jueves, 8 de octubre de 2015

Sexto Aurelio Víctor (atribuido), Sobre los varones ilustres de la ciudad de Roma

Ilustración de Philippe Delaby

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Sexto Aurelio Víctor nació en la provincia romana de África hacia el año 330. Siempre estuvo orgulloso de cómo, desde su origen campesino, y mediante una cuidada formación literaria, logró acceder a puestos de responsabilidad cada vez más elevados en la administración del Imperio. En 361, todavía joven, Juliano le nombra gobernador de la provincia de Panonia Secunda, y nuestro conocido Amiano Marcelino lo menciona así: «Llamó al historiador Aurelio Víctor, a quien había visto en Sirmio, y le nombró consular de la Panonia segunda. Además, concedióse a aquel varón, extraordinariamente virtuoso, a quien más adelante se le vio llegar a prefecto de Roma, el honor de una estatua de bronce.» (Historia del Imperio Romano del 350 al 378, libro XXI). Posiblemente perdió el cargo en 363, con la muerte de Juliano, pero supo mantenerse en buenas relaciones con los cambiantes poderes de la época: en 369 fue elegido cónsul con Valentiniano II y, como hemos visto, culminó su carrera en 389 cuando Teodosio le nombró prefecto de la ciudad de Roma. Posiblemente murió hacia 390.

Su obra más destacada es De Caesaribus (escrito hacia 360), en la que se ocupó de forma concisa de los emperadores desde Augusto hasta su contemporáneo Constancio. Posteriormente, hacia comienzos del siglo V, una mano anónima le agregó dos obras con las que se completaba toda la historia de Roma: la mítica con el Origo Gentis Romanae, y la monárquica y republicana con De viris illustribus urbis Romae, a caballo de lo legendario y lo histórico. Las dos acabaron siendo atribuidas al autor del texto principal, hasta que el avance de la crítica permitió deslindarlas; incluso algunos sospecharon que el Origo pudo haber sido una falsificación renacentista, teoría hoy rechazada. En cualquier caso, tanto la obra original de Aurelio Víctor como sus dos postizas, participan de unas mismas características, muy propias de la época. Constituyen meros epítomes, resúmenes elaborados a partir de muy diversas obras, entre las que se puede destacar Ab urbe condita de Tito Livio.

Presentamos Sobre los varones ilustres de la ciudad de Roma en su versión original latina antecedida por la traducción publicada en Sevilla en 1790. Se han introducido algunas modificaciones en el texto castellano para obviar el propósito meramente instrumental, para ejercitarse en la traducción latina, que manifiesta Agustín Muñoz Álvarez, su autor: «En la traducción me he ceñido a la letra, cuanto me ha sido posible, aunque se faltase por eso a la propiedad de nuestra lengua… porque yo juzgo que para los que empiezan a traducir son tanto más útiles las traducciones, cuanto más arrimadas a la letra, y que si puede ser vuelvan palabra por palabra.»

En total son 86 breves biografías, desde el mítico rey Proca de Alba Longa, al que le siguen los reyes y los personajes más destacados de la República, y los principales dirigentes de las distintas facciones en la época de las guerras civiles, concluyendo con Pompeyo, Julio César, Marco Antonio y Octavio. Pero también gozan de su correspondiente entrada tanto los más famosos héroes (los Horacios, Mucio Scévola...), como los principales enemigos de Roma (Pirro, Aníbal, Mitrídates, Antíoco, ¿la misma Cleopatra?) En todos los casos se privilegia ante todo lo anecdótico y más característico de cada personaje: el superficial resultado queda a considerable distancia de la profundidad del Tácito de los Anales y las Historias, y de la calidad literaria de Tito Livio. Y sin embargo puede resultar interesante su lectura, con la que también podremos advertir la atracción que se siente por las viejas glorias romanas en los convulsos años del siglo IV, magistralmente narrados por Amiano Marcelino.


Edición impresa por Nicolas Jenson hacia 1474.

sábado, 3 de octubre de 2015

Códigos de Mesopotamia (siglos XXI a XII a. de C.)

Hammurabi
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Escribe Samuel Noah Kramer en su clásico La historia comienza en Sumer (1956):

«Hasta 1947, el código de leyes más antiguo que se hubiera descubierto era el de Hammurabi, el ilustre rey semita cuyo reinado se inició en el año 1750 antes de J. C. Redactado en caracteres cuneiformes y en lengua babilónica, este código contenía, intercalado entre un prólogo glorioso y un epílogo cargado de maldiciones para los violadores, un texto compuesto de cerca de 300 leyes. La estela de diorita que lleva dicha inscripción se yergue actualmente, solemne e impresionante, en el Louvre. Por el número de las leyes enunciadas, su precisión y el excelente estado de conservación de la estela, el código de Hammurabi puede considerarse como el documento jurídico más importante que se posee actualmente sobre la civilización mesopotámica. Pero no es el más antiguo. Otro documento de este tipo, promulgado por el rey Lipit-Ishtar, y que fue descubierto en 1947, le gana en más de ciento cincuenta años de antigüedad.

»Este código, cuyo texto no fue descubierto en una estela, sino en una tablilla de arcilla secada al sol, está escrito en caracteres cuneiformes y en idioma sumerio. La tablilla había sido descubierta ya a principios de este siglo, pero, debido a diversos motivos, no había sido identificada ni publicada. Fue gracias a Francis Steele, conservador adjunto del Museo de la Universidad de Pensilvania, que fue traducida en 1947-1948. Se compone de un prólogo, de un epílogo y de un número indeterminable de leyes, de las cuales 37 están conservadas parcial o totalmente.

»Pero Lipit-Ishtar no pudo conservar mucho tiempo su glorioso título de primer legislador del mundo. En 1948, Taha Baqir, conservador del Museo de Iraq, en Bagdad, y que se hallaba explorando la estación arqueológica, entonces todavía muy oscura, de Tell-Harmal, descubrió dos tablillas que revelaron contener el texto de un código, al parecer todavía más antiguo. Igual que el código de Hammurabi, estas tablillas descubiertas por Taha Baqir estaban escritas en idioma babilónico. Fueron estudiadas y copiadas el mismo año por el conocido asiriólogo Albrecht Goetze, de la Universidad de Yale. El breve prólogo que precede las leyes (no hay epílogo) hace mención de un rey llamado Bilalama, quien habría vivido unos setenta años antes que Lipit-Ishtar; por consiguiente, este nuevo código se vio atribuir entonces el privilegio de ser el más antiguo. Pero ello fue únicamente hasta el año 1952, porque en este año yo mismo tuve el honor de copiar y traducir... una tablilla cuyo texto reproducía en parte el de un código promulgado por el rey sumerio Ur-Nammu*. Este soberano, que fundó la tercera dinastía de Ur, hoy día ya bien conocida, inició su reinado, según los cómputos cronológicos más conservadores, hacia el año 2050 a. de J. C., o sea, unos 300 años antes del rey babilónico Hammurabi. La tablilla de Ur-Nammu pertenece a la importante colección del Museo de Antigüedades Orientales, de Estambul, donde yo estuve en 1951-1952 ejerciendo de profesor. (…)

»¿Por cuánto tiempo conservará Ur-Nammu su título de primer legislador del mundo? Según permiten suponer algunos indicios, parece ser que existieron otros legisladores en Sumer muy anteriores a él. Tarde o temprano, algún nuevo investigador dará con la copia de otros códigos, los cuales esta vez serán, quizá, los más antiguos que haya conocido la Humanidad.»

* Actualmente se atribuye este código a Shulgi, el hijo de Ur-Nammu.

Hammurabi ante el dios Shamash

sábado, 26 de septiembre de 2015

Josep Pijoan, Pancatalanismo

Josep Pijoan por Ramon Casas (MNAC)
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En 1899 el joven estudiante de arquitectura Josep Pijoan (1880-1963) publica en La Renaixença el artículo que editamos, en el que se propone de forma clara el proyecto político que mucho después se conocerá como Países Catalanes. En esta época todavía está en la órbita de Prat de la Riba, cuyo nacionalismo radical acaba de ponerse de largo con su conferencia del Ateneo de Barcelona, y del que todavía no se aprecia su deriva que le llevará a presidir la Diputación provincial y, más tarde,la Mancomunidad Catalana. Quizás este fin de semana sea una buena ocasión para desempolvar este añoso y breve texto.

El nacionalismo que Pijoan plantea es el característico de la época: romántico, basado en el sentimiento de ser catalán; organicista, convirtiendo la nación en un ser que vive o languidece; racista, basado en una retórica voz de la sangre. Es el nacionalismo que inicia su crecimiento por entonces en Cataluña, dotando de objetivos políticos al catalanismo cultural anterior. Pues bien, Pijoan va a proponer su expansión a los viejos reinos de Valencia y de Mallorca. Y aunque rechaza cualquier intento de dominio por parte de Cataluña expresa «la influencia saludable» que despertaría a sus hermanas «ante el ejemplo de nuestra actividad y en presencia de la enérgica iniciativa del catalán por las cosas de carácter positivo, de la ciencia a la industria.» En cuenta, Valencia aportará su sensibilidad artística, y Mallorca la calidad con que se conserva el idioma nacional. Y los estereotipos regionales se extenderán a Aragón, al que se invita a participar del proyecto; pero los argumentos para ello no resultan muy seductores, desde el momento en que, al cantar «la más perfecta unión de la inteligencia con la fuerza», queda claro a quien corresponde cada papel…

Pijoan abandonará pocos años después el catalanismo militante y combativo que muestra este artículo de juventud: su enfrentamiento con algunos líderes nacionalistas, su acercamiento a institucionalistas como Giner y Menéndez Pidal, y sobre todo su dedicación a la historia del Arte, darán una nueva orientación a su vida, que le llevará a dirigir la Escuela Española de Arqueología e Historia de Roma, a crear (y redactar en buena parte) el monumental proyecto de la Summa Artis, y a una vida fuera de España en la que su cosmopolitismo no estará reñido con la dedicación e interés por su tierra catalana.


lunes, 21 de septiembre de 2015

Voltaire, Tratado sobre la tolerancia

Quentin de La Tour, Voltaire
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Voltaire es un publicista ágil que reacciona con rapidez a los acontecimientos que llaman la atención de la opinión pública. Por ello, ante el ajusticiamiento de Jean Calas en 1762, publicará esta breve obra con su habitual brillantez de estilo y desde sus combativos planteamientos ideológicos. El asunto era polémico: se acusaba (infundada e irrazonablemente) a un calvinista de Toulouse de haber matado a uno de sus hijos por motivos religiosos. Una parte considerable de los habitantes de esta ciudad francesa entraron en tal efervescencia y agitación que lograron que la justicia local le acusara, juzgara, condenara y ejecutara, a pesar de los intentos (que los hubo) de introducir un poco de sentido común en los acontecimientos. El escándalo provocado hizo que la corte reclamara el procedimiento que, finalmente, fue revocado por completo aunque ya tardíamente en 1765.

En realidad este deplorable acontecimiento no expresa tanto un problema de intolerancia como del fenómeno social del fanatismo de una masa desatada, que resulta imposible de reconducir. De hecho, Voltaire tratará del asunto solamente en el primer capítulo y en el último, y lo utilizará tan sólo como punto de partido para la exposición de sus tesis sobre el concepto que defiende de una tolerancia universal. Y lo hará del modo habitual en sus escritos: acumula atractivamente las citas y referencias procedentes de toda época y nación, y con su causticidad característica nos dirige con aparente claridad hacia unas consecuencias predeterminadas y ajenas al planteamiento inicial. Así, la razonable defensa de la tolerancia se convierte en su habitual (y ya un poco cansino) ataque a lo judeocristiano, y de entre todo ello especialmente a lo católico, y de forma aún más relevante, a los jesuitas. La debilidad de la argumentación (cuando no la trampa) es patente: hoy nos resultan chocantes su defensa como modelo de sociedades tolerantes de la antigua romana, de la china o de la japonesa, y no tanto por lo que actualmente se conoce sobre ellas, sino por lo que ya en tiempos de Voltaire se sabía y publicaba. Curiosamente, su defensa de la tolerancia se convierte en una intolerancia exacerbada (elegante, aunque teñida de desprecio) hacia todo lo que no comparte.

Pero es que el mismo autor de algún modo lo reconoce: «Para que un gobierno no tenga derecho a castigar los errores de los hombres, es necesario que tales errores no sean crímenes: sólo son crímenes cuando perturban la sociedad: perturban la sociedad si inspiran fanatismo; es preciso, por lo tanto, que los hombres empiecen por no ser fanáticos para merecer la tolerancia.» Ahora bien, para Voltaire ¿quiénes no son fanáticos? Dejando a un lado los distantes en el espacio o en el tiempo, debemos admitir que para él  son aquellos que coinciden con sus propios planteamientos. Y desde su punto de vista es lógico: si éstos son racionales y humanitarios, los que los contradigan resultan perjudiciales para la sociedad, y de rebote fanáticos. Y a lo largo de la obra se referencian numerosos casos ante los que, afirma, «la intolerancia es de derecho humano.»


Calas se despide de su familia, grabado de Daniel Chodowiecki

sábado, 12 de septiembre de 2015

Antonio de Capmany, Centinela contra franceses

Capmany, por Marès (Barcelona)
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Escribe Ricardo García Cárcel: «Ciertamente, no todos los ilustrados liberales, desde luego, coincidieron en el mismo concepto de España o compartían el mismo discurso nacionalista. Algunos tuvieron auténtica vocación de pepitos grillos. Ahí está, sobre todo, Antoni de Capmany, que en los años setenta y ochenta fue más radical autocrítico de lo que fueron sus nada queridos Campomanes o Cadalso. El alegato que escribió, con el seudónimo de Pedro Fernández, y que exhumó Marías, es bien expresivo de su punto de vista. Capmany me recuerda en muchas cosas a Mayans: No tienen razón nuestros paisanos de enfurecerse contra aquel que les diga que España ha dormido siglo y medio […]. Nosotros hemos sido grandes y hemos sido pequeños, hemos sidos ilustrados y hemos sido ignorantes […]. Es muy perniciosa toda opinión que nos mantenga en la desvanecida creencia que no podemos ser mejores y de que los antiguos trabajaron de pensar y obrar bellas cosas. Esto sería sepultarnos en la indolencia y la pereza. Siempre debemos pensar que valemos poco para esforzarnos a valer mucho, y que podemos ser mejores que nuestros antepasados […]. No adelantamos el amor de la Patria hasta el amor de sus abusos, ni despreciamos las demás naciones, pensando en honrar la nuestra.

»Más tarde escribiría: No comparto el patriotismo de los que lo muestran aborreciendo a los extraños, esto es barbarie; otros pintándonos superiores a todos, esto es soberbia; otros, encontrándonos perfectos y primeros en todo, esto es vanidad (Teatro histórico-crítico de la elocuencia). Su concepto de España parecía evocar la nostalgia del austracismo perdido. Como académico de la Historia, censuró el libro de Alonso Casariego Idea de un príncipe justo o elogio de Felipe V, rey de España (1782). Y sus evocaciones de una España horizontal tendrían poco que ver con el discurso oficial del momento: Cada provincia se esperezó y se sacudió a su manera. ¿Qué sería ya de los españoles, si no hubiese habido aragoneses, valencianos, murcianos, andaluces, asturianos, gallegos, extremeños, catalanes, castellanos, etc.? Cada uno de estos nombres inflama y envanece y de estas pequeñas naciones se compone la masa de la gran nación.

»El síndrome Capmany: la fragilidad del andamiaje del nacionalismo español ilustrado, liberal y cívico, se pondría en evidencia en 1789. La tensión del radicalismo ideológico ante la coyuntura de la Revolución francesa acabó derivando hacia la ofensiva apropiadora de España por el tradicionalismo (...). El tirón radical, ya sea de la Inquisición, ya sea de la revolución, rompió la conjunción patria-liberalismo configurada en la década de los setenta y ochenta del siglo XVIII. Unos, para no dejar de ser patriotas, se deslizarían hacia el conservadurismo, como Zevallos. Otros ―la mayoría―, por no dejar de ser liberales, abdicarán de su patriotismo haciéndose afrancesados, como Urquijo o Cabarrús, en un primer momento, y Lorente, Arjona, Lista o Reinoso más tarde. Pocos se mantuvieron firmes en el modelo Campomanes. Jovellanos será, sin duda, el emblema de los mismos.

»Pero si el miedo a la Revolución francesa había roto la entente nacionalismo-liberalismo de la Ilustración, 1808 abriría paso a un nuevo patriotismo colectivo, sentimental, visceral. 1808 hizo más españoles que los que pudieron educar en la nacionalidad española nuestros atildados ilustrados dieciochescos y, desde luego, abrirá paso a contradicciones flagrantes entre los ilustrados del momento. Por ejemplo, veremos a Capmany, el tan autocontrolado catalán Capmany, desmelenarse en su Centinela contra franceses, asumiendo la bandera del nacionalismo español más populista, o veremos al afrancesado Llorente luchar contra el foralismo vasco a la busca de una España centralista y liberal, que triunfaría en las Cortes de Cádiz, pero que él nunca iba a poder disfrutar.»

Ricardo García Cárcel, «Los proyectos políticos sobre España en el siglo XVIII», en Vicente Palacio Atard (editor), De Hispania a España. El nombre y el concepto a través de los siglos, Madrid 2005, pp. 249-250.


sábado, 29 de agosto de 2015

Braulio de Zaragoza, Vida de san Millán

Miniatura otoniana, siglo X.
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Braulio de Zaragoza (c. 590-651) fue obispo de esta ciudad y uno de los referentes del considerable desarrollo cultural del reino de Toledo, la convencionalmente llamada España visigoda. Las 44 cartas conservadas en su Epistolario (32 escritas por Braulio, las otras a él dirigidas) nos muestran la relación con su maestro Isidoro de Sevilla (con interesantes referencias sobre la confección de las Etimologías, y su intervención en ella), Eugenio de Toledo, su también discípulo y sucesor en la diócesis Tajón, Fructuoso de Braga, el papa Honorio, y los reyes Chindasvinto y Recesvinto… Ahora bien, «la fama de Braulio actualmente está cimentada en sus cartas; es una fama reciente y limitada al mundo de los eruditos. Durante muchos siglos fue mucho más conocido por su Vida de San Emiliano. Él mismo confiaba en que esta obra pudiera salvarle de ser castigado en el otro mundo: Hoc opus, escribe citando a Juvenco, en el prefacio de la Vida, hoc etenim forsan me subtrahet igni. En el año 574, unos diez años antes del nacimiento de Braulio, murió en la región montañosa de Castilla la Vieja, en la región de la Rioja, el santo ermitaño cuya vida nos es conocida tan sólo gracias a la biografía de Braulio.» (C. Lynch y P. GalindoSan Braulio obispo de Zaragoza (631-651). Su vida y sus obras.)

«La España visigoda es una materia histórica fascinante, pero al mismo tiempo frustrante para el historiador. Por un lado, los hispanovisigodos nos han dejado un amplio elenco documental en sus leyes y en los cánones conciliares eclesiásticos pero, por otro lado, el tipo de material narrativo y diplomático que nos ayudaría a los historiadores para comprender cómo la ley y la legislación conciliar eran puestas en práctica es muy escaso. En particular, para la España del siglo VII no abunda la evidencia documental, y precisamente esto es muy frustrante, por cuanto sí disponemos de indicios según los cuales en esa época el sistema hispanovisigodo disfrutaba de una enjundiosa situación social, cultural y religiosa. Lo que nos gustaría conocer, sobre todo, es cómo ese sistema operaba en el nivel local y cómo interactuó con las élites locales, puesto que todo ello podría contarnos, en efecto, cómo era en realidad la España visigoda. Lo que sí tenemos del siglo VII, sin embargo, es un breve elenco de textos hagiográficos, consistente en cinco obras principales. En las manos de un interrogador hábil este material puede dar respuesta al menos a alguna de nuestras preguntas sobre la naturaleza del mundo que lo produjo. A fin de comprender nuestros textos en su integridad, debemos someterlos a un análisis tanto del género cultural como del contexto histórico.» (Paul Fouracre, en el prólogo a La hagiografía visigoda. Dominio social y proyección cultural, de Santiago Castellanos.)

San Millán y sus discípulos. Marfil, siglo XI.

martes, 25 de agosto de 2015

Jerónimo de San José, Genio de la Historia

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Jerónimo Ezquerra de Rozas (1589-1669) fue un prolífico escritor carmelita cuyo nombre de religión fue Jerónimo de San José. Al estudio de su orden y de sus miembros destacados dedicó la mayor parte de sus trabajos históricos, principalmente de carácter hagiográfico. Pero entre ellas destaca su Genio de la Historia, impreso en 1651 aunque redactado años atrás: su circulación manuscrita entre los círculos intelectuales que frecuenta nos es conocida por diversas referencias epistolares, como la laudatoria de Bartolomé Leonardo de Argensola en 1628: «Haga vuestra paternidad cuenta que este discurso histórico le han hecho en Atenas y en Roma los mayores historiadores Es un interesante tratado en el que el autor reflexiona sobre las características e índole (el genio) de la Historia. La definirá como «una narración llana y verdadera de sucesos y cosas verdaderas, escrita por persona sabia, desapasionada y autorizada en orden al público y particular gobierno de la vida.»

Su concepción de la historia toma como referencia la de los clásicos grecolatinos, naturalmente desde la recuperación y reinterpretación que han elaborado los humanistas del Renacimiento. Al mismo tiempo la herramienta racional que emplea es, inevitablemente, la que le proporciona la escolástica aristotélica común en su tiempo y que aún permanecerá vigente largo tiempo. No es por tanto una obra innovadora, y para el autor la historia es ante todo una obra retórica cuyo valor depende de su forma literaria y de su utilidad práctica y pública de carácter político o moral. De ahí que Jerónimo de San José dedica mucha más reflexión y espacio a las cuestiones de estilo y a los condicionantes que se le deben exigir al historiador, que a las cuestiones metodológicas sobre el acopio de información y su crítica. Quizás ésta sea la causa de su encomio entre los historiadores antiguos a Dextro y Máximo de Zaragoza, por entonces ya rechazados por muchos como meras falsificaciones.

Y sin embargo, podemos reconocer en el Genio de la Historia algunos planteamientos que nos resultan extrañamente modernos: su insistencia en la narratividad de la historia, en la historia como relato; sus precisiones sobre los diferentes conceptos de verdad histórica (diferenciando entre lo que Juan Cruz ha llamado verdad introversiva y verdad extroversiva); su preocupación por todos los aspectos de la realidad, hasta los que pueden considerarse nimios y sin importancia (particularizar cosas menudas, dice); su actualización del sine ira et studio de Tácito: «...el grave daño que a la república y al mundo se sigue de las falsas y apasionadas historias, y el remedio que en esto se debería poner, aunque sería mejor que el mismo historiador le pusiese, deponiendo el odio juntamente con el afecto demasiado. También debería deponer el temor; y armado de una enterísima constancia, atropellar con todo vano respeto, escribiendo lisamente la verdad, y con ella lo que siendo conveniente a la república, ha de herir a los que merecieron esta nota. De ejemplos buenos y de malos se compone la historia, y no la defrauda menos el que por temor calla los unos, que el que por odio los otros.»