viernes, 11 de julio de 2025

La epopeya de Gilgamesh

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C. V. Ceram, en su excelente clásico divulgador Dioses, Tumbas y Sabios, nos cuenta de las expediciones en Mesopotamia de Austen Henry Layard a partir de 1839, y su decisivo descubrimiento de la biblioteca de Asurbanipal en Nínive diez años después. El hallazgo de treinta mil tablillas de arcilla con escritura cuneiforme proporcionó una ingente información de primera mano sobre la historia y la cultura mesopotámica. Además de abundantes obras religiosas, mágicas y médica (todo relacionado), «también se hallaron listas de reyes, anotaciones históricas, noticias políticas, sucedidos e incluso poesías, cantos épicos, leyendas mitológicas, e himnos. Por último, entre todo aquel tesoro hallóse redactada en placas de arcilla la obra literaria más importante del antiguo mundo mesopotámico: la primera epopeya de la Historia universal, la leyenda del maravilloso y terrible Gilgamés, mítica figura que tenía dos tercios de ser divino y uno de persona humana.»

Pero fue George Smith el que, a partir de 1872 y en Londres, donde se habían enviado las tablillas, localizó y tradujo por primera vez la epopeya de Gilgamesh. «Por aquella época, nadie sospechaba que hubiera existido una literatura asirio-babilónica digna de ser comparada con las posteriores grandes obras clásicas de la literatura. No era aquello lo que fascinaba a Smith, científico en el fondo, sin ambición literaria y, probablemente, sin afición por las musas. Pero apenas hubo comenzado el desciframiento, quedó fascinado por la trama de la leyenda y la acción narrada, no por su forma. Y cuanto más progresaba en su tarea, más le entusiasmaba lo que allí se decía, sobre todo una alusión secundaria que hallaba al final...

»Smith había seguido apasionadamente la narración de las grandes hazañas de Gilgamés. Había leído la leyenda del hombre del bosque, Enkidu, que fue llevado a la ciudad por una sacerdotisa prostituta del templo para vencer a Gilgamés, el presumido. Pero la terrible lucha entre los dos héroes no dio una victoria, sino que Gilgamés y Enkidu se hicieron amigos y ambos realizaron juntos nuevas hazañas portentosas: mataron a Chumbaba, el terrible dueño del bosque de los cedros, e incluso provocaron a los mismos dioses al insultar groseramente a la diosa Istar, que había ofrecido a Gilgamés su amor divino.

»Y descifrando fatigosamente, Smith había leído cómo Enkidu falleció de una terrible enfermedad, cómo Gilgamés le lloraba y cómo, para no compartir igual destino, se marchó en busca de la inmortalidad. Encaminóse adonde estaba Ut-napisti, el antepasado común de todos los humanos, el único que con su familia logró eludir el gran castigo impuesto por los dioses al género humano, haciéndose así inmortal. Y Ut-napisti, el antepasado común, contó a Gilgamés la historia de su milagrosa salvación.

»Smith leía aquello con ojos encendidos. Pero cuando su excitación empezaba a transformarse en la certeza de un nuevo descubrimiento, tropezaba cada vez con más lagunas en el texto de las placas enviadas por Rassam, constatando Smith que sólo poseía una parte del texto y que lo esencial, el final de la gran epopeya, con el relato de Ut-napisti, sólo restaba en fragmentos. Pero lo descifrado hasta entonces de la epopeya de Gilgamés no le permitía callar. Al conocerse este hecho, toda Inglaterra, país muy aficionado a las lecturas bíblicas, se conmovió. Un diario muy conocido ayudó a George Smith. El Daily Telegraph hizo saber que pondría 1.000 guineas a disposición de quien hallara el resto de la epopeya de Gilgamés, marchando a Kuyunjik para buscarlo.

»Y George Smith, el ayudante del Museo Británico, aceptó aquel desafío. Lo que le pedían no era ni más ni menos que esto: recorrer miles de kilómetros, desde Londres a Mesopotamia, para buscar allí, en una montaña de escombros que en relación con su volumen apenas estaba escarbada, determinadas placas de arcilla. Llevar a cabo tal tarea era algo así como buscar la famosa aguja en un pajar. George Smith, repetimos, aceptó la propuesta de emprender tan audaz labor. Pero lo más sorprendente es que se repitió uno de aquellos increíbles golpes de fortuna que en el transcurso de las exploraciones arqueológicas se han dado tantas veces: ¡Smith halló inmediatamente las partes que faltaban de la epopeya de Gilgamés!

»Regresó a Londres con 384 fragmentos de placas de arcilla, y entre ellas estaban las que completaban el relato de Ut-napisti, cuya primera alusión tanto le excitó. Aquella historia era la descripción del Diluvio, pero no de una de esas catástrofes acuáticas que aparecen en la mitología primitiva de casi todos los pueblos, sino la descripción de un diluvio bien determinado, exactamente igual al que mucho más tarde contaba la Biblia. Pues Ut-napisti no era sino el bíblico Noé.»

* * *

Presentamos una adaptación simplificada a partir de la edición de Federico Lara Peinado (Editora Nacional, Madrid 1980.) El profesor Lara reunió y tradujo las diferentes versiones asirias, babilónicas, sumerias, hurritas e hititas de cada una de las doce tablillas que componen la Epopeya. Para facilitar el acercamiento a esta obra capital de la Mesopotamia de la primera mitad del segundo milenio antes de Cristo (aunque basada en varios poemas sumerios anteriores), se han unido y simplificado las distintas versiones del poema, y se han introducido leves cambios. No se indican las lagunas del texto, y se han seleccionado y resumido las abundantes notas del editor.

Terminamos con este párrafo del profesor José María Blázquez (1926-2016): «En el Poema de Gilgamesh —y de ahí su impresionante grandeza temática— se cuestionan multitud de facetas de la vida humana (el amor, la amistad, la muerte, la inmortalidad), que quedan más o menos simuladas tras variados elementos de acción, religiosidad o pura fantasía, que orquestan toda la narración en un perfecto crescendo de interés, narración que tanta influencia habría de proyectar sobre los textos bíblicos.»

Placa de terracota que representa la lucha de Gilgamesh
y Enkidu contra Humbaba. Siglos XIX-XVII a. C. (Berlín.)

lunes, 30 de junio de 2025

Julio Cejador y Frauca, Tierra y alma española

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Una de las paradojas de la modernidad es que el liberalismo progresista, que aboga porque la voluntad general rousseauniana deparará necesariamente las benéficas libertad, igualdad y fraternidad, estuvo acompañado desde sus orígenes (Estados Unidos, Francia…) por el disgregador nacionalismo, y dio como fruto el estado nacional y el imperialismo. Anteriormente cada individuo gozaba de una apreciable cantidad de elementos identitarios, compatibles entre sí y compatibles con los otros, como la familia, la religión, el soberano, el país natal, la lengua, el rango, la cultura, el oficio… Ahora todos ellos quedan, en el mejor de los casos, supeditados a la nación y a la ideología, que establecen estrictas separaciones entre los grupos humanos en función de ellas.

Ahora bien, por más que se teorice sobre la existencia de la propia nación desde la noche de los tiempos, y de la pulsión nacionalista, íntima e indestructible en el núcleo de cada individuo, los dirigentes de las sociedades por lo general se encontraron con poblaciones escasa o limitadamente articuladas en el sentido nacional. El siglo XIX (y en adelante…) dedicó una parte considerable de sus energías a afirmar la nación en cada estado, a esforzarse en homogeneizarlo, a establecer qué es y que no es verdaderamente nacional en las costumbres, instituciones, lenguas, cultura, historia, diversiones… En ocasiones se rechazarán usos tradicionales por considerarlos extraños a la Nación, y se sustituirán con tradiciones inventadas, como señaló Hobsbawn, innovaciones a las que en poco tiempo se les reconoce una pátina de siglos falsificada.

Los gobiernos nacionalistas (que lo fueron todos: tradicionalistas, liberales, dictatoriales, democráticos, totalitarios…) llevaron a cabo una propaganda sin límites de la nación: símbolos (bandera, escudo, himno), monumentos a las glorias nacionales (de la política, de la milicia, de la cultura), espectáculos (desfiles y paradas, discursos, teatro, la misma actividad política), los medios de comunicación... Pero una de las estrategias que dio más resultado fue el hecho de encuadrar a toda la población del estado en unas instituciones de asistencia obligatoria durante la infancia (la escuela) y la primera juventud (el servicio militar). Fueron eficaces vehículos para arraigar el conjunto de creencias que caracteriza a cualquier nacionalismo, y todavía lo son hoy, en los tardo-nacionalismos del siglo XXI.

Pues bien, la obra que presentamos obedece a este esfuerzo nacionalizador. Destinada y dedicada a los niños españoles, quiere ser un «verdadero Libro de la Patria: él os enseñará lo que es nuestra tierra, lo que son los españoles, lo que es el alma española, lo que es España.» El autor recorre una a una las regiones y provincias españolas, enhebrando en cada una de ellas descripciones de tierras y gentes, datos objetivos, monumentos y personajes célebres, historias y leyendas. Es una obra de divulgación, y si puede parecer escasamente adaptada a unos lectores infantiles (a pesar de las abundantes invocaciones a los niños a los que se destina), podemos recordar que también Rafael Altamira destinó su extensa Historia de España y de la civilización española, entre otros, a la «gran masa escolar».

La obra de Cejador resulta interesante. Si dejamos un tanto de lado los quizás repetitivos propósitos nacionalizadores, nos quedamos con un abundante compendio de la cultura e historia española, aunque un tanto desequilibrado, escrito a la ligera y a la vez con cierta tendencia a lo erudito. Puede resultar satisfactorio compararlo con otras obras de parecidas pretensiones, como Corazón, de Edmundo de Amicis, y El alma de España, de Havelock Ellis.

El filólogo zaragozano Julio Cejador y Frauca (1864-1927) fue catedrático en la Universidad Central de Madrid y desarrolló una ingente labor investigadora, con obras todavía hoy válidas como los catorce volúmenes de su Historia de la lengua y literatura castellana (1915-1922), La lengua de Cervantes (1905-1906), y otras muchas. Destacó sobre todo en el campo de la lexicografía. Sus planteamientos vasco-iberistas, en cambio, han sido justamente olvidados.

José Luis Melero, tras repasar su vida y su obra (especialmente las contadas obras de ficción que escribió) en un breve estudio, lo caracteriza así: «En Tierra y alma española, libro pensado para los niños y a ellos dedicado, en el que hace un recorrido cultural y sentimental por las distintas tierras de España, Julio Cejador escribió que el aragonés jamás es servil, aunque ello perjudique a sus intereses; que es amigo de la igualdad de todos en libertades y derechos; que es franco, a pesar de los graves problemas que acarrea el manifestar la verdad; que es independiente y digno y que no se rebaja ante nadie, aun a riesgo de pasar por brusco y testarudo; y que estas elevadas cualidades, que se cifran en la independencia y en la entereza, no se dan sin una elevada inteligencia, que predomina sobre la imaginación en el aragonés. ¿Quién no ve en tan atinado juicio el involuntario autorretrato de don Julio Cejador y Frauca?»

José Garnelo, Las glorias de España

lunes, 16 de junio de 2025

Havelock Ellis, El alma de España

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«Una vaca cruzó indolente el campo más próximo y cualquier simple artista podría haberla dibujado, pero siempre me salen mal las patas traseras de los cuadrúpedos. Así que… dibujé el alma de la vaca que veía caminando ante mí bajo el sol; y su alma era púrpura y plata, y tenía siete cuernos y el misterio propio de todas las bestias.» Nos lo cuenta Chesterton, que así profundiza y enaltece al mero bóvido referido, en un artículo publicado en el Daily News, recogido con otros muchos en su Enormes minucias (1909).

Pues bien, algo parecido (salvando la distancia) pretende Henry Havelock Ellis (1859-1939) respecto a España, con su The Soul of Spain publicado en 1908. Ellis fue un acabado ejemplo del intelectual avanzado de su época: médico, próximo a los fabianos, partidario moderado de la eugenesia, reformador social, corresponsal con Unamuno (con un cierto distanciamiento a causa de Manuel Ferrer Guardia)... Pero su fama se debe sobre todo a sus estudios de la sexualidad humana, campo en el que logró una poderosa, duradera y seria influencia. C. S. Lewis bromea al respecto al sugerir que «algunas jóvenes parejas van ahora al sexo con las obras completas de Freud, Kraft-Ebbing, Havelock Ellis y del Dr. Stopes desparramadas a su alrededor sobre las mesillas de noche.»

Ellis visitó con asiduidad España, cuyas tradiciones, vislumbradas todavía niño en una ocasional visita a Lima, tan ajenas al mundo anglosajón, «han ejercido sobre mí, desde entonces, tan poderoso atractivo, y me han causado tan vivas y hondas emociones.» Y concluye: «España representa, ante todo, la suprema actitud de una manifestación primitiva y eterna del espíritu humano, una actitud de energía heroica, de exaltación espiritual, no ya encaminada a fines de comodidad o de medro, sino a los hechos fundamentales de la existencia humana. Esta es la España esencial que me he esforzado por penetrar en mis rebuscas.»

España le atrae poderosamente, y reitera una y otra vez las razones de su admiración, que la hacen tan señaladamente diferente, para lo bueno y para lo malo, del resto de los países europeos. Los calificativos y juicios de valor se amontonan, en un esfuerzo de captar el alma de España: carácter vigoroso, manifestación primitiva y eterna del espíritu humano, energía heroica de exaltación espiritual, temple tenaz pero flexible, admiración por todo lo extranjero, honradez aunque con un poco de lentitud de comprensión, orgulloso de sus pasadas glorias, espíritu esencialmente anticomercial (excepto los catalanes), el más democrático de los pueblos, tierra del romanticismo en su verdadero sentido, carente de verdadero sentido estético, tenazmente preocupado por la muerte, con una singular uniformidad antropológica en toda España, índole selvática cuando no salvaje, infantil simplicidad e intensidad de sentimientos, dureza y austeridad que desdeña lo superfluo, amor a la inacción, indiferencia ante los sufrimientos, individualismo, amor a la independencia y preferencia por las pequeñas agrupaciones del clan…

En fin, por muy tentador que resulte proseguir ad infinitum esta (o cualquier otra) enumeración, puede bastar lo anterior como confirmación del Spain is different de Ellis, muy anterior al lema de promoción turística de los años sesenta del pasado siglo. El problema es que esas apreciaciones en avalancha pueden resultar un tanto vacuas, imprecisas, discutibles, cuando no un mero ejercicio literario. Por un lado estas características son muy diversamente aplicables a los españoles de la época de Ellis (basándonos en los múltiples testimonios que poseemos) o de la época actual (por la propia experiencia de cada uno). Y por otro lado, estas mismas características, si les desprendemos los ringorrangos poéticos que Ellis les adhiere, están tan desigualmente presentes en toda sociedad de cualquier tiempo o lugar.

Pero, de todos modos, intuimos que Ellis encontró en España lo que esperaba encontrar, los mismos prejuicios o juicios previos que se trajo consigo en la maleta, y este hecho no priva en absoluto de interés a la obra. Sus observaciones, sus reflexiones, sus deducciones, aunque no se compartan, sirven para confrontar y calibrar, educadamente, las nuestras propias, y avanzar en una mayor comprensión. Por último, al igual que el alma de la vaca de Chesterton nos permitía adentrarnos en el alma de Chesterton, el alma de España de Havelock Ellis nos da libre acceso a su propia alma, que se adentra por los más interiores vericuetos de la cultura española: el arte, la literatura, la danza, las tradiciones...

La obra corresponde a una época dorada para los nacionalismos, que se esfuerzan en dotar de sustancia, personalidad, trascendencia a cada una de las naciones existentes o imaginadas; a todas ellas se las percibe como realidades preexistentes cuando no eternas, que abducen a los meros individuos que las componen, los cuales poseen una muy menor dosis de realidad y entidad que aquellas. Son múltiples las reflexiones que se hicieron en esos años para comprender, explicar y justificar este fenómeno, y son abundantes los testimonios de ello que hemos incluido en Clásicos de Historia.

Presentamos la traducción que realizó Juan Gutiérrez Gili (1894-1939), aunque hemos repuesto algunas notas y breves pasajes omitidos en la edición española de 1928. También incluimos el breve ensayo El genio de España, publicado en 1902 en la revista The Nineteenth Century and After, y rehecho por Ellis en 1918. Sin embargo, la obra a la que se destinaba, The Genius of Europe, quedará inédita hasta su publicación póstuma en 1950. Es ésta la versión que comunicamos. La traducción es propia.

Mariano Benlliure, Alma española, 1903.
Ilustración para la portada del primer número de la revista del
mismo nombre, uno de los órganos oficiosos de los "noventayochistas"

martes, 10 de junio de 2025

Ricardo Macías Picavea, El problema nacional: hechos, causas, remedios

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Presentamos la obra de uno de los más destacados regeneracionistas que desde fines del siglo XIX reaccionan ante lo que perciben como decadencia española, especialmente a partir de la derrota ante Estados Unidos en 1898. Supone en el fondo el cuestionamiento absoluto de la fallida revolución liberal en España —una de las más tempranas entre las europeas y americanas—, que a su juicio ha sido incapaz de establecer una sociedad moderna y desarrollada como las que se perciben en los países de su entorno. Ricardo Macías Picavea (1847-1899) fue un geógrafo, publicista y ocasional político republicano. Rafael Altamira, en su Psicología del pueblo español (1901 y 1917) caracterizó esta influyente obra así:

«Es interesante advertir que, de ordinario, cuando se ha pretendido analizar nuestra situación presente —y así ocurrió en casi toda la literatura llamada de la regeneración (1898-1901), y aun en algunos libros anteriores—, el examen se ha limitado a los defectos propiamente dichos, deteniéndose en ellos, sin apreciar a su vera otros signos no menos nuestros y de la hora presente, que alguna vez importan y pesan más que los defectos mismos. Esa limitación era y es, por otra parte, muy natural. Lo primero que hiere a todo patriota (y en general a todo hombre) es lo malo, cuyos efectos dolorosos sufre con la consiguiente reacción para librarse de ellos, y en su afán de remediarlos insiste en su examen, lo ahonda y a menudo exagera su alcance y su arraigo. Semejante posición, con necesitar que se la rectifique limpiándola de exageraciones y del fácil pesimismo a que lleva, es, no obstante, preferible a la inconsciencia del peligro, a la corchadura de la piel que no siente los pinchazos del mal y ha perdido los reflejos de la defensa espontánea.

»Tomemos como ejemplo uno de los libros más valientes que se han escrito acerca de nuestros defectos actuales: El problema nacional, del señor Macías Picavea. Para el señor Macías, prematuramente arrebatado a la enseñanza patria, España es un pueblo enfermo, cuyos defectos superan por modo incomparable a las buenas condiciones, o las han soterrado bajo tan espesa capa de vicios, que es ya imposible su nuevo afloramiento.

»Enumera el señor Macías esos vicios o caracteres de la enfermedad nacional del siguiente modo: idiocia, es decir, paralización del progreso, de la marcha evolutiva social; psitacismo o predominio de la palabra, de la retórica, sobre el pensamiento; atrofia de los órganos de la vida nacional (regiones, consejos, gremios, clases, corporaciones sociales); olvido y suplantación de la tradición; pérdida de la personalidad; desorientación; incultura, ideologismo, vagancia, pobreza, moral bárbara, irreligiosidad decadentista, incivilidad regresiva; todo ello derivado de las siguientes lacerías históricas, cuya cuna fue el entronizamiento de la Casa de Austria: cesarismo; despotismo ministerial y caciquismo, degeneraciones de aquél; centralismo; teocratismo; unidad católica e intolerancia; militarismo y parálisis de la evolución.

»El señor Macías es, como se ve, muy pesimista o, por mejor decir, ve muy negro el cuadro de nuestras enfermedades. Quizá por esto es llevado a desconfiar, no sólo de la masa, sino aun de todo esfuerzo colectivo, aunque proceda de una colectividad reducida; y por ello pide «un hombre», es decir, un genio, uno de esos dictadores tutelares que, al parecer, han sido los productores de grandes transformaciones sociales. A la misma conclusión van a parar otros autores de la misma época, unos claramente, otros quizá sin darse cuenta de ello. Y así, aunque tal vez no fuese esa su intención, sobre el coro de tremendas acusaciones y pesimismos irredimibles se levanta la voz del instinto que confía en un remedio, aunque éste consista temporalmente en la sustitución de la actividad colectiva por una fuerza individual redentora.»

Acertó Altamira en su análisis. El siglo XX español muestra una secuencia de recetas redentoras, autoproclamadas cada una como la única eficaz, auténtica materialización del costista cirujano de hierro, y por tanto merecedora de imponerse a la fuerza tan violentamente como sea preciso: el anarco-sindicalismo, la dictadura de Primo de Rivera, el republicanismo de izquierda, los nacionalimos catalán y vasco, el nacional-sindicalismo falangista de la república y del primer franquismo, el colectivismo socialista y comunista de la guerra civil, los sucesivos modelos autoritarios del franquismo... Todas se implantaron en diversa medida, con un coste considerable, hasta la última de ellas, en la que se quiso ver, según lo predicho por Macías Picavea, «el hombre histórico, el hombre genial, encarnación de un pueblo y cumplidor de sus destinos… Patriota ferviente, encarnaría en todas sus resoluciones el alma de la patria; mano de hierro, ante ella caerían, como ante el rayo las torres cuarteadas, oligarcas, banderías y caciques; apóstol y Mesías del pueblo.»

Para pasar página de todos estos redentores (por ahora), habrá que esperar a la Transición: entonces se constatará un intento de acción colectiva que aúne desarrollistas, aperturistas, opositores más o menos democráticos y nacionalistas varios. También nuestro autor lo había vaticinado en cierto sentido, cuando se dirige a la nación entera: «¿Por qué, quemando en arranque de suprema abnegación sobre el ara de la patria en peligro los propios ídolos, no se han de levantar todos los españoles, instituciones, clases, poderes, a fundir sus fuerzas en una fuerza para sustituir con nuestra voluntad y conciencia la que el destino nos niega?» E invoca a la reina, al pueblo, al ejército, a la Iglesia, y a republicanos, carlistas, fusionistas y conservadores.

En Clásicos de Historia hemos comunicado algunas de las obras regeneracionistas más destacadas: Los males de la patria y la futura revolución española (1890) de Lucas Mallada; Idearium español (1897) de Ángel Ganivet; Oligarquía y caciquismo (1901) de Joaquín Costa; y la antología Patriotismo y nacionalismos. Textos regeneracionistas (1898-1934) de Santiago Ramón y Cajal.

lunes, 2 de junio de 2025

Sexto Aurelio Víctor, Sobre los Césares

De un cómic de Philippe Delaby

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En su día comunicamos Sobre los varones ilustres de la ciudad de Roma, obra erróneamente atribuida a Sexto Aurelio Víctor (c. 330-390), el norteafricano hijo de campesinos que logró ascender cultural y socialmente en la sociedad romana hasta alcanzar el rango más elevado: gobernador de Panonia, prefecto de la ciudad de Roma, y por lo tanto del Senado, cónsul, y fue merecedor de que se le erigiese una estatua. Su carrera política se desarrolla especialmente en los reinados de Juliano y Constancio II y, más tarde en el de Teodosio, al que el mismo Aurelio dedicó en Roma una estatua cuyo basamento, con la inscripción que reproducimos más abajo, fue fortuitamente encontrada en el siglo XVI en el entorno del Foro de Trajano.

Respecto a su fama en las Letras, varios autores de su época lo alaban y muestran un gran interés por sus obras, como Amiano Marcelino y Jerónimo de Estridón… y lo plagian, como hizo el desconocido autor de la Historia Augusta; otros posteriores aun lo citan, como Pablo el Diácono en el siglo VIII. Y sin embargo, sólo se le atribuye con seguridad la breve obra que comunicamos, que desde su inicio se presenta como continuación de la caudalosa y dilatada historia de Roma de Tito Livio, aunque más bien parece ser Suetonio su modelo. Es el Liber de Cæsaribus o Aurelii Victoris Historiæ Abbreviatæ ab Augusto Octaviano, id est a fine Titi Livii, usque ad consulatum decimum Constantii Augusti et Iuliani Caesaris tertium, en el que se ocupa de los últimos cuatro siglos del Imperio Romano, hasta su tiempo.

Sin embargo su fama se eclipsó relativamente pronto, como parece demostrar la escasez de manuscritos medievales que se han conservado: apenas dos, y del siglo XV. En cambio, de su contemporáneo Eutropio, autor del Breviario de historia romana, escrito en un lenguaje más fácil y directo, han llegado a nosotros copias en unos ochenta códices. El De Cæsaribus se imprimió por primera vez en Amberes en 1579, y desde entonces por lo general se editó junto a otras dos obras que fueron atribuidas Aurelio Víctor: Origo gentis Romanæ, y el citado Liber de viris illustribus, conocidas conjuntamente como Corpus Aurelianum o Historia tripertita. También se le añadió el llamado el Epitome de Cæsaribus, que tras resumir la obra que nos ocupa, la continúa unos treinta y cinco años hasta la época de Teodosio.

Justin Stover y George Woudhuysen, profesores de las universidades de Edimburgo y Nottingham, publicaron el pasado año el libro The Lost History of Sextus Aurelius Victor, en el que subrayan la llamativa contradicción que se observa entre el gran prestigio como historiador que Víctor tuvo en su tiempo, y lo exiguo de las obras conservadas, lo que les conduce a plantear una interesante hipótesis. Reproducimos a continuación algunos párrafos del artículo que sobre esta cuestión publicaron en el foro Antigone.

«La brecha entre la considerable fama de Víctor con sus contemporáneos y la naturaleza obviamente insatisfactoria de su obra debería al menos hacernos reflexionar. Los gustos antiguos y modernos no siempre coinciden... pero sí parece extraño que Juliano, Jerónimo y el resto tuvieran tan alta estima por una obra tan claramente inadecuada como el De Cæsaribus. Tenemos una excelente idea de lo que los lectores latinos del siglo IV valoraban en una obra de historia y, en lo que a ellos respecta, los modelos a seguir eran Salustio y (en menor medida) Livio. Nadie podría confundir el De Cæsaribus, aunque exiguo, con la punzante brevedad de una de las monografías de Salustio, y menos aún con las exuberantes décadas de la historia de Livio…

»Si examinamos el De Cæsaribus en los manuscritos que transmiten la obra, encontramos algo bastante interesante. El De Cæsaribus tiene una transmisión escasa en manuscritos... pero le dan el mismo título: no el por el que se conoce comúnmente hoy (una invención de principios de la era moderna), sino Aurelii Victoris Historiæ Abbreviatæ. Sólo una cosa puede significar: las Historias abreviadas de Aurelio Víctor, abreviadas no en el sentido de que son meramente cortas, sino más bien en que alguien ha pirateado el texto de un original más extenso. El título mismo nos dice que ésta no es la obra histórica original de Víctor, sino más bien un epítome de la misma…

»La razón de la fama de Víctor entre sus contemporáneos y su oscuridad actual debería ser ahora obvia. Ellos leían la que era, sin duda, una historia monumental del Imperio Romano, que despertó enorme admiración entre los testigos más diversos imaginables en el siglo IV. Nosotros sólo estamos ante dos epítomes fragmentarios de esa obra, sin advertir siquiera que lo son. Podríamos comparar el proceso con intentar juzgar una gran novela por su entrada en Wikipedia: informativa hasta cierto punto, pero que no llega muy lejos.

»Ante nuestras narices se oculta una importante historia perdida del Imperio Romano, a la espera de ser redescubierta. Claro que no podemos leerla completa y debemos conformarnos con resúmenes de su contenido, pero esa es la situación habitual de los grandes historiadores romanos. Las obras de Salustio, Tácito, Tito Livio y Amiano Marcelino nos han llegado sólo parcialmente. Afortunadamente, podemos usar extractos y citas antiguas para comprender las Historias de Salustio y los epítomes antiguos y comprender las líneas generales de la obra de Tito Livio; no se conserva nada similar de las partes perdidas de Tácito y Amiano.

»Las posibilidades que todo esto plantea resultan muy emocionantes. No hay pruebas sólidas de que alguien hubiera intentado escribir una historia a gran escala en latín después de la época de Tácito y Suetonio, a principios del siglo II. Al escribir una historia tan sustancial en el año 360 de C., Víctor emprendió una aventura extraordinaria. Su obra muestra el arranque del gran resurgimiento de la literatura latina de fines del siglo IV, e influyó claramente en sus contemporáneos, y de ahí la admiración que despertó. Una comprensión adecuada de la historia perdida de Sexto Aurelio Víctor transformará nuestro conocimiento del pasado romano.»

Inscripción de la basa de una estatua de Teodosio
encontrada cerca de la Columna Trajana, en Roma.

«A quien ha superado la clemencia, santidad
y munificencia de los antiguos emperadores,
nuestro señor Flavio Teodosio,
piadoso, vencedor, emperador para siempre,
Sexto Aurelio Víctor, de rango senatorial,
prefecto de la ciudad, juez en lugar del emperador,
la consagró (la estatua) a su divina majestad.»

(Corpus Inscriptionum Latinarum VI 1186)

lunes, 19 de mayo de 2025

Jacob Burckhardt, La época de Constantino el Grande. Paganismo y cristianismo

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En su obra ¿Qué es la historia cultural?, Peter Burke se refiere así al que puede considerarse como uno de los primeros y más importantes creadores de esta corriente historiográfica, el suizo Jacob Burckhardt (1818-1897).

«No es casual que los historiadores culturales más destacados del período, Jacob Burckhardt y Johan Huizinga, pese a ser académicos profesionales, escribieran principalmente sus libros para el gran público. Tampoco es casual que la historia cultural se desarrollara en el mundo de habla alemana antes de la unificación de Alemania, cuando la nación era una comunidad cultural más que política, ni que la historia cultural y política llegasen a concebirse como alternativas o incluso como opuestas. En Prusia, sin embargo, la historia política era dominante. Los discípulos de Leopold von Ranke tachaban la historia cultural de marginal o de asunto de aficionados, por no basarse en documentos oficiales de los archivos ni contribuir a la tarea de construcción del Estado

»En su producción académica, Burckhardt abarcaba un amplio espectro, desde la Grecia antigua, pasando por los primeros siglos del cristianismo y el Renacimiento italiano, hasta el mundo del pintor flamenco Pedro Pablo Rubens. Hizo relativamente poco hincapié en la historia de los acontecimientos, prefiriendo evocar una cultura pasada y resaltar lo que llamaba sus elementos “recurrentes, constantes y típicos”. Procedía intuitivamente, empapándose del arte y la literatura del período que estaba estudiando y estableciendo generalizaciones que ilustraba con ejemplos, anécdotas y citas, evocadas con su vívida prosa.»

Y más adelante: «...Burckhardt defendía la relativa fiabilidad de las conclusiones sacadas por los historiadores culturales. La historia política de la antigua Grecia, sugería, está plagada de incertidumbres porque los griegos exageraban o incluso mentían. “En cambio, la historia cultural posee un grado primario de certeza, pues consta en su mayor parte de material transmitido de modo no intencionado, desinteresado o incluso involuntario por las fuentes y los monumentos.”

»En lo que atañe a la relativa fiabilidad, Burckhardt tenía sin duda su parte de razón. Su argumentación acerca del testimonio “involuntario” resulta asimismo convincente: los testigos del pasado pueden decirnos cosas que ellos no sabían que sabían. Con todo, sería imprudente asumir que las novelas o los cuadros son siempre desinteresados, que están libres de pasión o de propaganda. Al igual que sus colegas de la historia política o económica, los historiadores culturales necesitan practicar la crítica de las fuentes, preguntándose por qué llegó a existir un determinado texto o imagen; si tenía como propósito, por ejemplo, persuadir a los espectadores o a los lectores para que emprendiesen un determinado curso de acción.»

Presentamos en esta entrega una obra de 1853, La época de Constantino el Grande, que en español fue titulada Paganismo y cristianismo, ya que son estos aspectos ideológicos los que entonces ocuparon a un todavía joven Burckhardt. Naturalmente, la investigación histórica, el conocimiento y crítica de las fuentes del siglo IV han avanzado mucho en estos últimos siglo y tres cuartos. Como ejemplo, sirva la valoración de la Historia Augusta, que nuestro autor emplea profusamente, y que, como vimos en su día, desde fines del siglo XIX fue muy cuestionada. Y sin embargo, con esta obra de Burckhardt nos encontramos ante un auténtico clásico, con el que podemos llevar a cabo un original acercamiento a una época clave en la historia.

Luis Suárez, en su Grandes interpretaciones de la Historia, lo elogiaba así: «Burckhardt, uno de los historiadores más grandes que hayan existido...». Y de sus principales obras, La época de Constantino el Grande, La cultura del Renacimiento en Italia, y su Historia de la cultura griega, señala que «siguen siendo básicas en la formación de cualquier historiador. Él mismo las definía diciendo que de ninguna manera quería hacer simple erudición ni tampoco Filosofía de la Historia, sino un esfuerzo comprensivo sobre determinadas épocas del pasado. Historiar es ejercer “el registro de los hechos que una edad encuentra notables en otra” (...) De su definición de esta ciencia nacía el hecho de que cada generación descubre perspectivas nuevas al suceder histórico. En cierto modo puede decirse que rehace la Historia, aunque no en el sentido de que abandone cuanto se hiciera anteriormente.»

lunes, 5 de mayo de 2025

Rufo Festo, Breviario de las victorias del pueblo romano

Sólido de Valente

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Rufo Festo, que murió en 380, fue un alto funcionario, quizás magister memoriæ, de Valente (328-378), el augusto del Imperio Romano de Oriente que muere en la Batalla de Adrianópolis ante los godos dirigidos por Fritigerno. En realidad, se ignora casi todo sobre el autor de esta entrega. Incluso su nombre está poco claro. En los manuscritos conservados (el más antiguo del siglo VII) aparece como Rufus Festus, Sextus Rufus, Sextus Festus… Por otra parte, los expertos discuten su identificación con el citado magister memoriæ Festo de Tridentum, severo procónsul en Asia, enviado por Valente para reprimir una sublevación, y mencionado por numerosos historiadores de la época, como Amiano Marcelino y Zósimo.

En cualquier caso, el Breviarum rerum gestarum populi romani se presenta (en muchos manuscritos) dedicado al emperador. No posee un excesivo valor historiográfico. Es un breve resumen de las sucesivas conquistas de los romanos desde sus orígenes, aunque centrado especialmente en su frontera oriental contra los herederos del antiguo Imperio Persa, partos y sasánidas. Festo, aunque celebra las victorias y conquistas romanas, no oculta algunos fracasos. Generalmente se ha considerado esta obra como un informe con finalidad de propaganda, elaborado de cara a la campaña que hacia el 370 prepara Valente contra Sapor II.

A pesar de lo superficial de su contenido y lo breve de su extensión, o quizás por eso mismo, esta obra fue copiada repetidas veces en un buen número de códices durante la Edad Media. En ocasiones está acompañada por otras dos obras aun más escuetas, que incluimos en esta entrega, y que algunos atribuyeron al propio Festo, algo hoy rechazado. Ambas son meros listados de datos. El Catálogo de las provincias romanas enumera las once regiones y ciento trece provincias del Imperio Romano, y añade las principales ciudades de las provincias de las Galias; parece ser posterior a Rufo, de tiempos de Teodosio. 

La Descripción de la ciudad de Roma, que está incompleta, relaciona templos, termas, teatros, arcos y otros monumentos, junto con otros muchos datos: plazas, barrios, cisternas..., de cada una de las catorce regiones en que divide la Urbe. Se han conservado diversas versiones con títulos diferentes y contenidos variables: Curiosum urbis Romae regionum XIIII, o Notitia urbis Romae regionum XIV. Entre tanta magnificencia citada, llama la atención el hecho de que no se mencione ninguna iglesia, por lo que se sugiere que el original perdido fue redactado a principios del siglo IV.

Se incluyen los correspondientes textos latinos.

Xilografia de Antiquae Urbis Romae cum Regionibus Simulacrum, Roma 1532

lunes, 21 de abril de 2025

Lucio Cecilio Firmiano Lactancio, Cómo mueren los perseguidores

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Bernardino Llorca, en La Iglesia en el mundo grecorromano, primer tomo de la extensa Historia de la Iglesia Católica de la BAC publicada a partir de 1949 y con abundantes reediciones, nos presenta así al clásico de esta entrega, Lucio Cecilio Firmiano Lactancio (c. 245-325):

«Del África procedía el escritor más insigne del Occidente cristiano en este período, Lactancio. Había sido discípulo de Arnobio, pero abandonó el África y se dirigió al Oriente, a la importante ciudad de Nicomedia, donde fue empleado por el emperador como profesor de retórica. Bien instruido en la cultura y en la filosofía antigua, antes de la persecución de Diocleciano se convirtió al cristianismo. Después del año 305, en que, habiéndose retirado Diocleciano, quedó Galerio único dueño del Imperio en Oriente, mandó éste cerrar las escuelas de retórica, y Lactancio se vio reducido a la más espantosa miseria. De ella vino a sacarlo Constantino, quien lo llamó a las Galias el año 311, nombrándolo preceptor de su hijo Crispo. En esta ocupación continuó pacíficamente hasta el fin de su vida, entretenido en la composición de sus obras.

»Muchas son las que escribió Lactancio antes y después de su conversión, en todas las cuales aparece su estilo escogido y clasicista, que le mereció el renombre de Cicerón cristiano. Entre sus escritos cristianos merecen especial mención las obras Sobre la operación de Dios y De la ira de Dios. Más notable todavía es otra de carácter dogmático, titulada Instituciones divinas, verdadera apología de la religión cristiana y compendio de su doctrina. En esta última obra es donde más se muestra la deficiencia de la instrucción de su autor, pues en realidad resulta floja e incompleta.

»Mucho más nombre le ha dado el trabajo histórico Sobre la muerte de los perseguidores, que trata del fin trágico de los que persiguieron a la Iglesia y reúne multitud de tradiciones y leyendas sobre este tema. Es, juntamente con Eusebio [de Cesarea] la fuente principal, sobre todo para la persecución de Diocleciano. A imitación de Eusebio, tiene especial predilección en citar fragmentos de autores de su tiempo, que dan un sabor de objetividad relativa a su obra.»

Por otra parte, nuestro conocido Jerónimo de Estridón, en su Varones ilustres, nos informa de más obras de este prolífico autor, de temática no religiosa, la mayoría de las cuales no han llegado hasta nosotros. «Firmiano, también llamado Lactancio, discípulo de Arnobio, fue llamado a Nicomedia en tiempos de Diocleciano junto con Flavio el Gramático, cuyo poema De la medicina se conserva todavía, y allí enseñó retórica. Y como no tenía discípulos (ya que era una ciudad griega), se dedicó a escribir.

»Tenemos un Banquete suyo, que escribió siendo joven en África, y un Itinerario de un viaje de África a Nicomedia escrito en hexámetros, y otro libro que se llama El Gramático, muy hermoso, De la ira de Dios y De las instituciones divinas contra las naciones, siete libros, y un Epítome de la misma obra en un solo volumen, sin título; también dos libros A Asclepíades, un libro De la persecución, cuatro libros de Epístolas a Probo, dos libros de Epístolas a Severo, dos libros de Epístolas a su discípulo Demetrio y un libro al mismo tiempo De la obra de Dios o de la creación del hombre. En su extrema vejez fue tutor de Crispo César, hijo de Constantino en la Galia, el mismo que luego fue condenado a muerte por su padre.»

Y Ernst Bickel, en su Historia de la literatura romana, nos recuerda que tras el envenenamiento de su discípulo, «bajo la impresión de este suceso, Lactancio suprimió la dedicatoria de su obra principal [Divinæ Institutiones] a Constantino el Grande.» Y «al mismo tiempo Lactancio, en la nueva edición de la obra, aprovechó la ocasión para suprimir pasajes escandalosos desde el punto de vista dogmático.»

En relación con las persecuciones a los cristianos a principios del siglo IV comunicamos en su día el Peristephanon o Libro de las Coronas del hispano Aurelio Prudencio Clemente. Y sobre el talante bastante cruel y sanguinario de la sociedad romana de la época que se desprende de la obra de Lactancio, encontraremos abundantes muestras que lo corroboran en la Historia del Imperio Romano del 350 al 378 de Amiano Marcelino.


lunes, 7 de abril de 2025

Luis Zapata de Chaves, Miscelánea o Varia historia

El Arte Poética de Horacio, por Luis Zapata, Lisboa 1592

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En la Biblioteca Nacional de Madrid se conserva un curioso manuscrito de fines del siglo XVI, transcrito y publicado por Pascual de Gayangos en 1859. Contiene dos centenares y medio de capítulos, la mayoría muy breves, con un sinfín de anécdotas, pensamientos, chistes, lecturas, noticias verdaderas y rematadamente falsas… De ahí que se la haya titulado comúnmente como Miscelánea, aunque su autor la denomina Varia historia. Realmente, no es equiparable a las Noches Áticas de Aulo Gelio, o a los Ensayos de Montaigne, pero poseen un gran atractivo como medio para acercarnos a los valores, intereses y vivencias de un representativo personaje renacentista.

La obra fue dictada a lo largo de los últimos años de su vida por el caballero extremeño Luis Zapata de Chaves (1526-1595), de la Orden de Santiago, y señor de vasallos. En el prólogo de su Libro de Cetrería (1583), nos informa de lo que podemos considerar su proyecto vital: «Por tres cosas alababa Platón a sus dioses: que le habían hecho hombre y no bestia, varón y no hembra, griego y no bárbaro; yo, en la juvenil edad que me hallé con aquellas mismas, y mejor la postrera, que es ser español, deseé otras tres: ser gran cortesano y ser gran poeta y justador. Lo que de esto alcancé, que cierto fue poco, a los juicios ajenos, que son los jueces, lo remito.»

Cortesano lo fue durante veinte años, desde que con nueve de edad se incorporó como paje al séquito del futuro Felipe II, del que era coetáneo. Junto a él recibió una extensa formación intelectual y física, el hábito de la Orden de Santiago, y la oportunidad de acompañar al príncipe en su felicísimo viaje (1548-1551) a través de Italia, Alemania y Flandes. En 1556 se desvinculará de la corte, cuando la abdicación del emperador. Zapata se casa y se establece en su Llerena natal, con frecuentes desplazamientos a Sevilla, Talavera…

Ejercitó con maestría las actividades más propias de la nobleza, la caza (especialmente la altanería) y las justas. Hay numerosas referencias a ello en la Miscelánea, y en obras de otros autores. Pero un caballero renacentista ha de ser también poeta. Su obra más ambiciosa es el Carlo Famoso (1566), epopeya que narra los hechos de Carlos I. Su publicación le deparó cuantiosos gastos, una escasa repercusión, y además fue seguida por una profunda caída que le conduce a una prisión severa durante dos años, y más limitada (vive con su familia y seis criados) durante otros veinte, hasta su rehabilitación plena en 1591.

Marcelino Menéndez Pelayo, en su Orígenes de la novela, se refiere así la obra que presentamos: «El caballero extremeño don Luis Zapata (...) retrájose en su vejez, después de haber corrido mucho mundo, a su casa de Llerena, “la mejor casa de caballero de toda España (al decir suyo), y aun mejor que las de muchos grandes”, y entretuvo sus ocios poniendo por escrito, sin orden alguno, en prosa inculta y desaliñada, pero muy expresiva y sabrosa, por lo mismo que está limpia de todo amaneramiento retórico, cuanto había visto, oído o leído en su larga vida pasada en los campamentos y en las cortes, filosofando sobre todo ello con buena y limpia moral, como cuadraba a un caballero tan cuerdo y tan cristiano y tan versado en trances de honra, por lo cual era consultor y oráculo de valientes.

»Resultó de aquí uno de los libros más varios y entretenidos que darse pueden, repertorio inagotable de dichos y anécdotas de españoles famosos del siglo XVI, mina de curiosidades que la historia oficial no ha recogido, y que es tanto más apreciable cuanto que no tenemos sobre los dos grandes reinados de aquella centuria la copiosa fuente de Relaciones y Avisos que suplen el silencio o la escasez de crónicas para los tiempos de decadencia del poderío español y de la casa de Austria.

»Para todo género de estudios literarios y de costumbres; para la biografía de célebres ingenios, más conocidos en sus obras que en su vida íntima; para empresas y hazañas de justadores, torneadores y alanceadores de toros; para estupendos casos de fuerza, destreza y maña; para alardes y bizarrías de altivez y fortaleza en prósperos y adversos casos, fieros encuentros de lanza, heroicos martirios militares, conflictos de honra y gloria mundana, bandos y desafíos, sutilezas corteses, donosas burlas, chistes, apodos, motes y gracejos, proezas de grandes soldados y atildamiento nimio de galanes palacianos; para todo lo que constituía la vida rica y expansiva de nuestra gente en los días del Emperador y de su hijo, sin excluir el sobrenatural cortejo de visiones, apariciones y milagros, alimento de la piedad sencilla, ni el légamo de supersticiones diversas, mal avenidas con el Cristianismo, ofrece la Miscelánea de Zapata mies abundantísima.»

Del manuscrito original

lunes, 24 de marzo de 2025

Nicolás de Condorcet, Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano

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La Ilustración troca el viejo mito de la pasada y admirable Edad de Oro, por el nuevo mito del futuro y admirable Progreso; hay una ley en la naturaleza humana que la aboca a una perfectibilidad sin límite. Sólo cuando la sociedad da la espalda a la razón (por culpa de la tiranía y la superstición) se producen retrocesos o estancamientos de los que saldrá gracias a las luces de los filósofos. La confianza en el Progreso se convierte así en el elemento central de la nueva religión secular, todavía hoy dominante.

Son progresistas los que incorporan esta creencia a su modo de enfrentarse a la realidad, para comprenderla, y para actuar en ella. Resulta, además, muy satisfactoria: sitúa a su practicante en el lado bueno de la historia, ya que está destinado necesariamente a triunfar: trabajan por el Progreso, son necesariamente beneméritos. El rechazo al Progreso es en cambio abominable: lo practican los reaccionarios que rehúsan la aplicación de las correctas medidas a que induce la razón; necesariamente son necios o malvados (o las dos cosas).

Pero aquí se nos plantea un problema de considerable entidad. Los que se han caracterizado como progresistas en estos últimos dos siglos y medio, se han representado (con esforzado convencimiento) el Progreso de la humanidad de formas muy variadas: poco tienen que ver el futuro y las recetas para alcanzarlo que ofrecen ilustrados y revolucionarios de fines del XVIII, con el de los liberales doctrinarios, con el de los radicales y republicanos del XIX, con el de los socialistas y comunistas del XX, con el de los posmodernos actuales.

Todos sus futuros son contradictorios entre sí, y resultan inservibles para la siguiente generación. Y sin embargo, al reflexionar sobre el pasado se mantiene un sentimiento de hermanamiento con todos los progresistas, del ayer, hoy y mañana, y lo más que se hace es desplazar a los reaccionarios actuales los futuros rechazados de los progresistas pretéritos. El talante progresista se convierte así en una cáscara vacía, a rellenar con los valores, principios ideológicos, gustos estéticos, que estén de moda en cada época.

Podemos considerar al ilustrado Nicolás de Caritat, marqués de Condorcet (1743-1794) como uno de los más prestigiosos fundadores del progresismo. Matemático, científico, filósofo y político, se implicó a fondo en la Revolución francesa, desde el primer Comité de los Treinta hasta acabar militando en las filas girondinas. El terror jacobino le amenazó de muerte y le obligó a esconderse, y durante varios meses redactará este Bosquejo, el plan de una extensa obra destinada a examinar pormenorizadamente la historia de la Humanidad, en su progreso indefinido. Finalmente será detenido y encarcelado, y parece ser que se dio muerte apenas dos días después.

Luis Suárez en sus Grandes interpretaciones de la historia nos lo presenta así: «El libro del marqués de Condorcet, Esbozo de un cuadro histórico de los progresos de la mente humana, es en cierto modo una obra trágica, pues fue escrito por su autor cuando esperaba ser guillotinado en el Terror de 1793. Constituye un a modo de testamento de la Ilustración. Condorcet arrancaba de dos principios en los cuales creía firmemente: a) la perfectibilidad humana es indefinida, y b) la razón nunca puede retroceder. De modo que, mientras la tierra pueda soportar a los hombres, éstos seguirán progresando en sabiduría, en virtud y en libertad, sin que quepa la menor duda de ella. Por vez primera se formula la famosa ecuación de Auguste Comte: sabiduría, riqueza y felicidad.

»Condorcet creía haber descubierto una ley universal, la del progreso, válida para explicar la Historia y para predecir el futuro. Un día llegará en que los hombre vivan en libres comunidades nacionales, sin tiranos ni sacerdotes, subordinados todos a la razón. El progreso abarca todos los aspectos. Es riqueza que aparece como resultado de la ciencia. Es larga vida, que nacerá de los nuevos conocimientos médicos e higiénicos. Es virtud, porque la educación sistemática heredada hará del hombre una criatura moral. Nos parece escuchar, en estos principios, el credo social de nuestros abuelos. Pese a todo, Condorcet admite que el progreso no es función natural y necesaria: dos obstáculos se le oponen, la religión, que divide a los hombres, y el exceso demográfico —una preocupación europea muy de su tiempo—, que puede quebrantar el índice de riqueza. Como remedio a lo primero aconseja la instrucción laica; para lo segundo, el maltusianismo.»

En Clásicos de Historia comunicamos en su día las siguientes obras de Condorcet: Reflexiones sobre la esclavitud de los negros (1781), y el Compendio de La Riqueza de las Naciones de Adam Smith (1776).

lunes, 10 de marzo de 2025

Martín Hume: Historia del pueblo español; su origen, desarrollo e influencia

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«Yo podría citaros, y aquí los traigo, algunos textos admirables del gran historiador Martín Hume, que honra hoy a la ciudad de Madrid que le hospeda. No los leo; son tan vivos, afirman con tanta intensidad esa diferencia [la personalidad nacional de Cataluña, a la que acaba de referirse], que supongo que, al través de mis labios, esos textos os ofenderían, y yo no he venido aquí para ofenderos.» Es Francisco Cambó el que se dirige así en 1907 a los diputados en el Congreso, en el curso de la discusión sobre la Ley de reforma de la Administración Local presentada por el gobierno largo del conservador Antonio Maura.

El historiador al que se refiere es Martin Andrew Sharp Hume (1843-1910), y posiblemente los textos a los que alude proceden de la obra The Spanish people; their origin, growth, and influence (1901), cuya temprana traducción (1904) comunicamos hoy aquí. Este importante hispanista británico, establecido en España durante una parte considerable de su vida, gozó de una considerable fama en nuestro país por sus estudios, centrados sobre todo en los siglos XVI y XVII y en las relaciones entre España e Inglaterra.

Trató y fue apreciado por buena parte de la intelectualidad española de su época, que se refirieron así la obra que presentamos. Rafael Altamira, en su Psicología del pueblo español: «Merece respeto, aunque cabe discutirla en muchos puntos, la opinión de míster Martin A. S. Hume formulada en su libro The Spanish peopleJulián Juderías, en La leyenda negra y la verdad histórica: «Hasta ahora no ha escrito ningún español un… análisis de la época de Felipe IV como el de Martin Hume.» Miguel de Unamuno: «Pocos libros me han sido más sugestivos de reflexiones respecto a nuestra España y a nosotros los españoles, que este libro de un inglés que nos conoce y nos estima. Es a primera vista un excelente compendio de historia de España; pero si bien se mira, resulta un excelente tratado de psicología del pueblo español.» En cambio, tras reconocer su popularidad e influencia, el hispanista mejicano Carlos Pereyra concluye: Hume ha construido una «fantástica historia de un pueblo imaginario».

Y hoy, siglo y cuarto después de su publicación, ¿cómo podemos valorarla? Y ¿qué interés tiene su lectura? Hume no muestra ninguna animadversión hacia España y los españoles. Al contrario, muestra ese interés y cercanía característico de tantos hispanistas, que les lleva a emprender la confección de síntesis históricas sobre España con las que pretenden darla a conocer a sus compatriotas y explicarla, y que suelen ser recibidas con interés y reconocimiento en los medios cultivados españoles. (Una de las últimas muestras de ello, que todavía no he tenido ocasión de leer, es The Penguin History of Modern Spain, 1898 to the Present, de Nigel Townson.)

Quizás el problema (y por tanto el interés en su lectura) radique en el punto de partida de Martin Hume: «Se intenta en este libro trazar la evolución de un pueblo muy complejo, a partir de sus varias unidades étnicas, y buscar en las particularidades de su origen y en las circunstancias de su desarrollo la explicación de su carácter e instituciones, y de las principales vicisitudes que ha atravesado como nación.» El subrayado es mío.

A la hora de emprender su síntesis totalizadora de la historia de España, Hume acude ante todo a la herramienta entonces aun no desprestigiada que oscila entre el etnicismo y el racismo: los pueblos constituyen entidades cerradas en sí mismos que conservan a través de los siglos sus características primordiales, para bien y para mal. Un acercamiento a dicho planteamiento lo hicimos en Las razas europeas en la Antropología racista, y una manifestación clara es La Raza, de Pere M. Rossell. Así, Hume considera el sustrato hispánico-ibérico como africano, beréber, que continuamente aflora a través de los siglos, pero que cuando interesa se fragmenta en etnias contrapuestas, «los celtíberos romanizados y bautizados, y los francogodos feudales». Aquí radica el entusiasmo que mostraba Cambó por nuestro autor.

Pero es que además, Hume en su esfuerzo de entender y explicar la historia de España, asume buena parte de la leyenda negra: el esplendor y tolerancia de Al Ándalus, donde «la gran mayoría de la población civil mozárabe estaba muy contenta con su suerte»; el papel de la Iglesia es dominante en lo social, económico y cultural; la Inquisición española parece asumir en sí toda la intolerancia europea; la casi eterna decadencia española, que se inicia apenas se sale de las brumas medievales, que dura casi hasta el presente, y sólo se interrumpe brevemente por la acción limitada de ilustrados y liberales…

En realidad estos despropósitos y exageraciones ya habían sido aceptados como hechos evidentes por una parte significativa de la intelectualidad y de la clase política española, especialmente desde la orilla progresista y radical. Y, naturalmente, no resultaron eficaces para contrarrestarlos la leyenda rosa del nacionalismo más conservador o tradicionalista. Ya lo señaló Julián Juderías: «Esta leyenda, convertida en dogma, hace que los liberales, para serlo, tengan que afirmar públicamente que la historia de España va envuelta en las sombras de la intolerancia y de la opresión, y que los reaccionarios, para serlo también, entonen himnos de alabanza al Santo Oficio y consideren como un timbre de gloria para nuestra patria el haber mantenido tan benéfica institución por espacio de tres siglos.»

Hemos incluido como Anexos dos interesantes artículos en los que se enjuicia y valora la Historia del pueblo español. El primero, patentemente laudatorio, de Unamuno, que encuentra coincidencias de pensamiento con Hume en lo referente al individualismo español. El segundo, de Pereyra, evidentemente crítico, que enumera lo que considera errores, omisiones y contradicciones por parte de Hume.