viernes, 28 de febrero de 2020

Manuel Azaña, La velada en Benicarló. Diálogo de la guerra en España


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Volvemos a Manuel Azaña y a su ensayo-ficción sobre la guerra civil, La velada en Benicarló, escrito antes de que se cumpliera un año del inicio de la contienda, «la orilla donde ríen los locos», que dijo Ramón J. Sender en su monumental y madura novela sobre la cuestión. Por su parte, el en aquellos desquiciados años su correligionario, Claudio Sánchez Albornoz, le calificaba así en la extensa entrevista que le hizo Carmen Samiento en Buenos Aires en 1976, antes de regresar del exilio: « Era un hombre muy inteligente, un verdadero hombre de Estado. No obstante, estaba prisionero de una tradición de desdenes, de fracasos políticos personales y del clima moral que dominaba en la gran mayoría de los republicanos (…) Azaña era el primer orador del Parlamento, el hombre más capaz; sin embargo, había tenido que esperar la llegada de la República en medio de la hostilidad de gentes de ideas cercanas a las suyas. Había llevado una vida casi marginal, y esa triste espera había agriado su carácter. Le oí referir a él mismo que, una vez, una mujer pública le había mordido y se había asustado por lo amargo de su sangre. Era agrio todo él (...)

»Bueno, no le descubro a usted el Mediterráneo si le digo que Azaña era un burgués liberal; él mismo se definió así en el mitin de Mestalla. Cuando llegábamos a los pueblos y saludábamos desde la ventanilla, nos recibían con el grito de ¡Abajo la burguesía!, hasta que en una de ésas, Azaña se cansó, sacó la cabeza por la ventanilla y contestó: ¡Idiotas, yo soy burgués! Azaña era un intelectual puro, con todas sus virtudes y defectos que ello implica, y sufrió mucho en el ejercicio del poder. Las matanzas de la retaguardia republicana, y especialmente las de la cárcel modelo, le hicieron pronunciar una frase que le honra: No quiero ser presidente de una República de asesinos. Y digo que le honra porque en el campo contrario se cometían idénticos crímenes; pero nadie tuvo un gesto parecido y a todos les parecieron lógicos los asesinatos (...) Recuerdo que en Valencia me dijo: La guerra está perdida; pero si por milagro la ganáramos, en el primer barco que saliera de España tendríamos que salir los republicanos, si nos dejaban

Más acre es el juicio de Andrés Trapiello, que en su canónico Las armas y letras, retrata así a nuestro personaje: «Fue Azaña el personaje más hondamente tolstoiano de aquellos tres sangrientos años de guerra. Como el Pierre de Guerra y Paz, vemos a Azaña cruzar el campo de batalla, aturdido, alucinado, colérico ante la estupidez del mundo, tanto como conmovido por el dolor de los pobres y la tragedia de los desposeídos. Quizá pensara, cuando ya se había desatado la mayor tempestad de todo el siglo, que él no era sino un involuntario sembrador de vientos. Ahora bien, si lo pensó, nunca lo dijo. Siempre echó la culpa a alguien (…) Entre las confidencias de La velada en Benicarló se encuentran estas otras palabras, que bien podrían representar al propio Azaña: Nada tengo que hacer en la vida pública. No es desengaño. De nada tenía que desengañarme. Me reconozco ajeno a este tiempo. Los hombres como yo hemos venido demasiado pronto o demasiado tarde. A no ser que nuestra inutilidad pertenezca a todos los tiempos, a todas las situaciones


José Gutiérrez Solana, Recogiendo a los muertos, 1937

viernes, 21 de febrero de 2020

François Bernier, Viajes del Gran Mogol y de Cachemira


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Desde los últimos tiempos de la Edad Media, innumerables europeos se han dado a recorrer el mundo, comerciando, predicando, conquistando… y dedicándose a la piratería. Y muchos de ellos dejaron por escrito sus experiencias, en las que se refleja siempre una mayor o menor curiosidad por esas sociedades que se perciben (quizás equivocadamente), tan disímiles de las propias. Pues bien, esta semana será uno de estos viajeros impenitentes y perspicaces, el francés François Bernier, médico y filósofo, el que nos guiará por la India del siglo XVII, donde se había constituido uno de los grandes imperios musulmanes de la época. Pero antes, acudamos a René Pillorget, en su Del absolutismo a las revoluciones, para familiarizarnos con el escenario y la época:

«En la India, la penetración turca se remontaba a 1526, fecha de la victoria de Babur ―descendiente de Tamerlán por su padre y de Gengis-Khan por su madre― sobre el sultán de Delhi. A su muerte, Babur dejó un imperio ―el que los europeos llamaban del Gran Mogol― llamado a conocer dos siglos, por lo menos, de una prodigiosa fortuna, y que era una inmensa construcción armada, como todas sus antecesoras, sobre un fondo indesarraigable de hinduismo. El Islam había ganado por todas partesnuevas posiciones, por las armas, por el comercio y por la emigración. Sin embargo, por importantes que fuesen, como en el Gudjerat, en la cuenca del Ganges o en la región de Hayderabad, aquellos núcleos de islamizaciónseguían siendo poca cosa a escala de la India. Fuera de dos regiones de fuerte implantación ―el valle del Indo y Bengala― el Islam era sobre todo un fenómeno de ambientes sociales elevados: príncipes, soldados, funcionarios, mercaderes. No se insinuó ni profunda, ni masivamente en el pueblo indio, y no pudo sobrevivir más que pactando. Akbar (1556-1605) había basado su política sobre la alianza con estos hinduistas que componían la mayoría de sus súbditos… Pero sus sucesores se revelaron incapaces de continuar su política… El Imperio vivió en un estado de larvada anarquía hasta que llegó al poder un príncipe enérgico, Aurangzeb, en 1658.» Eso sí, mediante una cruenta guerra civil que nos narrará con todo detalle François Bernier, testigo de excepción.

En la Nota biográfica que antecede la edición española de esta obra (1921), se presenta así a nuestro autor: «El filósofo, médico y viajero Francisco Bernier, nació en Joué (Angers, Francia) en 1620 y murió en París en 1688. Recibió con Chapelle, Molière, Hesnault, y acaso con Cyrano de Bergerac, lecciones de filosofía de Gassendi (1642). Visitó Italia, Alemania y Polonia, se recibió de médico en Montpellier, y tras la muerte de su maestro, partió en 1656 para Siria, Egipto y, finalmente, la India. Fue médico de Aureng-Zeb y enseñó a su agah Danech-mend-kan los descubrimientos anatómicos de Harvey y de Pecquet, con las doctrinas filosóficas de Gassendi y Descartes. A su vez estudió las ideas religiosas y filosóficas de los indios, el imperio del Gran Mogol, que sorprendió en el instante de su mayor florecimiento, visitó Cachemira y regresó a Francia en 1669 tras ausencia de trece años. El relato de su viaje, impreso en 1670-71, le valió celebridad perdurable. Pero Bernier no es sólo el viajero observador y reflexivo que acierta a contarnos de modo inimitable la magnificencia del imperio del Gran Mogol, el íntimo encanto del reino de Cachemira, sumido en las más excelsas montañas del mundo; es también el filósofo fino y sutil de su tiempo, pleno del futuro del siglo XVIII francés.

»Amigo de las gentes más ilustres del siglo de Luis XIV, compone con Racine y Boileau el Arrêt burlesque, que deja en ridículo al Parlamento y a la Universidad, y evita la proscripción de la filosofía de Descartes y de Gassendi; inspira a La Fontaine motivos de sus fábulas; a Moliére, Le Malade imaginaire; hace, casi tan popular como el cartesianismo, la filosofía de Gassendi, su maestro siempre amado, de cuyas doctrinas, con todo, duda al final de su vida, rica y varia, siempre en gran señor espiritual. Aparte de sus Voyages, cuya traducción castellana aquí se ofrece, dejó escritas: Abrégé de la philosophie de Gassendi (1674, 7 volúmenes); Doutes sur quelquesuns des principaux chapitres de l’Abrege de la philosophie de Gassendi (1682); Eclaircissement sur le livre de M. Delaville (1684); Traité du libre et du volontaire (1685); Mémoire sur le quietisme des Indes (1688); Extrait de diverses pièces: Introduction a la lecture de Confucius, Description du canal des Deux Mers, Eloge de Chapelle (Journal des Savants, 1688).»


viernes, 14 de febrero de 2020

Antonio Pigafetta, Primer viaje en torno al Globo

Supuesto retrato
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En su Magallanes. El hombre y su gesta (1938), una de sus excelentes aproximaciones literarias a personajes históricos, Stefan Zweig imagina así las reflexiones del descubridor portugués, en vísperas de iniciar su célebre expedición, sobre el papel que va a desempeñar el autor de la obra que hoy comunicamos:

«Aquilatando severamente en su interior cada particularidad, calculando sin tregua, Magallanes intentaba puntualizar quién estaría a su lado y quién estaría contra él en el caso decisivo. Pero, de pronto, desaparece la tensión y sonríe a pesar suyo. ¡Dios mío! ¡Había estado a punto de olvidarse de aquel excelente, de aquel superfluo que le había llovido del cielo a última hora! Tenía que ser una bendita casualidad que el joven italiano, sosegado y modesto, Antonio Pigafetta, miembro de una familia notable de Vicenza, se escurriera en medio de la abigarrada sociedad de aventureros, buscones, rapiñadores y desperados. Llegado a Barcelona con el séquito del protonotario papal en la corte de Carlos V, el caballero, barbilampiño todavía, oyó hablar de la misteriosa expedición que por unas rutas desconocidas ha de cumplir objetivos y llegar a zonas todavía no alcanzadas.

»Tal vez en su nativa Vicenza, Pigafetta había leído ya el libro de Vespucio impreso en 1507 sobre los Paese novamente retrovati, en el cual el autor habla del placer que experimenta en andare a vedere parte del mondo a le sue meraviglie. O quién sabe si contribuyó al entusiasmo del joven italiano el muy leído Itinerario de su compatriota Varthema. Muévele poderosamente la idea de poder contemplar por sus propios ojos las cosas grandiosas y escalofriantes del océano. Carlos V, a quien se dirige para rogarle que le deje tomar parte en la misteriosa expedición, lo recomienda a Magallanes, y, de pronto, comparece entre aquellos lobos de mar, codiciosos aventureros, un idealista de los más singulares, que no se arriesga por amor al dinero, sino por una auténtica pasión de trotamundos; que empeña su vida en la aventura como dilettante, en el sentido más bello de la palabra, o sea por el puro goce de ver, conocer y admirar.

»Pero, en realidad, este excedente, este superfluo, es el que más importa a Magallanes de los que participan en la expedición. Porque, si alguien no lo describe, ¿qué valdrá un hecho? Un hecho histórico no halla su cumplimiento en la ejecución inmediata sino en la circunstancia de ser transmitido al porvenir. Lo que se llama Historia no consiste en la suma de todos los hechos significativos que se han producido en el espacio y en el tiempo; la Historia del mundo sólo abarca el pequeño sector que la expedición poética o sabia logró iluminar. Nada sería Aquiles sin Homero, y toda figura es sombra y los hechos se disuelven como la onda líquida en el mar inmenso si no existe el cronista que los hace permanentes en su descripción o el artista que les da nueva forma. Tampoco de Magallanes y de sus hechos sabríamos gran cosa si no tuviéramos más documentos que la Década de Pedro Mártir, la ceñida carta de Maximiliano Transilvanus y el par de apuntes y las libretas de a bordo de los diversos pilotos. Es este modesto caballero de Rodas, el excedente, el superfluo, quien ha puesto en evidencia para la posteridad la gesta de Magallanes.

»No era, en verdad, nuestro bravo Pigafetta ni un Tácito ni un Livio. Como en el arte de la aventura, tampoco pasó de aficionado en el de la pluma. Simpático él, no se puede decir que sea su fuerte el conocimiento de los hombres. Como si hubiera estado durmiendo en medio de la tensión de ánimo trascendental entre Magallanes y los otros capitanes de la flota. Pero precisamente porque le importan poco esas correspondencias, Pigafetta observa más cuidadosamente las particularidades y las apunta con la vigilante pulcritud del muchacho a quien dan como deber la descripción de su paseo dominical. No siempre podemos fiar en él, porque a veces, en su ingenuidad, los viejos pilotos, que adivinan enseguida en sus trazos al bisoño, le dan gato por liebre; pero de ese poco de fábula y de inexactitud nos compensa de sobra Pigafetta con la curiosidad solícita que le guía en la descripción de cada pormenor; el haber llegado a tomarse la molestia de interrogar, estilo Berlitz, a los patagones, reservó al modesto caballero de Rodas, sin que él mismo lo sospechara, la gloria histórica de haber redactado el primer vocabulario de expresiones americanas. Pero un honor más alto le esperaba: el de que nada menos que Shakespeare echara mano, para su Tempestad, de una escena del libro de viaje de Pigafetta. ¿Que suerte mejor puede caber a un escritor mediocre que la de instar al genio a tomar de su obra efímera un destello para la suya imperecedera, levantando así, en su vuelo de águila, un nombre insignificante a las esferas eternas?»

Un último pero. Zweig capitidisminuye el papel que desempeñó Juan Sebastián Elcano en la expedición. Pero es que Pigafetta ni siquiera lo menciona una sola vez.

Del Río de la Plata al Estrecho Patagónico, por Pigafetta.

viernes, 7 de febrero de 2020

Baronesa d’Aulnoy, Viaje por España en 1679


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Presentamos una amena visión de la España de fines del siglo XVII, firmada por una escritora francesa, famosa sobre todo por sus colecciones de cuentos de hadas. Escribe María Elvira Roca Barea en su reciente Fracasología. España y sus élites: de los afrancesados a nuestros días. «Un ejemplo muy destacado de la producción hispanófoba en este tiempo es Marie-Catherine le Jumelle de Barneville, baronesa d’Aulnoy. Todo un personaje. La vida de Marie-Catherine estuvo marcada por su matrimonio con François de la Motte, jugador empedernido e intrigante profesional. En 1669, en un enredo cortesano, el barón fue acusado de traición y tuvo que huir. La madre de Marie-Catherine estuvo implicada en el complot contra su yerno y, probada la inocencia de éste, se vio obligada a abandonar París, y parece que su hija también. Siguen aquí veinte años muy confusos. Según afirmaciones de la baronesa, marchó primero a Inglaterra y luego a España, donde estuvo hasta 1685, año en que fue perdonada por Luis XIV por servicios diversos y confidenciales prestados a la monarquía. El hecho es que durante dos décadas Marie-Catherine desapareció de la vida cortesana de París y nada de cierto se sabe de este periodo de su vida. En 1690 reaparece en la capital y al año siguiente publica el Viaje por España, que se convierte en un éxito espectacular.»

Y más adelante: «De la fiabilidad del relato da idea que algunos estudiosos como Raymond Foulché-Delbosc han puesto en duda que la baronesa estuviera en España alguna vez. Esto viene por muchas razones. Primeramente, no hay constancia documental de la presencia de la baronesa en tierras española. Nadie la menciona y esto resulta raro. Ella nombra a mucha gente importante en aquel tiempo que dice haber conocido en España, pero nadie la nombra a ella. Sin embargo, todavía hoy el relato de D’Aulnoy sigue considerándose un fiel reflejo de la sociedad española de aquel tiempo, aunque va creciendo un más que razonable y sano escepticismo. El hecho es que D’Aulnoy cumplió con creces con su trabajo al servicio de Luis XIV y su propaganda antiespañola, una de las prioridades de la política exterior del Rey Sol, y salió muy beneficiada de ello.» Y añade en nota a pie de página: «¿Cómo es posible que esto se lo haya podido tomar en serio alguien, francés o español, alguna vez?»

Quizás resulte un tanto excesivo el juicio de la profesora Roca. Sí que es cierto que el Viaje por España demuestra lo venerable de la técnica del copy-paste: está elaborado mediante la concatenación de numerosos retales procedentes de fuentes diversas, como han puesto de manifiesto sus estudiosos. En cambio, no me parece tan evidente la intención hispanófoba de la aristócrata francesa. No se puede perder vista que la obra es un típico libro de viajes, género que busca presentar las historias y descripciones que sus potenciales lectores (y naturalmente compradores) esperan encontrar. Los autores se encargan de demostrar estos prejuicios (juicios previos) sin mucha dificultad, porque, entre la múltiple diversidad de cualquier sociedad, no resulta complicado escoger las facetas que satisfacen aquello que se desea hallar. Así, seleccionando sólo una parte veraz de la realidad e ignorando el resto, podemos obtener con facilidad una imagen absolutamente falsa de dicha realidad. Pero este defecto es bastante general: podemos comprobarlo asimismo en la abundante literatura de viajes que se confeccionó en España desde hace siglos. E incluso en cómo todavía perduran hoy en día ciertas visiones tópicas de otros países (fruto de la tradición o de la ideología: prejuicios siempre).


viernes, 31 de enero de 2020

Hernando Colón, Historia del almirante don Cristóbal Colón


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Escribe Antonio Rumeu de Armas en La época de Hernando Colón y su Historia del Almirante: «De la descendencia del descubridor de América y primer almirante de las Indias don Cristóbal Colón la figura de mayor relieve y categoría fue la de su hijo natural Hernando, nacido en Córdoba, en 1488, como fruto de los amores con la joven andaluza Beatriz Enríquez de Arana. Hernando Colón destaca por los sobresalientes servicios que prestó a la Corona y al Estado. Fue, entre otras cosas, paje de los Reyes Católicos; acompañante de su padre en la cuarta navegación, apenas cumplidos los trece años; gentilhombre del emperador Carlos V, integrado en su séquito durante el viaje por Italia y Alemania; comisario para dirimir las encarnizadas disputas con Portugal sobre la posesión de las islas Molucas, etc. etc. El eximio cordobés rayaba por su vasta cultura en auténtico polígrafo. Humanista y bibliógrafo eminente, fue además un jurista de nota, cultivando de paso la poesía, la música y la pintura. Sin embargo, las actividades en que más destacó, por la solidez de sus conocimientos, fueron la cosmografía, la geografía y la náutica. Hernando Colón fue uno de los bibliófilos más destacados de su tiempo. El trato frecuente con prestigiosos humanistas como Erasmo, Nebrija y Clenard, y las adquisiciones de libros en España y en los más diversos escenarios de Europa, a lo largo de sus múltiples viajes, le permitieron reunir en su casa sevillana de la Puerta de Goles la famosa Biblioteca Colombina, auténtico tesoro, sin igual en la época.

»Ahora bien, de las diversas actividades reseñadas de nuestro protagonista, la fama póstuma se le va a deber por entero a la Historia del Almirante, libro de excepcional valor, dado a luz en extrañas circunstancias. En 1571 se editaba en Venencia en los tórculos de Francesco de Franceschi, en traducción al italiano por Alfonso de Ulloa, la obra más discutida de la historiografía moderna. Su título exacto era este: Historie de S. D. Fernando Colombo, nelle quali s’ha particolare et vera relatione dell’Ammiraglio D. Christoforo Colombo, suo padre. ¿Cómo pudo arribar a Venecia dicho manuscrito? El prólogo-dedicatoria del libro , suscrito por Giuseppe Moleto , nos ilustra sobre las incidencias del éxodo. Según dicho escrito el texto original de don Hernando había sido entregado al patricio genovés Baliano de Fornari por el almirante de las Indias don Luis Colón, sobrino del autor. El personaje ligur se trasladó, andando el tiempo, a Venecia para negociar la edición del precioso manuscrito, encargo que traspasó a su amigo y coterráneo Giovanni Battista de Marini. Este delegó a su vez la comisión en Giuseppe Moleto, que fue quien convino la traducción con el español emigrado Alfonso de Ulloa (…) En el siglo XVIII un historiador español, don Andrés González Barcia, acometió la empresa de retraducir el texto hernandino al castellano, con escaso acierto en la tarea por su pésimo conocimiento de la lengua italiana.»

Y más adelante: «La Historia del Almirante, tal cual hoy la conocemos, se compone, como se ha dicho, de dos partes bien diferenciadas. La primera abarca los capítulos I a XV, y polariza su atención en biografiar a Cristóbal Colón antes de acometer la gesta imperecedera del descubrimiento. La segunda comprende los capítulos XVI a CVIII, y hace objeto de su estudio la descripción pormenorizada de las cuatro inmortales navegaciones al Nuevo Mundo, que aparecen enlazadas entre si con relatos sucintos de los acontecimientos intermedios. Si parangonamos ambas partes, biografía y viajes, nos será fácil advertir antagónicas diferencias. La primera adolece de vacuidad, inconsistencia y pobreza de datos; la segunda, de prolijidad, solidez y riqueza de pormenores. Aquélla se significa por una cronología esporádica y débil; esta hace alarde de una datación reiterada y firme. Los capítulos biográficos están plagados de supercherías, invenciones, errores y anacronismos; las páginas consagradas a los viajes son modelo de veracidad, precisión y justeza. Hasta el tono es distinto. La biografía es agria, rencorosa, agresiva y polémica, en desacuerdo absoluto con el carácter y el temperamento de Hernando, según lo retratan los contemporáneos. La crónica de los viajes objetiva y serena, aunque con la natural pasión para defender de todo escarnio, vejación o mancha la gloria paterna.

»Pues bien: la biografía es algo añadido y postizo, ajeno por completo a la pluma de Hernando Colón. El engendro se debe a un autor desconocido que buceó, sin embargo, en buenas fuentes, cuando la ocasión se lo deparó. En cambio los viajes pertenecen en su integridad al polígrafo cordobés. Es su gran aportación a la historia de América (…) En cuanto al montaje de la refundición, ensamblando y retocando ambos escritos ―biografía y viajes― la tarea debió acometerse por un escritor venal, de pocas luces, bajo la directa inspiración de don Luis Colón, primer duque de Veragua.»


viernes, 24 de enero de 2020

Arthur de Gobineau, Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas


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Estamos ante un triste libro, de triste contenido y de tristes consecuencias. Fue un nuevo intento de interpretar la historia universal, cuya novedad se basaba en algo muy antiguo: caracterizar a los individuos por el grupo humano al que pertenecen. Lo hemos visto en Heródoto, en la Guía del Peregrino del Codex Calixtinus, en Sepúlveda, en el mismo Gracián… Además, como hemos refrescado hace poco, por entonces se sostenía que el mismo movimiento de las estrellas influía poderosamente en el devenir de las personas. Pero ambos influjos, de la sangre y de los astros, se percibían mediatizados por el libre albedrío, atributo irrenunciable de la naturaleza humana reafirmado entre los católicos desde Trento. Ahora bien, el cientificismo del siglo XIX se esforzó en absolutizar ese reduccionismo del individuo al grupo que lo contiene, y lo convertirá en la clave de explicación de la historia. O mejor las claves, porque el individuo pasa a convertirse en un mero átomo de las naciones, de las clases sociales, o de las razas; si para algunos sólo cuentan una de estas categorías, con frecuencia se perciben íntimamente imbricadas. Y así la historia de la Humanidad se transforma en el devenir, en los conflictos sostenidos en el tiempo entre aquellas. Perennes y determinantes, sustituyen en la conciencia de los occidentales secularizados a la vieja Providencia. Eso sí, son estudiados, analizados, enunciados y proclamados, de forma que se quiere científica y positiva.

Una de las categorías que va a gozar de mayor popularidad es la racial, origen del racismo contemporáneo. Sus fuentes son muchas: la Ilustración, el darwinismo, las nuevas ideologías políticas, tanto el progresismo como el tradicionalismo, y sobre todo (causa y consecuencia) el desaforado imperialismo decimonónico. El racismo se extenderá y calará profundamente la sociedad occidental, pero también en las sociedades extraeuropeas, tanto las que se modernizan (Japón) como las violentamente colonizadas. Lo hemos percibido en autores tan diversos como Darwin, Spencer o Pompeu Gener. Pero no faltaron voces que se mantienen inmunes: Tocqueville escribe a Gobineau sosteniendo que sus doctrinas «son probablemente erróneas y ciertamente perniciosas»; Joseph Conrad publica El corazón de las tinieblas, el más duro (a la vez que profundo) alegato contra el racismo y el imperialismo. Y sin embargo, escribe Hannah Arendt, «al final del siglo (XIX) se otorgó dignidad e importancia al pensamiento racial como si hubiera sido una de las principales contribuciones del mundo occidental.» Y por ello lo peor estaba por llegar.

Pero nuestro autor es anterior a esta evolución. Publica su obra en 1853, y en ella sostiene la existencia de tres razas o especies humanas originarias, diversas entre sí tanto en su morfología como en sus características intelectuales y morales: blancos, negros y amarillos. La historia de la Humanidad es la historia de sus cruces, que han generado múltiples razas, cada vez más mezcladas y, por tanto, cada vez más alejadas de los prototipos originarios. Las distintas civilizaciones son fruto de esta división, pero siempre han surgido de resultas de la acción de un ingrediente blanco, el único capaz de vivificarlas y crearlas. «Es esto lo que nos enseña la Historia. Ésta nos muestra que toda civilización proviene de la raza blanca, que ninguna puede existir sin el concurso de esta raza, que una sociedad no es grande y brillante sino en el grado en que conserva al noble grupo que la creara, y en que este mismo grupo pertenece a la rama más ilustre de la especie.» Ahora bien, el mestizaje siempre acaba por triunfar, ahogando ese núcleo blanco, y provocando su inevitable decadencia.

Y la mezcla de razas no tiene vuelta atrás: «Así, a medida que se degrada, la humanidad se destruye.» En ella se observan «dos períodos: uno, que pasó ya, y que habrá visto y poseído la juventud, el vigor y la grandeza intelectual de la especie; otro, que ha comenzado ya y que conocerá la marcha desfalleciente de la humanidad hacia su decrepitud. Deteniéndonos incluso en los tiempos que deben preceder al último suspiro de nuestra especie y alejándonos de aquellas edades invadidas por la muerte en que nuestro Globo, vuelto mudo, seguirá, sin nosotros, describiendo en el espacio sus órbitas impasibles, no sé si tenemos derecho a llamar el fin del mundo a esa época menos lejana que empezará a ver ya el relajamiento completo de nuestra especie. No afirmaría tampoco que fuese muy fácil interesarse con un resto de ternura por los destinos de unos cuantos puñados de seres despojados de fuerza, de belleza y de inteligencia (…) La previsión entristecedora no es la muerte, sino la certidumbre de tener que llegar a ella degradados: y aun esa vergüenza reservada a nuestros descendientes podría quizá dejarnos insensibles, si con secreto horror no advirtiéramos que las manos rapaces del Destino se han posado ya sobre nosotros.»

Una última reflexión. El racismo, con la eugenesia, su acólito inseparable, pareció definitivamente arrumbado como consecuencia de sus desmanes. Sin embargo, han mantenido una cierta presencia cobijados por las más variadas ideologías, y van recuperando una cierta justificación, cuando no respetabilidad social, en los más diversos ámbitos: liberacionismos, separatismos, culturalismos, movimientos antimigratorios, ideología de género...


viernes, 17 de enero de 2020

Rodrigo Zamorano, El Mundo y sus partes, y propiedades naturales de los cielos y elementos


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Rodrigo Zamorano (1542-1620) fue matemático, cosmógrafo, piloto mayor y catedrático de cosmografía y navegación en la Casa de la Contratación de Indias de Sevilla. Entre las numerosas obras que publicó hemos seleccionado el primer libro de su Cronología y repertorio de la razón de los tiempos (Sevilla 1594), en el que presenta el modelo clásico del universo, originado en la Antigüedad y culminado por Ptolomeo (una de sus formulaciones la observamos en El Sueño de Escipión, de Cicerón); y admirado y desarrollado en las edades Media y Moderna. Pero cuando Zamorano publica su obra ya ha sido propuesta la alternativa copernicana, que con Galileo y Kepler acabará triunfando a fines del siglo XVII.

El texto que presentamos es un mero epítome del modo como en su tiempo se percibía la realidad existente: un universo ordenado y jerárquico compuesto por una sucesión de diez cielos esféricos concéntricos y de gran perfección, que separan el Empíreo, donde reside Dios, del mundo sublunar en el que vivimos nosotros, que recibe la constante influencia de aquellos. Los cielos son diez, y los dos primeros no son perceptibles por los sentidos: primer móvil y cristalino. El siguiente es el firmamento, la esfera de las llamadas estrellas fijas, las más determinantes ordenadas en las doce constelaciones del Zodiaco. Le siguen los siete cielos de los siete planetas: Saturno, Júpiter, Marte, Sol, Venus, Mercurio y Luna, cuyo influjo es también poderoso sobre territorios, personas y animales. Más acá del círculo de la Luna está la última esfera, nuestro mundo, la región elemental, así llamada por los cuatro elementos constitutivos, fuego, aire, agua y tierra.

C. S. Lewis, en su The Discarded Image (1964, traducida aquí con el más débil título de La imagen del mundo), analizaba esta magna construcción intelectual a través de los textos literarios medievales y renacentistas, y finalizaba su estudio con la siguiente reflexión personal: «No he hecho ningún intento serio de ocultar que el antiguo modelo me complace como creo que complacía a nuestros antepasados. Pocas construcciones de la imaginación me parecen haber combinado esplendor, sobriedad y coherencia en tan alto grado. Es posible que algunos lectores hayan estado sintiendo la necesidad imperiosa de recordarme que tenía un defecto grave: no era verdadero. Estoy de acuerdo. No era verdadero. Pero me gustaría acabar diciendo que esa acusación ya no puede tener para nosotros exactamente el mismo peso que habría tenido en el siglo XIX.» Y continúa reflexionando sobre la superación del cientificismo positivista en los ámbitos científicos (aunque, añadimos nosotros, no en una parte significativa de los ámbitos periodísticos, políticos, televisivos y cinematográficos, y lamentablemente, de la educación primaria y secundaria.)

Y Lewis concluye: «La nueva astronomía triunfó, no porque la causa de la antigua estuviese perdida sin esperanza, sino porque la nueva era una herramienta mejor; una vez comprendido esto, el innato convencimiento de los hombres de que la propia naturaleza es economizadora hizo el resto. Cuando nuestro modelo resulte abandonado, a su vez, esa convicción seguirá viva sin duda alguna. Una pregunta interesante es la de qué modelos construiríamos, o si podríamos construir modelo alguno, en caso de que una gran alteración en la psicología humana acabase con dicha convicción (…) Confío en que nadie pensará que estoy recomendando un regreso al modelo medieval. Sólo estoy indicando consideraciones que pueden inducirnos a apreciar todos los modelos de la forma idónea: respetándolos todos y sin idolatrar ninguno (…) Ya no podemos despachar el cambio de modelos como un simple progreso del error a la verdad. Ningún modelo es un catálogo de realidades esenciales ni tampoco mera fantasía. Todos ellos son intentos serios de abarcar todos los fenómenos conocidos en una época determinada y todos consiguen abarcar gran cantidad de ellos. Pero no menos seguro es también que todos reflejan la psicología predominante de una época casi tanto como el estado de sus conocimientos.»