, La guerra de las salamandras de Capek, Farenheit 451 de Bradbury... Muchos más desarrollarán y diversificarán el género, hasta llegar, por ejemplo, a Los juegos del hambre de Collins. Y es que la distopía como nuevo género de denuncia de los totalitarismos triunfó plenamente, pero su éxito condujo a una cierta y patente esterilización, adocenamiento, y meros propósitos comerciales en muchos de los productos literarios y audiovisuales posteriores. Pero este fenómeno es recurrente, desde siempre, en la historia de la cultura.

Nosotros fue escrito hacia 1920. Ante el rechazo tajante de las autoridades comunistas, Zamiatin enviará una copia al extranjero, y pronto se publicarán las traducciones al inglés (1924), al checo (1927) y al francés (1929). La primera edición en ruso tuvo que esperar hasta 1952 y se hizo en Nueva York. A ella corresponde la portada que hemos incluido. Aunque la primera traducción al español fue bastante tardía, ya que la realizó Juan Benusiglio en 1970, parece ser que se han publicado otras seis traducciones diferentes a nuestro idioma. A ellas agregamos hoy, sin ninguna pretensión literaria, una nueva versión que hemos perpetrado a partir de la vieja edición francesa, tampoco enteramente fiel al original.

viernes, 11 de julio de 2025

La epopeya de Gilgamesh

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C. V. Ceram, en su excelente clásico divulgador Dioses, Tumbas y Sabios, nos cuenta de las expediciones en Mesopotamia de Austen Henry Layard a partir de 1839, y su decisivo descubrimiento de la biblioteca de Asurbanipal en Nínive diez años después. El hallazgo de treinta mil tablillas de arcilla con escritura cuneiforme proporcionó una ingente información de primera mano sobre la historia y la cultura mesopotámica. Además de abundantes obras religiosas, mágicas y médica (todo relacionado), «también se hallaron listas de reyes, anotaciones históricas, noticias políticas, sucedidos e incluso poesías, cantos épicos, leyendas mitológicas, e himnos. Por último, entre todo aquel tesoro hallóse redactada en placas de arcilla la obra literaria más importante del antiguo mundo mesopotámico: la primera epopeya de la Historia universal, la leyenda del maravilloso y terrible Gilgamés, mítica figura que tenía dos tercios de ser divino y uno de persona humana.»

Pero fue George Smith el que, a partir de 1872 y en Londres, donde se habían enviado las tablillas, localizó y tradujo por primera vez la epopeya de Gilgamesh. «Por aquella época, nadie sospechaba que hubiera existido una literatura asirio-babilónica digna de ser comparada con las posteriores grandes obras clásicas de la literatura. No era aquello lo que fascinaba a Smith, científico en el fondo, sin ambición literaria y, probablemente, sin afición por las musas. Pero apenas hubo comenzado el desciframiento, quedó fascinado por la trama de la leyenda y la acción narrada, no por su forma. Y cuanto más progresaba en su tarea, más le entusiasmaba lo que allí se decía, sobre todo una alusión secundaria que hallaba al final...

»Smith había seguido apasionadamente la narración de las grandes hazañas de Gilgamés. Había leído la leyenda del hombre del bosque, Enkidu, que fue llevado a la ciudad por una sacerdotisa prostituta del templo para vencer a Gilgamés, el presumido. Pero la terrible lucha entre los dos héroes no dio una victoria, sino que Gilgamés y Enkidu se hicieron amigos y ambos realizaron juntos nuevas hazañas portentosas: mataron a Chumbaba, el terrible dueño del bosque de los cedros, e incluso provocaron a los mismos dioses al insultar groseramente a la diosa Istar, que había ofrecido a Gilgamés su amor divino.

»Y descifrando fatigosamente, Smith había leído cómo Enkidu falleció de una terrible enfermedad, cómo Gilgamés le lloraba y cómo, para no compartir igual destino, se marchó en busca de la inmortalidad. Encaminóse adonde estaba Ut-napisti, el antepasado común de todos los humanos, el único que con su familia logró eludir el gran castigo impuesto por los dioses al género humano, haciéndose así inmortal. Y Ut-napisti, el antepasado común, contó a Gilgamés la historia de su milagrosa salvación.

»Smith leía aquello con ojos encendidos. Pero cuando su excitación empezaba a transformarse en la certeza de un nuevo descubrimiento, tropezaba cada vez con más lagunas en el texto de las placas enviadas por Rassam, constatando Smith que sólo poseía una parte del texto y que lo esencial, el final de la gran epopeya, con el relato de Ut-napisti, sólo restaba en fragmentos. Pero lo descifrado hasta entonces de la epopeya de Gilgamés no le permitía callar. Al conocerse este hecho, toda Inglaterra, país muy aficionado a las lecturas bíblicas, se conmovió. Un diario muy conocido ayudó a George Smith. El Daily Telegraph hizo saber que pondría 1.000 guineas a disposición de quien hallara el resto de la epopeya de Gilgamés, marchando a Kuyunjik para buscarlo.

»Y George Smith, el ayudante del Museo Británico, aceptó aquel desafío. Lo que le pedían no era ni más ni menos que esto: recorrer miles de kilómetros, desde Londres a Mesopotamia, para buscar allí, en una montaña de escombros que en relación con su volumen apenas estaba escarbada, determinadas placas de arcilla. Llevar a cabo tal tarea era algo así como buscar la famosa aguja en un pajar. George Smith, repetimos, aceptó la propuesta de emprender tan audaz labor. Pero lo más sorprendente es que se repitió uno de aquellos increíbles golpes de fortuna que en el transcurso de las exploraciones arqueológicas se han dado tantas veces: ¡Smith halló inmediatamente las partes que faltaban de la epopeya de Gilgamés!

»Regresó a Londres con 384 fragmentos de placas de arcilla, y entre ellas estaban las que completaban el relato de Ut-napisti, cuya primera alusión tanto le excitó. Aquella historia era la descripción del Diluvio, pero no de una de esas catástrofes acuáticas que aparecen en la mitología primitiva de casi todos los pueblos, sino la descripción de un diluvio bien determinado, exactamente igual al que mucho más tarde contaba la Biblia. Pues Ut-napisti no era sino el bíblico Noé.»

* * *

Presentamos una adaptación simplificada a partir de la edición de Federico Lara Peinado (Editora Nacional, Madrid 1980.) El profesor Lara reunió y tradujo las diferentes versiones asirias, babilónicas, sumerias, hurritas e hititas de cada una de las doce tablillas que componen la Epopeya. Para facilitar el acercamiento a esta obra capital de la Mesopotamia de la primera mitad del segundo milenio antes de Cristo (aunque basada en varios poemas sumerios anteriores), se han unido y simplificado las distintas versiones del poema, y se han introducido leves cambios. No se indican las lagunas del texto, y se han seleccionado y resumido las abundantes notas del editor.

Terminamos con este párrafo del profesor José María Blázquez (1926-2016): «En el Poema de Gilgamesh —y de ahí su impresionante grandeza temática— se cuestionan multitud de facetas de la vida humana (el amor, la amistad, la muerte, la inmortalidad), que quedan más o menos simuladas tras variados elementos de acción, religiosidad o pura fantasía, que orquestan toda la narración en un perfecto crescendo de interés, narración que tanta influencia habría de proyectar sobre los textos bíblicos.»

Placa de terracota que representa la lucha de Gilgamesh
y Enkidu contra Humbaba. Siglos XIX-XVII a. C. (Berlín.)

lunes, 30 de junio de 2025

Julio Cejador y Frauca, Tierra y alma española

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Una de las paradojas de la modernidad es que el liberalismo progresista, que aboga porque la voluntad general rousseauniana deparará necesariamente las benéficas libertad, igualdad y fraternidad, estuvo acompañado desde sus orígenes (Estados Unidos, Francia…) por el disgregador nacionalismo, y dio como fruto el estado nacional y el imperialismo. Anteriormente cada individuo gozaba de una apreciable cantidad de elementos identitarios, compatibles entre sí y compatibles con los otros, como la familia, la religión, el soberano, el país natal, la lengua, el rango, la cultura, el oficio… Ahora todos ellos quedan, en el mejor de los casos, supeditados a la nación y a la ideología, que establecen estrictas separaciones entre los grupos humanos en función de ellas.

Ahora bien, por más que se teorice sobre la existencia de la propia nación desde la noche de los tiempos, y de la pulsión nacionalista, íntima e indestructible en el núcleo de cada individuo, los dirigentes de las sociedades por lo general se encontraron con poblaciones escasa o limitadamente articuladas en el sentido nacional. El siglo XIX (y en adelante…) dedicó una parte considerable de sus energías a afirmar la nación en cada estado, a esforzarse en homogeneizarlo, a establecer qué es y que no es verdaderamente nacional en las costumbres, instituciones, lenguas, cultura, historia, diversiones… En ocasiones se rechazarán usos tradicionales por considerarlos extraños a la Nación, y se sustituirán con tradiciones inventadas, como señaló Hobsbawn, innovaciones a las que en poco tiempo se les reconoce una pátina de siglos falsificada.

Los gobiernos nacionalistas (que lo fueron todos: tradicionalistas, liberales, dictatoriales, democráticos, totalitarios…) llevaron a cabo una propaganda sin límites de la nación: símbolos (bandera, escudo, himno), monumentos a las glorias nacionales (de la política, de la milicia, de la cultura), espectáculos (desfiles y paradas, discursos, teatro, la misma actividad política), los medios de comunicación... Pero una de las estrategias que dio más resultado fue el hecho de encuadrar a toda la población del estado en unas instituciones de asistencia obligatoria durante la infancia (la escuela) y la primera juventud (el servicio militar). Fueron eficaces vehículos para arraigar el conjunto de creencias que caracteriza a cualquier nacionalismo, y todavía lo son hoy, en los tardo-nacionalismos del siglo XXI.

Pues bien, la obra que presentamos obedece a este esfuerzo nacionalizador. Destinada y dedicada a los niños españoles, quiere ser un «verdadero Libro de la Patria: él os enseñará lo que es nuestra tierra, lo que son los españoles, lo que es el alma española, lo que es España.» El autor recorre una a una las regiones y provincias españolas, enhebrando en cada una de ellas descripciones de tierras y gentes, datos objetivos, monumentos y personajes célebres, historias y leyendas. Es una obra de divulgación, y si puede parecer escasamente adaptada a unos lectores infantiles (a pesar de las abundantes invocaciones a los niños a los que se destina), podemos recordar que también Rafael Altamira destinó su extensa Historia de España y de la civilización española, entre otros, a la «gran masa escolar».

La obra de Cejador resulta interesante. Si dejamos un tanto de lado los quizás repetitivos propósitos nacionalizadores, nos quedamos con un abundante compendio de la cultura e historia española, aunque un tanto desequilibrado, escrito a la ligera y a la vez con cierta tendencia a lo erudito. Puede resultar satisfactorio compararlo con otras obras de parecidas pretensiones, como Corazón, de Edmundo de Amicis, y El alma de España, de Havelock Ellis.

El filólogo zaragozano Julio Cejador y Frauca (1864-1927) fue catedrático en la Universidad Central de Madrid y desarrolló una ingente labor investigadora, con obras todavía hoy válidas como los catorce volúmenes de su Historia de la lengua y literatura castellana (1915-1922), La lengua de Cervantes (1905-1906), y otras muchas. Destacó sobre todo en el campo de la lexicografía. Sus planteamientos vasco-iberistas, en cambio, han sido justamente olvidados.

José Luis Melero, tras repasar su vida y su obra (especialmente las contadas obras de ficción que escribió) en un breve estudio, lo caracteriza así: «En Tierra y alma española, libro pensado para los niños y a ellos dedicado, en el que hace un recorrido cultural y sentimental por las distintas tierras de España, Julio Cejador escribió que el aragonés jamás es servil, aunque ello perjudique a sus intereses; que es amigo de la igualdad de todos en libertades y derechos; que es franco, a pesar de los graves problemas que acarrea el manifestar la verdad; que es independiente y digno y que no se rebaja ante nadie, aun a riesgo de pasar por brusco y testarudo; y que estas elevadas cualidades, que se cifran en la independencia y en la entereza, no se dan sin una elevada inteligencia, que predomina sobre la imaginación en el aragonés. ¿Quién no ve en tan atinado juicio el involuntario autorretrato de don Julio Cejador y Frauca?»

José Garnelo, Las glorias de España