Hace un tiempo dedicamos varias entregas de Clásicos de Historia a las conocidas bullangas de Barcelona, en los inicios del triunfo definitivo del liberalismo en España. Comunicamos varias obras de algunos de los autores y testigos de esos acontecimientos (Francisco Raull, Joaquín del Castillo y Mayone, Ramón Xaudaró, Eugenio de Aviraneta y Tomás Bertrán Soler…, así como el pormenorizado estudio posterior de Cayetano Barraquer, que recogió una extensa y variada colección de testimonios y documentos de la época. Pues bien, aportamos ahora una obra que novelizó estos hechos con un éxito en su difusión considerable y persistente, pocos años después de que ocurrieran. Las ruinas de mi convento se publicó en 1851, sin mención del autor quizás como recurso para atribuirla a Manuel, su protagonista, que la narra en primera persona. Si El Señor de Bembibre, de Gil y Carrasco, publicada en 1844 pasa por ser la mejor novela histórica del romanticismo español, la que hoy nos ocupa podría considerarse como una de las más destacadas entre las de tema contemporáneo.
Naturalmente presenta las características y tópicos del romanticismo: exuberancia de sentimientos y emociones, un idílico e inocente amor contrariado, en el que los enamorados se comunican con el lenguaje de las flores que ellos mismos idean, un supuesto intento de suicidio que no es tal, la poderosa presencia de la naturaleza, en ocasiones desatada, la epidemia de fiebre amarilla de 1821 en Barcelona, hasta desembocar en la mayor catástrofe de la novela, la quema de los conventos y la matanza de frailes de 1835, que sin embargo provocará el momentáneo reencuentro de los dos antiguos enamorados, separados tanto años atrás, en el momento de la muerte de ella. Naturalmente, es una novela de ideas, de tesis, que defiende una visión cristiana de la vida con las herramientas que le proporcionan los valores, moda y estética de su tiempo. Puede resultar interesante comparar esta obra con su contemporánea Viaje por Icaria (1841) de Cabet, ejemplo logrado de novela utópica de carácter socialista. La oposición absoluta en lo ideológico no puede ocultar las múltiples coincidencias de planteamientos y actitudes, especialmente en el devenir de sus amores contrariados de sus respectivos protagonistas.
Las ruinas de mi convento fue un rápido éxito editorial: publicada en 1851, se reimprimió en vida del autor en 1856, en 1858 y en 1859. Después, en 1861, 1871, 1874, 1876… y con un ritmo similar prosiguieron las impresiones hasta mediados del siglo XX. Fue inmediatamente traducida al alemán (1852), al francés (1855 y 1857) y al italiano (1857). El interés general que despertó llevó a Fernando Patxot a continuarla en 1856 con Mi claustro: por sor Adela, en la que el protagonismo pasa a la partenaire de la obra original, lo que nos permite observar la misma época y acontecimientos de Las ruinas, desde otro punto de vista. Y en 1858 concluye la trilogía con Las delicias del claustro y mis últimos momentos en su seno, en la que se continúa la vida de Manuel, su inicial protagonista, Tras la matanza de frailes de 1835, su encierro en la Ciudadela de Barcelona le permite narrar el asalto y asesinato de los prisioneros carlistas. Hay además varias digresiones históricas, abundantes aventuras, y un último refugio en Montserrat. Estas dos continuaciones también gozaron de considerable fama, y fueron habitualmente editadas de forma conjunta.
Fernando Patxot nació accidentalmente en Mahón en 1812 como consecuencia de la guerra de la Independencia. Pronto su familia regresó a Barcelona, de donde procedía. Durante su infancia y juventud en esta ciudad pudo observar y sufrir acontecimientos que luego incluirá en la obra que comunicamos. Abogado, fue ante todo un prolífico escritor y periodista, especialmente interesado en la historia de España, a la que dedicó numerosas y extensas obras: Las glorias nacionales. Grande historia universal de todos los reinos, provincias, islas y colonias de la monarquía española desde los tiempos primitivos hasta el año de 1852 (6 tomos), Anales de España desde sus orígenes hasta el tiempo presente (10 tomos), y muchas otras más. Fundó y dirigió el periódico barcelonés El Telégrafo, aunque brevemente, ya que tras padecer algunos fracasos económicos y ciertas desgracias familiares, murió —intencionada o accidentalmente— en agosto de 1859, todavía joven.
Fue un nacionalista español, aunque defensor de la periferia, en sintonía en este sentido con el pensamiento de Balmes. Concluimos con este párrafo del prólogo de sus Anales: «Doloroso es ver que los hombres dedicados a historiar las glorias y los desastres de un pueblo grande no hayan sabido despojarse de los hábitos de provincialismo, elevarse en el pensamiento, recorrer con una mirada la península, y convencerse de que no en vano nuestros príncipes, al juntar en uno los más poderosos reinos de nuestra patria, ya no se llamaron señores de Aragón, Navarra, León o Castilla solamente, sino reyes de España. Pero, así como en la Gaceta no se ven otras armas de España que los leones y los castillos, y al salir triunfante el honor nacional defendido con sangre española, no se mienta comúnmente la España, sino los pendones castellanos; y al hablarse en la Guía nacional de nuestros antiguos reyes, hasta los de Aragón y los de Navarra son reputados indignos de estar en lista: de la misma manera que esto pasa en el centro de la península por un efecto de las pequeñeces humanas, no de otra suerte para nuestros historiadores generales Castilla es España. Las equivocaciones, los errores, los descuidos, no son lunares como no recaigan en cosas de Castilla.»
La fiebre amarilla. Grabado de Nicolas-Eustache Maurin |
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