viernes, 28 de septiembre de 2018

José del Campillo, Lo que hay de más y de menos en España, para que sea lo que debe ser y no lo que es


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En un libro algo anterior al que hoy comunicamos, España despierta, José del Campillo había escrito: «Voy a escribir de España, contra España (y para España), tres circunstancias que aunque parece no se convienen, haré por manifestar cómo se conciertan. Escribo de España lo que no quisiera escribir, escribo contra España porque la retrato tan cadavérica como hoy está, y escribo para España deseando sea lo que debe ser. De España escribo, no como debiera España merecer que se escribiese, sino como lo pide su lastimosa presente situación. Contra España escribo según merece el descuido de su angustia, pero esto es más para despertarla que para ofenderla; y por esto escribo para España, porque notar el daño y advertir el remedio es más admirable efecto del amor que horrible producto del vituperio.»

Cuando escribe sus obras José del Campillo y Cossío (1693-1743) ha alcanzado la cima de su carrera administrativa durante el reinado de Felipe V. Se inició en labores de gestión de la armada y astilleros, y ocupó progresivamente diversos cargos por toda la monarquía: Cuba, Italia, intendente en Aragón… En 1739 es nombrado secretario de estado de Hacienda, y en 1741 del despacho universal y de Marina, guerra e Indias. Durante dos años, hasta su prematura muerte, dirige el gobierno del imperio. Sus escritos pueden interpretarse como el programa de su acción gubernamental, centrada ante todo en el remedio y mejora de la economía, aunque sus intenciones se vieron obstaculizadas por la intervención en la guerra de sucesión austriaca.

En su Lo que hay de más y de menos en España, para que sea lo que debe ser y no lo que es (1742), Campillo nos manifiesta su talante reformista e ilustrado: «Si todo español verdaderamente instruido tomase a su cargo el declamar con fervor contra aquel descuido, vicio, omisión o defecto en que con más continuación delinquiesen sus paisanos, inclinándolos al aborrecimiento de la pereza y dirigiéndolos a la estimación de la diligencia, tal vez serían más liberales que los flojos, porque una incesante persuasión hasta en los brutos se imprime, pero si los consejeros duermen, si los ministros sueñan y los magistrados descansan cuando lo demás del reino delira, no puede sobrevenir a tan remiso desmayo más que un torpe paroxismo. Estén entregadas a éste aquellas naciones que no tienen aliento en el corazón, vigor en el brazo, poder en el ingenio y nervio en el Erario, pero quien todo esto tiene y tan acreditado como en España, se considerará su flojedad como monstruosa destemplanza si en las otras se advierte como naturaleza.»

Y poco después: «Yo escribo lo mismo que siento, aunque siento haya verdadera causa para lo que escribo. No guardaré aquellos aparentes respetos que dicta la adulación, porque entonces faltaría a las leyes de la verdad, ni se conocerá en mis proposiciones otra aceptación que la que influye el aprecio que hago de lo verídico. Como esta idea es más para ejemplo que para diversión, sin el molde, mi cuidado lo sabrá poner donde me sobreviva sin dar en las manos de quien por enemigo de la patria la devorase.»

Los ideales de estos primeros reformistas seguirán presentes durante mucho tiempo. Un anciano Francisco de Goya (medio siglo más joven que Campillo) los representa para cerrar, con un patente anhelo de esperanza, sus aciagos Desastres de la guerra. Es el grabado 82: Esto es lo verdadero, en el que afirma el único remedio para una España destrozada, la unión de la Paz con el Trabajo, naturalmente representado como un agricultor. Quizás resulta premonitorio de la posterior historia de la España contemporánea, el que este grabado fuera suprimido en las colecciones que se imprimieron y comercializaron más tarde.


viernes, 21 de septiembre de 2018

Miguel Serviá, Relación de los sucesos del armada de la Santa Liga, y entre ellos el de la Batalla de Lepanto, desde 1571 hasta 1574

Jacopo Bassano, Un franciscano

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Miguel Serviá, natural de Mallorca y franciscano, fue uno de los capellanes de Don Juan de Austria que le acompañaron durante las campañas mediterráneas que encabezó contra los turcos, a raíz de la formación de la Santa Liga, compuesta por Venecia, la Santa Sede, y la Monarquía Hispánica. Fue anotando brevemente los principales recursos, mandos, operaciones y acontecimientos, con ocasionales referencias a los lugares que recorre, de los que gusta añadir pequeñas pinceladas repletas de referencias a la Antigüedad, típicamente renacentistas. El relato se trunca con la muerte del autor en Palermo en 1574.

Rafael Altamira, en su Historia de España y la civilización española, nos valora los acontecimientos del siguiente modo, a partir de la exitosa defensa de la isla de Malta: «Esta victoria libró, indudablemente, al Mediterráneo occidental, de convertirse en un mar turco; pero no quebrantaba por completo el poderío del imperio de Constantinopla, el cual siguió extendiendo sus conquistas y desembarcos por el archipiélago griego y el Adriático, atacando principalmente las posesiones venecianas. Al amenazar seriamente la isla de Chipre (1569), que pertenecía a Venecia, esta república pidió auxilio al Papa (Pío V), quien a su vez excitó el celo del rey español para que apoyara una acción decisiva contra los turcos. Felipe (II) contestó afirmativamente, viendo en esto una ocasión de aniquilar el poder turco. Se concertó una liga entre el Papa, España y Venecia, y, predicada la cruzada contra los turcos, formóse una escuadra poderosa, de 264 naves mayores y menores con 79.000 marineros y combatientes, cuyo mando tomó un hijo bastardo de Carlos I, Don Juan de Austria, de quien volveremos a hablar más adelante. La escuadra zarpó de Mesina y se dirigió hacia Grecia, encontrando a la turca en el golfo de Lepanto, donde se dio una terrible batalla (7 de Octubre de 1571) completamente favorable a los cristianos, merced al ardimiento que a sus tropas comunicó Don Juan, y a la serenidad y táctica de Don Álvaro de Bazán. En esta batalla luchó y quedó manco a consecuencia de una herida, Miguel de Cervantes.

»Por segunda vez, España libraba del peligro turco a Europa: pero, como a menudo ocurre en casos semejantes, de la victoria de Lepanto no se sacaron todas las consecuencias políticas que naturalmente pudo producir. En vez de proseguir la campaña, el Rey dio orden a Don Juan para que se retirase hacia Túnez. Contribuyeron a esta decisión varias causas: la muerte de Pío V, que quebrantó la liga; el acomodamiento buscado por Venecia con el Sultán turco; los graves sucesos de Holanda, que preocupaban mucho a Felipe y distraían las fuerzas, y el recelo que el monarca tenía por los planes ambiciosos de su hermano. Don Juan, en efecto, soñaba con reconquistar a Constantinopla, restaurando el antiguo imperio bizantino, y para esto hallaba apoyo entre los personajes de la curia romana, y el clero en general. Pero Felipe no envió los socorros pedidos, y Don Juan tuvo que desistir, dirigiéndose a Túnez (octubre de 1575), cuya capital tomó, trocando su primer sueño por el de un imperio en el norte de África. Tampoco le alentó en esto su hermano. Le ordenó que arrasase las fortificaciones de Túnez, y Don Juan desobedeció la orden, dejando en la plaza una guarnición de 8.000 españoles. El monarca suprimió de raíz todo auxilio, y Don Juan tuvo que renunciar al desarrollo de sus planes. Un año después, Túnez y la Goleta caían nuevamente en poder de los turcos.»

Contemporáneo a los acontecimientos, Juan de Mariana, en su Historia General de España, refleja el entusiasmo que se generaliza a partir de la Batalla de Lepanto: «En conclusión, esta victoria fue la más ilustre y señalada que muchos siglos antes se había ganado, de gran provecho y contento, con que los nuestros ganaron renombre no menor que el que los antiguos y grandes caudillos en su tiempo ganaron. Grandes fiestas y regocijos, llegada la nueva, se hicieron por todas partes, dudo que a los herejes no les fue nada agradable. Diose esta batalla a 7 de octubre; en Toledo se hace fiesta y se celebra la memoria de esta victoria cada un año el mismo día.»


viernes, 14 de septiembre de 2018

Benito Jerónimo Feijoo, Historia, patrias, naciones y España


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Escribió Julián Marías en su España inteligible: «…Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764) representa mejor que nadie la nueva época. El espíritu de renovación en lo político y económico es lo que interesa a Macanaz; para Feijoo de trata de las ideas, de la Ilustración, dentro del catolicismo más abierto pero no menos ortodoxo que el de los tradicionalistas. En rigor, lo que pretende Feijoo en su Teatro crítico y en sus Cartas eruditas y curiosas es librar a los españoles de los “errores arraigados”, lo que llamaríamos hoy creencias sociales erróneas. La Inquisición, piensa Feijoo, ha impedido el desarrollo de la herejía en España, que apenas ha caído en pecados contra la fe por defecto; pero no por exceso, es decir, de superstición; los españoles no han dejado de creer en lo que hay que creer, pero han caído en creer muchas cosas indebidas; por otro camino, están en estado de error (…) Y hay un aspecto de la obra de Feijoo, a quien no se suele considerar un gran escritor, que nos llena de asombro: la extraña actualidad de su prosa, que leemos con naturalidad, casi como si se hubiera escrito en nuestro tiempo (…) Y cuando se piensa que se imprimieron y vendieron, en medio siglo, unos 400.000 volúmenes de escritos de Feijoo, en un país cuya población apenas rebasaba los diez millones, con un predominio rural como toda Europa, y por tanto un número reducido de lectores potenciales, asombra la amplitud de su influjo.»

La diversidad de cuestiones que interesan a nuestro autor es sorprendente, aunque predominan temas científicos (especialmente médicos) y tecnológicos, así como lo que podríamos denominar sociológicos, destinados a erradicar las falsas creencias y supersticiones. En esta ocasión hemos seleccionado del Teatro crítico universal (ocho tomos, 1726-39, con adiciones posteriores), un puñado de discursos para desengaño de errores comunes, centrados en las cuestiones históricas que preocupaban especialmente al benedictino: relacionadas con el método y sentido (Reflexiones sobre la Historia, Divorcio de la Historia y la Fábula…), defensa y justificación de España (Glorias de España, Españoles americanos…), sin caer en excesos y exclusiones (Amor de la patria y pasión nacional, Mapa intelectual, y cotejo de Naciones, Antipatía de franceses y españoles…), y otros relacionados (Defensa de las mujeres, Apología de algunos personajes famosos en la historia, Solución del gran problema histórico sobre la población de la América…)

Para explicitar la posición de Feijoo ante lo que más adelante se llamará el problema de España, Julián Marías cita las páginas de dedicatoria a Fernando VI en el tercer tomo de sus Cartas eruditas y curiosas, «tan iluminadoras de la continuidad sin ruptura con que se veía la historia de España, desde la Reconquista, con la cual empareja la empresa de paz y prosperidad de Fernando VI; se mira el pasado reciente (tal vez excesivamente prolongado) como un tiempo de humillación y abatimiento, como un contratiempo histórico, debido a “accidentes adversos”; se señala que esta Nación ha estado “como despreciada de las demás”; y se confía en que verdadera realidad sea pronto restaurada. La presencia de los factores económicos en la mente de este religioso es un signo del tiempo; y no lo es menos su profunda estimación, incluso espiritual, de la riqueza, preferida por él a la pobreza obligada, a la falta de lo necesario. Y su ardiente entusiasmo por la paz, su convicción de que la guerra es un mal para todos, hasta para los vencedores, su esperanza de que haya llegado la época en que los poderosos de la tierra lo comprendan así.»


viernes, 7 de septiembre de 2018

Enrique de Jesús Ochoa, Los Cristeros del Volcán de Colima. Escenas de la lucha por la libertad religiosa en México 1926-1929


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La Cristiada es el levantamiento armado que se inicia en 1926, dando lugar a una auténtica guerra civil, por parte de sectores de la población mejicana contra la política agresivamente anticatólica de la revolución mejicana, especialmente durante las presidencias de Plutarco Elías Calles (1924-28) y Emilio Portes Gil (interino, 1928-30).

Jean Meyer, el primer especialista sobre este fenómeno, en una inteligente entrevista de Christopher Domínguez Michael en Letras Libres (2010), caracterizaba así la situación mejicana: «Es una ironía de la historia que quien cree destruir un régimen lo lleve a su perfección. La obra centralizadora de los monarcas franceses desde el siglo X hasta Luis XIV, y que fracasa con Luis XVI, la realizan Robespierre y Napoleón. Así también, en los supuestos enemigos de Porfirio Díaz, y digo “supuestos” porque en Obregón, que era un hombre muy inteligente ―decía que “el único error de don Porfirio había sido llegar a viejo”―, no había ningún elemento ideológico antiporfirista. Calles es el gran estadista de la Revolución mexicana que viene, como Alejandro, a cortar el nudo gordiano. Resuelve todo el reto del siglo XIX: crear un Ejecutivo fuerte. Espero que algún día un personaje notable como Phil Weigand termine su libro que probará de manera indiscutible que el fascismo italiano fue el inspirador de Calles. Weigand, arqueólogo norteamericano y sabelotodo, encontró un ejemplar de los estatutos del partido fascista anotado por Calles. Después Cárdenas organiza el partido sobre cuatro pilares, es decir, el modelo corporativista. Esa herencia corporativista se la debemos al régimen Calles-Cárdenas, cuyo modelo fue el fascismo de Mussolini. Lo digo fríamente, pues en esos años veinte y treinta, antes de la calamitosa alianza que subordina a Mussolini con Hitler, muchísimos jóvenes de Europa veían a Mussolini como un líder revolucionario, tal como mi generación vio a Castro.»

Poco antes, en abril de 2004, en una exhaustiva revisión de sus postulados titulada Pro domo mea: La Cristiada a la distancia (CIDE), Meyer escribía: «…no fue la Cristiada un movimiento fundamentalmente agrario, sea para lograr el reparto, sea para impedirlo. Tampoco fue un movimiento fundamentalmente político, tipo Partido Católico Nacional o Unión Nacional Sinarquista. Mantengo que fue un movimiento masivo, popular en su mayoría, nacional en su extensión y no regional; que fue ―y entro en el campo peligroso de los juicios de valor― una reacción de legítima defensa de un pueblo que se sintió agredido por sus autoridades. Bien lo dijo Luis González en su inimitable estilo: para los pueblos, la Iglesia es la madre y el Estado el padre; pues bien, en 1926, los hijos (los pueblos) vieron al padre borracho golpear a la madre: se indignaron. Y es que en esa crisis, los dirigentes políticos y eclesiásticos perdieron el contacto con la realidad. El poder revolucionario compensaba sus frustraciones, su impaciencia, la resistencia de la realidad con un delirio ideológico, el cual, némesis de todas las revoluciones, desembocó sobre la violencia curiosamente a la misma hora, o casi, primero contra los yaquis, después contra los católicos. La cristiada fue entonces la última reacción de una población exasperada, desesperada después de una larga espera. La Cristiada no era inevitable, no tenía nada de fatal (…) sin el radicalismo de un pequeño grupo dirigente, tanto del lado del gobierno como en el campo católico, no habría sucedido ningún levantamiento armado.»

La obra que hoy comunicamos corresponde a la memorialística de combate. Su autor, Enrique de Jesús Ochoa (1899-1977), fue capellán de los insurgentes del pequeño estado de Colima, y hermano de su primer dirigente, Dionisio Eduardo Ochoa. A partir de su diario de campaña y de los documentos que fue recogiendo y conservando, narra los acontecimientos de 1926 a 1929 desde dentro, y naturalmente tomando partido ante ellos. La obra fue publicada en traducción italiana en 1933 con el seudónimo de Spectator, coincidiendo en el tiempo con una de las intervenciones públicas del papa Pío XI, la Acerba Animi, en la que se constataba el fracaso de las cesiones eclesiásticas que habían conducido al fin de la Cristiada. La publicación del original de la obra hubo de aguardar hasta 1942, durante la presidencia del general Ávila Camacho, que había tenido considerable intervención en la lucha contra los insurgentes cristeros de Colima.


Manuel Hernández y Francisco Santillán, antes de ser fusilados el 25 de julio de 1928.
Ante ellos, el cadáver de Benedicto Romero. Los tres, cristeros de Colima.

viernes, 31 de agosto de 2018

Henry David Thoreau, La desobediencia civil


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El solitario vasco Miguel de Unamuno, en un artículo publicado en 1934, se refería así a Henry David Thoreau (1817-1862), el solitario norteamericano: «¿Se acuerda usted, a propósito, de aquella maravillosa página del gran individualista solitario del bosque norteamericano, que fue Thoreau; aquella página de su Walden en que nos cuenta la odisea de un mosquito, de un cínife, por el recinto de la cabaña de madera que con sus manos se construye el robinsoniano? ¡Admirable pasaje! Y qué encanto sería adormilarse al alba, bien protegido por un mosquitero, al arrullo brizador de la sonatina del violero —tal aquí su nombre— y que se mejan y remejan el sueño y la vela y se nos hunda la conciencia de estar soñando y escape uno a derechas y a izquierdas y a centros programáticos.»

En su Thoreau. Biografía esencial (2004), Antonio Casado da Rocha se refiere así a los sucesos que motivarán la redacción de La desobediencia civil en 1848: «Thoreau dedicó varias páginas de su primer libro a glosar la Antígona de Sófocles y así recordar la primacía de la conciencia sobre la ley y el orden. ¡Todo esto por enterrar un cadáver!, exclamó después de traducir del griego varios pasajes de la tragedia, dando a entender que si Antígona llevaba a tales extremos la compasión por su hermano muerto, ¿qué debería hacer un ciudadano estadounidense ante la esclavitud de los negros, una muerte en vida que además conducía al gobierno a emprender una guerra contra México para anexionarse más territorios? La respuesta de Thoreau es clara: Rompe la ley, haz que tu vida ayude a parar la máquina. La desobediencia era para él un deber, una cuestión de principios; tenía que observar, en cualquier circunstancia, que no se prestaba al mismo mal que condenaba. Ese mal era, por supuesto, la esclavitud, una cuestión que amenazaba con fracturar el país y provocaba enfrentamientos constantes tanto en el Norte como en el Sur, donde los intereses económicos de la industria del algodón exacerbaban el creciente nacionalismo americano. Con la excusa de que el dios de la Biblia les había destinado para extender el Imperio de la Libertad (así lo llamaban los apologistas del Destino Manifiesto), los creadores de opinión habían repetido la vieja doctrina Monroe de América para los americanos hasta lograr que el presidente Polk ordenase la ocupación militar de un área disputada con México entre el río Nueces y el río Grande (…)

»Esta oposición a la esclavitud y la guerra le llevó a la prisión del condado, donde pasó la noche del 23 o el 24 de julio de 1846. Thoreau llevaba sin pagar el impuesto de capitación desde 1842, poco antes de que Alcott y su socio Lane se negasen a pagar ese mismo impuesto alegando motivos ideológicos. Ambos fueron arrestados, pero se les dejó rápidamente en libertad cuando otra persona pagó el impuesto por ellos. En Concord el cargo de recolector de impuestos se otorgaba en subasta pública y ese año fue elegido Sam Staples, un amigo de Thoreau que continuó desempeñando esta función durante cuatro años a cambio de una comisión de un centavo por dólar recaudado; tal vez fuera ésa la razón por la que se afanó en hacer cuadrar las cuentas en 1846. El poll tax, o impuesto de capitación, era una fuente habitual de ingresos para el estado de Massachusetts desde la época colonial. Sólo podía evitarse viviendo como pionero más allá de la esfera de influencia del gobierno; para eso la relativa autosuficiencia de Thoreau en Walden no era suficiente, aunque el registro fiscal de Concord atestigua que el impago de este impuesto era habitual, sobre todo entre los más pobres, y aquellos que se negaban a pagarlo perdían el derecho al voto pero raramente eran perseguidos por la ley.

»Esa tarde de julio Thoreau había ido al pueblo para arreglar un zapato y se encontró en la calle con Staples. El alguacil le reclamó la capitación de los últimos años, ofreciéndose a pagarla por él si es que andaba mal de dinero. También le propuso hablar con los administradores municipales para reducir el importe si Thoreau lo juzgase demasiado elevado, pero éste le replicó que no había pagado por principios y que no tenía ninguna intención de hacerlo en ese momento. Entonces Sam le preguntó qué podía hacer él. Henry le sugirió que renunciase a su cargo. A Staples no debió gustarle la idea, pues le condujo hasta la prisión, que se encontraba en el centro del pueblo. Thoreau dijo después que podría haberse resistido a la fuerza, pero juzgó mejor que fuera la sociedad la que, a la desesperada, le infligiera su castigo. Aquella noche, cuando su compañero de celda se fue a dormir, Thoreau todavía estaba despierto y permaneció junto a la ventana durante un tiempo, mirando a través de la reja y escuchando la actividad de la posada adyacente. Algo más tarde, el prisionero de una celda contigua comenzó a quejarse en voz alta, repitiendo una y otra vez la misma
cantinela: ¡Así es la vida! Esto continuó hasta que Thoreau se asomó entre las rejas y gritó a su vez: Bien, ¿y qué es la vida, pues?

»El de la letanía no supo responder, pero algo de la pregunta debió quedar flotando en el ensayo que Thoreau escribió a petición de algunos vecinos para justificar su conducta. Presentó su posición en dos conferencias, la primera de las cuales tuvo lugar en Concord el 26 de enero de 1848. Aunque no se conservan más que unos borradores de la charla, el 23 de febrero Thoreau escribió a Emerson para contarle su conferencia de la semana anterior, que dedicó, dijo, a glosar los derechos y deberes del individuo en relación al gobierno. Esta segunda conferencia era muy similar a la primera, pues Thoreau se encontraba muy ocupado corrigiendo las pruebas de A Week. Tampoco pudo hacer muchos cambios al texto antes de enviarlo a Elizabeth Peabody, que había oído hablar de las conferencias a su hermana Sophia Hawthorne y lo solicitó a Thoreau en primavera para la nueva revista que estaba preparando. Se lo envió, quejándose de la falta de tiempo, y finalmente Resistance to Civil Government apareció el 14 de mayo de 1849 impreso en el número primero, que también sería el último, de Æsthetic Papers (Sophia y Channing pensaron que el título Civil Disobedience cuadraba mejor a este ensayo sobre el deber de la desobediencia cívica, o civil, pero tardaría unos años en aparecer bajo ese nombre).»

Martin Luther King explicaba así lo que le supuso la lectura de esta obra: «Leí el ensayo de Thoreau sobre la desobediencia civil por primera vez durante mis primeros años en la facultad. Fascinado por la idea de rehusar cooperar con un sistema injusto, me conmovió tan profundamente que releí la obra muchas veces. Quedé convencido de que la no cooperación con el mal es una obligación moral en la misma medida que lo es la cooperación con el bien. Nadie ha logrado transmitir esta idea de forma más apasionada y elocuente que Henry David Thoreau.» Y sin embargo…, otros descubren en Thoreau la fabricación consciente del mito escapista que se generalizará en el siglo XX. Leon Edel escribió en 1982:  «La imagen de Thoreau que hemos recibido es mayor que el personaje que conocieron sus contemporáneos. Su mito de una vida solitaria en los bosques, del hombre contra la sociedad, ha proporcionado a los modernos reflexiones sobre su propia situación en un mundo en el que los árboles desaparecen y el aire está contaminado: un mundo alienado, enajenado de la naturaleza. Thoreau dio forma permanente al sueño de los hombres encerrados en grandes comunidades urbanas y anónimas que quieren escapar de todo

Naturalmente, de Quino.

jueves, 23 de agosto de 2018

Tratados internacionales del siglo XVII. El fin de la hegemonía hispánica


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En su España en la crisis europea del Seiscientos (1997), Vicente Palacio Atard escribía: «La Cristiandad postrenacentista que pareció perfilarse después del Imperio de Carlos V, y con cuyo proyecto la Monarquía hispánica se identificó, se vio contestada por el proyecto de modernidad que afectaba, entre otras cosas fundamentales, al sistema de relaciones entre potencias y a la libertad o dominio de los mares. La crisis europea del Seiscientos se centra en el antagonismo de las Casas de Habsburgo y de Borbón, pero en ella se involucran la crisis interna del Imperio alemán, que no había logrado soldarse en una firme unidad, y donde los príncipes territoriales estaban muy lejos de hacer causa comúncon el Emperador por motivos confesionales ―Reforma, Contrarreforma― y también por rivalidades políticas de poder. La crisis europea y la crisis del Imperio constituyen un complejo y doble problema, cuyos datos se entrecruzan y alcanzan su momento culminante en los tratados de Westfalia. Pero hay también otros elementos concurrentes: la rebelión de las Provincias Unidas y las revoluciones inglesas que se proyectan sobre aquella Europa.

»En la actitud de España ante Europa en el siglo XVII cabe distinguir dos tiempos. En el primero, hasta Westfalia, España pretendió sostener una política universal de iniciativas múltiples para asegurar el principio hegemónico, porque en su reputación (concepto que en aquellos tiempos equivale a lo que llamamos prestigio) se asienta el reconocimiento de su poder y su voluntad de hacerlo efectivo. En el segundo período, hasta el final del reinado de Carlos II y la crisis sucesoria entonces planteada, España está a la defensiva, intentando sostenerse, con sus maltrechas fuerzas, de los zarpazos de Francia que, bajo la sombra del Rey Sol, trata de imponer una nueva versión del principio hegemónico, aunque las resistencias que provocará esta hegemonía francesa alentarán el tímido avance de la idea del equilibrio sugerido en Westfalia, pero al que se llegaría tras las guerras de Luis XIV en los tratados de Utrecht.»

Presentamos una selección de los principales acuerdos internacionales que dan testimonio de este progresivo retroceso de la Monarquía hispánica. Se constatan los esfuerzos por lograr la tan ansiada paz, pero al mismo tiempo, los resultados de unas paces cada vez más impuestas, con unas condiciones cada vez más leoninas. Incluimos el Tratado de Londres entre España e Inglaterra (1604), la Tregua de los Doce Años entre España y las Provincias Unidas (1609), las Paces de Westfalia entre España y las Provincias Unidas, entre el Sacro Imperio y Francia, y entre el Sacro Imperio y Suecia (1648), la Paz de los Pirineos entre España y Francia (1659), el Tratado de Lisboa entre España y Portugal (1668), la Paz de Nimega entre España y Francia (1678), los Tratados de Ryswick entre España y Francia, entre Francia y Gran Bretaña, y entre Francia y el Imperio (1697), y por último los dos Tratados de partición de la monarquía española entre Francia, Gran Bretaña y Provincias Unidas (1698 y 1700).

martes, 14 de agosto de 2018

Guillermo de Poitiers, Los hechos de Guillermo, duque de los normandos y rey de los anglos


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Guillermo de Poitiers (c. 1020-1090) fue un clérigo normando (Poitiers fue meramente un lugar de exilio y residencia, como nos informa en un pasaje de la obra), antiguo caballero, que formó parte de la corte y séquito del duque de Normandía Guillermo el Conquistador (1028-1087). Aunque no tomó parte en la campaña de Inglaterra que culmina en la batalla de Hastings (1066), aprovechó su posición y relaciones para redactar la crónica titulada Gesta Willelmi ducis Normannorum et regis Anglorum, apenas unos años después de la conquista, entre 1071 y 1077, de la que constituye una de las principales fuentes más cercanas en el tiempo a los hechos, junto con el conocido como Tapiz de Bayeux. Fue aprovechada por historiadores posteriores como el cronista inglés Orderico Vital, en su Historia Eclesiástica. No se ha conservado íntegra, y el texto actual deriva de la edición que realizó el importante historiador francés André Duchesne en 1619, a partir de manuscritos hoy perdidos. Abarca los años comprendidos entre 1047 y 1068, con referencias a acontecimientos anteriores.

Por supuesto, es un panegírico de su protagonista, al que parangona con otro conquistador de Britania, Julio César. Lo elabora al modo de los admirados modelos clásicos: «Recuerda la antigua Grecia que el átrida Agamenón marchó con mil naves para vengar el tálamo de su hermano: nosotros damos testimonio de que Agamenón fue a buscar la Corona regia con más de mil. Se cuenta que Jerjes unió mediante un puente de naves las famosas ciudades de Sestos y Ábidos, separadas por el mar. Nosotros no decimos sino la verdad, que Guillermo reunió bajo el único timón de su poder las tierras normandas y anglas.» En este sentido, François Guizot, en su traducción de la obra (Caen, 1826) señala: «Guillaume de Poitiers est, à coup sûr, un des plus distingués de nos anciens historiens; il ne manque ni de sagacité pour démêler les causes morales des événemens et le caractère des acteurs, ni de talent pour les peindre. Il connaissait les historiens Latins, et s'est évidemment appliqué à les imiter; aussi Orderic Vital et plusieurs de ses contemporains l'ont-ils comparé à Salluste; il en reproduit quelquefois en effet, avec assez de bonheur, la précision et l'énergie; mais il tombe bien plus souvent dans l'affectation et l'obscurité.»

¿Y qué podemos añadir sobre el personaje historiado y ensalzado? Guillermo el Conquistador pasa por ser el primer rey de Inglaterra. El siempre sugerente y discutible Chesterton, en su Pequeña historia de Inglaterra (1917, en plena y patente crisis del liberalismo), lo trasciende y envuelve en su visión del Jano Bifronte que para él constituyen Francia e Inglaterra: «Hay paradojas permitidas si han de servir para enderezar añejos errores, y hasta puede exagerárselas sin peligro, siempre que no vengan aisladas. Tal la que propongo al comenzar el presente capítulo refiriéndome a la energía de los monarcas débiles. Su complemento —aplicable al caso de la crisis del gobierno normando— es la debilidad de los monarcas fuertes: Guillermo de Normandía triunfó por el momento, pero no definitivamente; había en su gran triunfo un germen de fracaso cuyos frutos brotarían después de su muerte. Su principal objeto era reducir el organismo de Inglaterra a una aristocracia popular como la de Francia. A este fin despedazó las posesiones feudales; exigió voto directo de sumisión por parte de los vasallos, y se volvió contra los barones de todas las armas, desde la alta cultura de los eclesiásticos extranjeros hasta las más rudas reliquias de la costumbre sajona.

»Pero el paralelo de este estado de cosas con el de Francia hace aún más verdadera nuestra paradoja. Es proverbial que los primeros reyes de Francia fueron unos muñecos; que los insolentes mayordomos de palacio eran los reyes de los reyes. Con todo, el muñeco se convirtió en ídolo, en ídolo popular de sin igual poder, ante el cual se inclinaban todos los mayordomos y los nobles. En Francia sobrevino el gobierno absoluto, precisamente porque no era gobierno personal. El rey era una entidad como la república. Las repúblicas medievales se mantenían rígidas, animadas del derecho divino. En la Inglaterra normanda, en cambio, parece que el gobierno fue demasiado personal para poder ser absoluto. En cierto sentido recóndito, pero real, Guillermo el Conquistador fue de hecho Guillermo el Conquistado. A la muerte de sus dos hijos, todo el país se derrumbó en un caos feudal, sólo comparable al que precedió a la Conquista. En Francia, los príncipes, que habían sido esclavos, se transformaron en seres excepcionales, casi sacerdotes, y uno de ellos llegó a ser santo. Pero nuestros mayores reyes continuaron siempre siendo barones, y, por la misma causa, nuestros barones vinieron a ser nuestros reyes.»