jueves, 19 de marzo de 2015

Paulo Álvaro, Vida y pasión del glorioso mártir Eulogio

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Esta breve biografía de Eulogio de Córdoba posee la particularidad de haber sido redactada por un amigo suyo, que lo ha conocido, ha convivido con él, y ha compartido aficiones e intereses. No es un fenómeno excepcional en estos primeros tiempos medievales: muchas vidas piadosas son obra de contemporáneos, que se documentan y recogen las informaciones que les son accesibles; así por ejemplo en la Vida de san Millán que había escrito un par de siglos antes el egregio obispo Braulio de Zaragoza. Y en ello no andan distantes de la tradición clásica, todavía tan vitalmente próxima. Y tampoco es novedoso (a pesar de lo que en ocasiones se sostiene) el gusto por lo maravilloso: milagros y fenómenos sobrenaturales han venido a sustituir en estos textos a los abundantísimos presagios, días fastos y nefastos, acción de la Fortuna, y otras intervenciones de los dioses que decoran tantas historias romanas y griegas (recuérdese la Anábasis de Jenofonte).

Paulo Álvaro (c. 800-861) documenta en esta obra los acontecimientos que ya conocemos por la Historia de los mozárabes de España de Simonet, incluida en Clásicos de Historia. La población hispánica de cultura latina y cristiana, todavía muy numerosa (si no mayoritaria), vacila entre la resistencia ante la cultura árabe e islámica de los grupos dominantes, y la atracción por ella. Y ante el recrudecimiento de los conflictos y el aumento de la presión y de la intolerancia, nace el llamativo fenómeno de los martirios voluntarios: cristianos que acuden ante las autoridades para blasfemar públicamente de Mahoma y su religión, y provocar su propia condena a muerte. Y en estas circunstancias acabará atrapado Eulogio, que poseía suficiente prestigio como para haber sido preconizado obispo de Toledo.

Sin embargo, la Vita Eulogii posee otros aspectos interesantes. Es un friso colorido en el que se manifiesta la compleja sociedad de la época: su identidad bética e hispana en cuanto romanos y cristianos, y no al revés; los árabes como señores de Hispania; las relaciones de tipo variado de los cristianos con las autoridades; y, por supuesto, la ausencia del término mozárabe aparentemente inexistente en esta época... Pero quizás lo que atrae más sea el auténtico interés por la cultura, y no sólo la clásica, que nos transmiten Álvaro y Eulogio: «¿Qué libro hubo que no leyese? ¿Qué ingenio de excelente católico, de filósofo, de hereje y de gentil, de quien no gustase en sus obras? En hallar libros exquisitos se valió su mucha diligencia, y en leerlos y aprovecharse de ellos su gran juicio.»

Y poco después nos cuenta con gran satisfacción el botín que Eulogio obtuvo en su viaje al norte de la península: «De allá trajo a la vuelta los libros de La Ciudad de Dios del glorioso san Agustín, la Eneida de Virgilio, las Sátiras de Juvenal, todas las obras del poeta Horacio, de quien dijo Persio que estaba bien harto de comida, y como dicen, repantigado, cuando escribía. Trajo también las obras pequeñas de Porfirio muy adornadas de sutileza, los epigramas de Adhelelmo, las fábulas de Avieno en metro, muchos Himnos Sagrados muy lindos en su compostura, y otras diversas obras de diferentes materias. Ninguna cosa de estas trajo para sí solo, de todas nos dio luego parte a todos los que conocía aficionados a los estudios.»


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