Un George Robinson de principios del XIX |
Son muy abundantes las relaciones de viajes a Tierra Santa, desde los tiempos del relato venerable de la dama Egeria. A veces no son muy fiables, como el incluido en los viajes del fantástico John de Mandeville. En el siglo XV, el del deán de Maguncia Bernardo de Breidenbach fue un auténtico best-seller de la época, con múltiples ediciones. Buena parte de su éxito procedía de los espléndidos grabados que acompañaban al texto. Su traducción por el humanista aragonés Martín Martínez Dampiés fue impresa por Juan Hurus en Zaragoza en 1498, y es uno de los más destacados incunables españoles. Y muchos otros más.
Muy distinto es el caso de la obra que presentamos esta semana. George Robinson es un británico (del que desconozco su biografía) que viajó por Oriente en 1830, y que unos años después publicó el relato de su estancia en Palestina y Siria. Aunque en la tradición del género se ocupa también de monumentos y reliquias religiosas, corresponde ya a una época muy distinta a los anteriores. Sus intereses y sensibilidad son ya románticos, y presta especial atención a los paisajes, a sus propias emociones, y a la búsqueda de lo exótico, esto es, a lo distanciado cultural o cronológicamente del mundo moderno del que procede.
El territorio que Robinson recorre forma parte del Imperio Otomano, y está administrado por los valíes de Beirut y de Damasco, ambos pertenecientes a la gran provincia de Siria. Palestina está dividida entre estos dos valiatos, y es fundamentalmente un término geográfico, con límites precisos al oeste (el Mediterráneo) y al sur y al este (los desiertos del Sinaí, del Néguev y de la Arabia Pétrea), e imprecisos al norte del lago de Tiberíades, aunque incluyendo Tiro y Sidón. Abarca, por tanto la zona costera, ambas márgenes del valle del Jordán y del mar Muerto, y las colinas existentes entre ellas.
La población no está en absoluto cohesionada: la división básica es entre los ganaderos beduinos itinerantes y la mayoría sedentaria, profundamente dividida entre los mayoritarios musulmanes sunnitas y las dos considerables minorías, cristiana (a su vez con múltiples divisiones: ortodoxos, católicos latinos y maronitas, armenios...) y judía. A ellos han de agregarse otros grupos, como los drusos con un cierto origen chiita, y los turcos dominantes, que traen consigo gentes procedentes de todo el Imperio, como los soldados albaneses.
Tras el viaje de Robinson la región se transformará con rapidez: primero con la ocupación temporal por parte del Egipto de Mehemet Alí, que intenta separarse del Imperio Otomano; después, el gobierno directo de Jerusalén y su territorio por parte de las autoridades de Constantinopla, en paralelo a las creciente intervención occidental. Luego, el incremento sostenido de la inmigración judía, la procedente de Rusia y la de carácter sionista. Finalmente, la formación y eclosión de dos novedosos nacionalismos, el judío y el musulmán (autodenominado palestino), cada uno de los cuales se identificará con el territorio y se esforzará por controlarlo, se impondrá en su comunidad respectiva, y ante todo se enfrentará a las identidades rivales. Y se iniciará así el proceso por el que abundantes personas y grupos de la compleja Palestina, al quedar al margen de estos encuadramientos, tenderán a ser ignoradas en el mejor de los casos, cuando no borradas más o menos sistemáticamente.
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