viernes, 31 de enero de 2014

Heródoto de Halicarnaso, Los nueve libros de Historia

Retrato imaginario. Copia romana de un original griego del s. IV a. C.

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Nacido en Asia Menor hacia el 484 a. C., viajó por Egipto, Siria y Persia, recaló en la espléndida Atenas de Pericles, y finalmente se estableció en el sur de Italia, donde culminó la redacción de sus obras antes de su muerte en 426 a C. Contemporáneo de Sócrates, desempeña un papel equivalente en el campo de la Historia, concepto al que da el sentido de investigación rigurosa sobre los acontecimientos ocurridos. Es un innovador que persigue conscientemente la verdad de los hechos, y tilda de meros narradores (logógrafos) a sus predecesores.

Su Historia (inacabada, fue posiblemente dividida en los actuales nueve libros dedicados a las Musas con posterioridad a su muerte) quiere reconstruir las guerras médicas, el reciente enfrentamiento de los griegos con el colosal imperio persa. Utiliza todas las fuentes de información que tiene a su alcance: relatos de testigos presenciales, inscripciones conmemorativas, obras literarias, las mismas tradiciones que se trasmiten de generación en generación...

Naturalmente, en ocasiones podemos apreciar la dificultad de su empresa, advertimos una cierta credulidad, y los expertos nos informan de su desconocimiento de los idiomas orientales. Además su curiosidad omnímoda provoca continuas digresiones que, si bien interrumpen el discurso, proporciona un sinfín de informaciones peregrinas y amenas.
Por otra parte, difumina la intervención de lo divino en el acontecer humano, y remarca la importancia del destino, del Hado, por encima de dioses y hombres. Sin embargo, al considerarla una fuerza ciega e inconsciente, subraya el margen de libertad con el que el hombre astuto puede eludirla.




sábado, 25 de enero de 2014

Cristóbal Colón, Los cuatro viajes del almirante

Sebastiano del Piombo, Cristóbal Colón (1519), Metropolitan Museum de Nueva York

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Es innecesario presentar a Cristóbal Colón. Su proyecto (aunque estuviese errado) y su viaje de 1492 (aunque fue decepcionante en relación a dicho proyecto) tuvieron una trascendencia incomparable en la historia de la humanidad: lograron volver a relacionar con el tronco de nuestra especie a la rama establecida en América. Un aislamiento de unos diez mil años llegó a su fin.

Marino genovés, Colón recorrió buena parte de Europa y del Mediterráneo. Su categoría fue la suficiente para permitirle pretender la protección de distintos soberanos, los de Portugal, Castilla, Inglaterra... Su experiencia, la lectura de los geógrafos de la Antigüedad y, según diversas tradiciones, el relato y la información de un viejo marino español que habría sido arrastrado por las tormentas hasta una lejana tierra situada al oeste, le permitieron elaborar su proyecto de alcanzar las Indias navegando a través del Atlántico. Así lo explica uno de los primeros cronistas de Indias, Francisco López de Gómara, a mediados del siglo XVI en su Historia General de las Indias:

«Era Cristóbal Colón natural de Cugureo, o como algunos quieren, de Nervi, aldea de Génova, ciudad de Italia muy nombrada. Descendía, a lo que algunos dicen, de los Pelestreles de Placencia de Lombardía. Comenzó de pequeño a ser marinero, oficio que usan mucho los de la ribera de Génova; y así anduvo muchos años en Siria y en otras partes de levante. Después fue maestro de hacer cartas de navegar, por do le nació el bien. Vino a Portugal por tomar razón de la costa meridional de África y de lo más que portugueses navegaban para mejor hacer y vender sus cartas. Casóse en aquel reino, o, como dicen muchos, en la isla de la Madera, donde pienso que vivía a la sazón el que llegó allí en la carabela susodicha (el marino arrastrado por hasta el extremo occidente). Hospedó al patrón de ella en su casa, el cual le dijo el viaje que le había sucedido y las nuevas tierras que había visto, para que se las asentase en una carta de marear que le compraba. Falleció el piloto en este comedio y dejóle la relación, traza y altura de las nuevas tierras, y así tuvo Cristóbal Colón, noticia de las Indias.

»Quieren también otros, porque todo lo digamos, que Cristóbal Colón fuese buen latino y cosmógrafo, y que se movió a buscar la tierra de los antípodas, y la rica Cipango de Marco Polo, por haber leído a Platón en el Timeo y en el Critias, donde habla de la gran isla Atlante y de una tierra encubierta mayor que Asia y África; y a Aristóteles o Teofrasto, en el Libro de maravillas , que dice cómo ciertos mercaderes cartagineses, navegando del estrecho de Gibraltar hacia poniente y mediodía, hallaron, al cabo de muchos días, una grande isla despoblada, empero proveída y con ríos navegables; y que leyó algunos de los autores atrás por mí acotados. No era docto Cristóbal Colón, mas era bien entendido. Y como tuvo noticia de aquellas nuevas tierras por relación del piloto muerto, informóse de hombres leídos sobre lo que decían los antiguos acerca de otras tierras y mundos. Con quien más comunicó esto fue un fray Juan Pérez de Marchena, que moraba en el monasterio de la Rábida; y así, creyó por muy cierto lo que dejó dicho y escrito aquel piloto que murió en su casa. Paréceme que si Colón alcanzara por esciencia dónde las Indias estaban, que mucho antes, y sin venir a España, tratara con genoveses, que corren todo el mundo por ganar algo, de ir a descubrirlas. Empero nunca pensó tal cosa hasta que topó con aquel piloto español que por fortuna de la mar las halló. Muertos que fueron el piloto y marineros de la carabela española que descubrió las Indias, propuso Cristóbal Colón irlas a buscar.»


Bartolomé de las Casas, Viaje de Colón, ca. 1552, 76 h., 31 x 21 cm

miércoles, 22 de enero de 2014

Howard Carter, La tumba de Tutankhamon


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Es inevitable que la mayoría de los estudios históricos interesen solamente a otros historiadores. Lo mismo ocurre en todas las ciencias. Y sin embargo es grande el interés por el pasado: y si los historiadores permanecen encerrados en sus propios círculos, la demanda se cubrirá desde otros campos profesionales: novelistas, guionistas de películas y series, periodistas... La historia no es propiedad de nadie, y naturalmente no tiene sentido rasgarse las vestiduras por anacronismos o faltas diversas de rigor. Su finalidad es otra bien diferente: nadie pretende estudiar la alta edad media escocesa a través del Macbeth...

Ante este interés y ante las carencias de estas obras de consumo, muchos historiadores en uno u otro momento de su carrera escriben obras dirigidas al gran público. Suelen ser libros de alta divulgación, y su difusión depende de muchos factores: el tema, el tratamiento, el estilo, la publicidad, las propias modas... Uno de los ejemplos más característicos es el de la obra que presentamos. Howard Carter (1874-1939) fue el arqueólogo inglés que descubrió y excavó a partir de 1922 la tumba de Tutankhamón. A lo largo de los diez años que dedicó al estudio in situ de la tumba, publicó varios volúmenes que constituyeron un gran éxito editorial.

Las noticias periodísticas, los informativos cinematográficos y estos libros provocaron la aparición de una fiebre mundial en relación con las maldiciones faraónicas, las tumbas ocultas, etc. El público demandaba historias del antiguo Egipto, pero naturalmente el rigor histórico tenía todas las de perder ante los deseos de aventura, fantasía y, si era posible, romance. Buena muestra de ello son dos obras bien populares en 1932: la película La momia, con Boris Karloff, y las entregas semanales de Los cigarros del faraón de Hergé (que retomará el mismo planteamiento en 1943 aunque ahora trasladado al mundo inca).


domingo, 19 de enero de 2014

Sánchez-Albornoz, Una ciudad de la España cristiana hace mil años

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En 2014 se cumplen los treinta años del fallecimiento de uno de los mayores medievalistas españoles del siglo XX. Claudio Sánchez-Albornoz (1893-1984) llevó a cabo una renovación historiográfica de la Alta Edad Media mediante el análisis profundo tanto de las fuentes latinas como de las árabes. Algunas de sus obras más decisivas fueron: En torno a los orígenes del feudalismo; La España musulmana; Orígenes de la nación española: el Reino de Asturias; Instituciones medievales españolas. Y al mismo tiempo se preocupó por alcanzar un círculo de lectores más amplio que el de los historiadores profesionales, con obras de gran impacto cultural como su España, un enigma histórico (1957), en polémica con el también decisivo Américo Castro, o la obra que presentamos.

Pero no puede olvidarse la otra faceta pública de Sánchez-Albornoz. Jugó un papel destacado en la vida política de la Segunda República española: diputado, ministro, embajador... Tras la guerra se establecerá definitivamente en Argentina, y se dedicará primordialmente a la Historia. Sin embargo, entre 1962 y 1971 aceptará el cargo (básicamente simbólico, pero aún influyente) de presidente de la República Española en el exilio. Y en el marco de la Guerra Fría optará, desde su postura demócrata, republicana y de izquierdas, por el rechazo tajante del totalitarismo, como puso de manifiesto en su discurso de aceptación del premio internacional Feltrinelli que recibió en 1970.

La primera versión de Una ciudad de la España cristiana hace mil años se publicó con el título Estampas de la vida en León hace mil años en 1926. Presentamos una edición digital parcial en homenaje al autor: hemos eliminado las abundantísimas y muy interesantes notas (con una extensión mayor que el texto), en las que justifica cumplidamente esta reconstrucción (o mejor, resurrección) de la vida urbana de hace mil años. Su lectura provoca admiración por el esfuerzo detectivesco que ha requerido el extraer los datos concretos a partir de los áridos textos legales, contratos, actas notariales, etc., que reproduce a pie de página. Recomendamos vivamente la utilización de la obra original y completa (Ed. Rialp), disponible en librerías y bibliotecas.

Naturalmente la Historia sigue adelante, como cualquier otro saber científico. En estos treinta años de su muerte se han incorporado nuevos datos, nuevos planteamientos que han apreciado algunas limitaciones de la obra de Sánchez-Albornoz, su dependencia del marco ideológico y de los valores de su época, y que han proporcionado nuevas interpretaciones del pasado español. Pero esto no rebaja ni en un ápice el interés por sus libros, que conservan su inmenso valor. El gran historiador posiblemente compartiría la afirmación de Menéndez Pelayo (un par de generaciones anterior: si bien de ideas opuestas en lo político, compartiendo valores religiosos y de rigor en el trabajo histórico): «Nada envejece tan pronto como un libro de historia. Es triste verdad, pero hay que confesarlo. El que sueñe con dar ilimitada permanencia a sus obras y guste de las noticias y juicios estereotipados para siempre, hará bien en dedicarse a cualquier otro género de literatura, y no a éste tan penoso, en que cada día trae una rectificación o un nuevo documento. La materia histórica es flotante y móvil de suyo, y el historiador debe resignarse a ser un estudiante perpetuo y a perseguir la verdad dondequiera que pueda encontrar resquicio de ella, sin que le detenga el temor de pasar por inconsecuente.»

Beato de Facundus, f° 233v (1047)

sábado, 18 de enero de 2014

Eginardo, Vida del emperador Carlomagno


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Eginardo (770-840) fue un alto funcionario de la corte de Carlomagno. De origen germánico, se educa en la abadía de Fulda, desde donde pronto pasa a la denominada escuela palatina de Aquisgrán (que acabará dirigiendo). Es uno de los más destacados intelectuales al servicio del emperador: junto a otros muchos de distintas procedencias (Britania, Hispania, Italia...) darán lugar al denominado renacimiento carolingio, etapa de recuperación cultural.

Era de baja estatura, lo cual, unido a que su nombre en alemán se pronuncia Einhard (ein nard, un nardo) permitió a su ilustre colega Alcuino de York perpetrar este simpático poema en su honor:

    La morada es pequeña, y también pequeño el que la habita.
    Lector, no desprecies el pequeño nardo contenido en ese cuerpo,
    Porque el nardo en su planta espinosa exhala un precioso perfume.
    La abeja lleva para ti en su pequeño cuerpo una miel deliciosa.
    Mira, la pupila de los ojos es bien poca cosa,
    Y a pesar de ello dirige los actos del cuerpo y lo vivifica.
    De este modo el pequeño Nardo dirige toda esta casa.
    Lector que pasas, di: «A ti, pequeñísimo Nardo, ¡salud!»


Hacia 828, cuando comienzan los graves enfrentamientos entre los nietos de Carlomagno que darán lugar a la división del Imperio (e indirectamente al nacimiento de lo que con el tiempo serán Francia y Alemania), Eginardo se retira a la vida privada y entre otras obras redacta esta Vida del emperador Carlomagno. Aunque germano, naturalmente la redacta en latín, y toma como modelo a nuestro conocido Suetonio y sus Vidas de los doce Césares. De este modo asegura la amenidad, pero la época y la intención son otras: desaparece cualquier crítica a su protagonista, y no deja pasar ninguna ocasión de ensalzarlo, hasta convertir la obra en una auténtica hagiografía.

En cualquier caso, es una buena muestra de la pervivencia de la cultura antigua, y de su dominio de ella; sin embargo, de forma convencional, Eginardo considere necesario alardear de todo lo contrario como se observa en este breve pasaje:

Para escribir y explicarla hubiera sido preciso no mi pobre ingenio, que de débil y pobre es casi inexistente, sino la elocuencia ciceroniana. Mas he aquí el libro que contiene la memoria del más ilustre y grande de los hombres, en el que, salvo sus gestas, no hay nada que asombre, salvo, tal vez, el hecho de que un bárbaro muy poco ejercitado en el empleo de la lengua de Roma haya creído poder escribir de manera decente o conveniente en latín y haya llevado su desvergüenza hasta el punto de considerar despreciable lo que Cicerón, al hablar de los escritores latinos en el primer libro de sus Tusculanas, ha expresado: «Que alguien ponga por escrito sus pensamientos, sin poder ordenarlos, embellecerlos ni procurar con ellos algún deleite al lector, es cosa propia de un hombre que abusa desmesuradamente de su ocio y de las letras.» Sin duda, esta opinión del egregio orador podría haberme apartado de la idea de escribir, si no hubiera ya determinado en mi espíritu someterme al juicio de los hombres y poner en peligro la reputación de mi pobre ingenio por escribir este libro antes que pasar por alto el recuerdo de tan gran hombre, sólo para evitarme ese tipo de disgustos.

    viernes, 17 de enero de 2014

    Idacio, Cronicón

    Moneda sueva

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    A principios del siglo V se produce la denominada Gran Invasión, la ruptura de la frontera romana en Germania. Esta irrupción violenta y repentina de diferentes poblaciones vino a complementar las migraciones que se venían repitiendo desde tiempo atrás, y las seguirán nuevas invasiones. A partir de entonces el Imperio Romano, especialmente el de Occidente, se verá sometido a una difícil convivencia con estos pueblo de lenguas, costumbres y culturas muy variadas, que al mismo tiempo que admiran e imitan la civilización romana, contribuyen decisivamente a su transformación profunda. Durante buena parte del siglo los romanos (con personajes como Aecio) se esforzarán en apuntalar un estado que, cada vez más, amenaza ruina.

    Naturalmente, los relatos coetáneos que nos han llegado de esta época nos trasmiten no sólo la experiencia concreta que tuvieron sus autores, sino su percepción subjetiva ante estos acontecimientos. En muchos de ellos, como en la obra que presentamos, predomina un discurso muy negativo que tiende a acumular desmanes, desgracias y (de modo característico en la época) presagios que anuncian las calamidades que se van a producir. Los historiadores actuales tienden a equilibrar este planteamiento con otras fuentes de información, lo que les conduce a limitar un tanto la barbarie extrema que trasmiten muchos escritores romanos: se constata que, por un lado, las poblaciones «invasoras» persiguen una asimilación a las formas de vida romanas, que les resultan más atractivas; y por otro que las violencias, combates, rebeliones y barbarie, eran endémicas en el imperio, por lo menos desde el inicio de su crisis en el siglo III.

    Idacio nació hacia el año 400 en la actual provincia de Orense, posiblemente en el seno de una familia destacada de la zona. Se identifica con su Gallaecia natal y, de modo más amplio, con Hispania: de hecho utiliza con frecuencia la era hispánica (que cuenta los años a partir del 38 aC). No es sin embargo localista. Ante todo se considera romano, y recuerda en el prefacio a su Crónica su peregrinación a Tierra Santa cuando era niño, para la que tuvo que recorrer todo el Mediterráneo. Además, no pierde ocasión de reproducir la información que le llega de otros puntos del Imperio, a través de cartas o de ocasionales visitantes. Aunque su propia región y otras muchas porciones del mundo romano se encuentran bajo el control de los recién llegado, y aunque existen dos emperadores, en Oriente y Occidente (sin contar los que se autoproclaman al frente de un ejército), él sigue percibiéndolo subsistente, único, como una realidad viva.

    Idacio forma parte de la élite hispanorromana, tanto por su nacimiento como por su cargo de obispo en Aquasflavias en el norte del actual Portugal. Es interlocutor con los dirigentes invasores, acudirá a la Galia buscando apoyo de la administración romana... Naturalmente, su opinión sobre los suevos que controlan el cuadrante noroccidental y que incluso le van a encarcelar durante tres meses, es profundamente negativa. Nos encontramos, por tanto, con la voz de un espectador atento, pero al mismo tiempo actor ocasional, del declive final del Imperio Romano.

      martes, 14 de enero de 2014

      Modesto Lafuente, Historia General de España


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      Tomo II  |  PDF  |  EPUB  |  MOBI  |
      Tomo III  |  PDF  |  EPUB  |  MOBI  |
      Tomo IV  |  PDF  |  EPUB  |  MOBI  |
      Tomo V  |  PDF  |  EPUB  |  MOBI  |
      Tomo VI  |  PDF  |  EPUB  |  MOBI  |
      Tomo VII  |  PDF  |  EPUB  |  MOBI  |
      Tomo VIII  |  PDF  |  EPUB  |  MOBI  |
      Tomo IX  |  PDF  |  EPUB  |  MOBI  |


           ‒Con mucha atención me miras, Tirabeque: ¿no me has visto hasta ahora?
           ‒Sí señor; pero estaba pensando que cuanto más le miro a usted menos le comprendo. Por un lado me parece usted exaltado; por otro lado me parece usted moderado: y por otro casi casi parece que se inclina usted hacia atrás. Señor, yo no le entiendo a usted.
           ‒Vaya, pues voy a explicarte lo que soy para que tú y todos me conozcan y entiendan. Yo soy lo mismo que Aristón decía del filósofo Arcesilao:
      Por delante Platón;
      por detrás Pirro;
      por el medio Diodoro.
      Me parece que me he explicado.
           ‒Pues vea usted, a mí me parece que no; a lo menos yo me quedo más en ayunas que antes. Por delante Plutón, por detrás Perro, por el medio dice que da oro...; el diablo que entienda a éste mi amo.
      (Fr. Gerundio, capillada 45, 8 de febrero de 1838)

      A la Historia General de España desde los tiempos más remotos hasta nuestros días se le puede aplicar esta antiquísima gracieta que su autor pone en boca de su alter ego periodístico, fray Gerundio. Esta monumental obra se publicó en 29 volúmenes entre 1850 y 1866, el año de su muerte. Modesto Lafuente explicó los motivos de su proyecto: los autores extranjeros señalaban cómo, desde la Historia de Mariana, no se había compuesto ninguna historia nacional. Estas expresiones «acabaron de avivar en mí el sentimiento del amor patrio, y de resolverme a ensayar si podría yo llenar, siquiera en parte, este lamentable vacío de nuestra literatura.» (Prólogo a la Historia). Constituye el mejor ejemplo de la historiografía española liberal: consagra como principios básicos la Libertad (entendida al modo decimonónico, con mayúscula pero básicamente individual, cuando no individualista) y la Nación (preexistente y, natural, subsistente por muchos males que le sobrevengan; ¡ay! esta concepción parece no ser sólo decimonónica). Por tanto se esfuerza en documentar las que considera glorias nacionales. Y sin embargo, persigue con esfuerzo el rigor científico, analizando y depurando las fuentes, y criticando interpretaciones erradas. Esto le permite dirigir sus dardos a los historiadores que considera se lo merecen: Mariana por crédulo, tradicional y descuidado, Thiers por su desprecio a lo español... Además, es una Historia profundamente romántica en sintonía con la época en que se escribe. Y por tanto es un romanticismo maduro, casero, alejado de los excesos que el mismo autor ha practicado en sus años mozos...

      En cualquier caso Lafuente toma partido ante los acontecimientos del pasado siempre que lo considera oportuno. Pero a veces le resulta complicado conjugar los dos polos (progresismo liberal y nacionalismo) y el resultado chirría un poco ante el lector. Lo podemos observar en un par de casos. La expulsión de los jesuitas en tiempos de Carlos III es juzgada, naturalmente, como un fenómeno positivo, acorde con el desarrollo e implantación de las luces. Pero se puede percibir un cierto malestar del autor: la constatación de que se ha producido por intereses regalistas -despóticos-, en contradicción con las mismas ideas ilustradas que lo han promovido. Algo semejante ocurre ante la figura de Napoleón. Lafuente es consciente de que hay que verlo como tirano, responsable primero de la desastrosa supeditación de los intereses españoles a los franceses; y después, a la inicua invasión, destronamiento e intento de partición de España. Y sin embargo, no deja de aflorar su admiración por el personaje, auténtico constructor del nuevo régimen por toda Europa.

      Estas contradicciones en su obra son paralelas a las de su vida: intelectual en su primera juventud pero en el ámbito eclesiástico, empleado político brevemente, periodista progresista y exaltado con su Fray Gerundio (lo que le da fama, dinero y unos bastonazos propinados por Prim), y finalmente triunfante historiador de éxito, lo que le abre las puertas de la Academia de la Historia y del Congreso de los Diputados. Ahora, sin embargo, su posición política es la Unión Liberal, ese intento de conjugar las distintas sensibilidades liberales, ya definitivamente fracturadas. Ha evolucionado hacia un cierto conservadurismo que, aunque liberal, defiende elementos antes repudiados, como la unidad religiosa (lo que no deja de ser comentado con sorna por los que lo recuerdan como Fray Gerundio).

      La Historia de Lafuente se convertirá en la interpretación paradigmática de España, en el siglo XIX y en buena parte del XX, e influirá en los más diversos ámbitos culturales: literatura, arte, pensamiento... Naturalmente, se le criticará aspectos concretos, desde posiciones ideológicas contrapuestas, o por reservas varias de tipo historiográfico. Pero los mismos críticos o detractores tomarán postura desde esta obra, auténtico marco de referencia para el trabajo de los historiadores durante un siglo. Así, una pintoresca prueba de su éxito es que, a partir del nexo nacionalista, esta obra conformará en buena medida el discurso histórico, la visión del pasado que defienden desde conservadores y tradicionalistas, hasta el mismo franquismo. Naturalmente, obviando su determinante y definitorio carácter liberal, siempre presente, y que proporciona a la obra un tono y una voz que seguimos percibiendo personal, libre y atrayente. Ya lo tenía muchos años atrás:

                                                      «Lo que Fr. Gerundio hará
                                                  será decir cuatro frescas
                                                  al mismo varón de Illescas,
                                                  y al mismo rey de Judá.»
                                                                               Fr. Gerundio, 1837


      Tomo I (Parte I y Libro I de la Parte II): Desde los orígenes hasta el siglo XI.
        Tomo II (Libros II y III de la Parte II): Desde el siglo XI hasta el siglo XV.
          Tomo III (Libro IV de la Parte II): Los Reyes Católicos.
            Tomo IV (Libros I y II de la Parte III): Reinados de Carlos I y Felipe II.
              Tomo V (Libros III, IV y V de la Parte III): Reinados de Felipe III, Felipe IV y Carlos II.
                Tomo VI (Libros VI, VII y VIII de la Parte III): Felipe V, Luis I, Fernando VI y Carlos III.
                  Tomo VII (Libro IX de la Parte III): Reinado de Carlos IV.
                    Tomo VIII (Libro X de la Parte III): Guerra de la Independencia de España.
                      Tomo IX (Libro XI de la Parte III): Reinado de Fernando VII.